– ¿Soy una egoísta porque no me intereso exclusivamente por ti? ¿Es eso?
– Me siento desgraciada. Estoy a punto de morir y tú te vas de compras con una…
– ¿Acaso tú me has preguntado cómo estaba yo? No. ¿Qué tal estaba Zoé? ¿Hortense? No. ¿Has comentado algo sobre mi nuevo piso? ¿Sobre mi nueva vida? No. ¡Lo único que te preocupa eres tú, tú y tú! Tu pelo, tus manos, tus pies, tu ropa, tus arrugas, tu estado de ánimo, tu humor, tu…
Se ahogaba. Ya no dominaba sus palabras. Las escupía como un volcán escupe la lava que le obstruía el cráter y lo mantenía dormido.
– La última vez que comimos juntas, después de haber anulado nuestra cita tres veces, por razones tan fútiles que me dan ganas de llorar, no hablaste más que de ti. Todo se reduce a ti. Constantemente. Y yo estoy ahí para escucharte, para servirte. Lo siento, Iris, estoy cansada de servirte. Te había avisado de que habría esa fiesta para Iphigénie… Había previsto que cenaríamos juntas después, ¡yo estaba tan contenta y tú te vas a Londres! Olvidando que yo estaba aquí, esperándote, ¡que me alegraba de poder enseñarte mi nuevo piso! Y ahora te quejas de injusticia porque tu marido, del que te preocupabas como de un mueble mal encerado, se ha hartado y se ha largado con otra… Qué quieres que te diga: ¡que lleva mucha razón y que espero que te sirva de lección! Y que, a partir de ahora, prestarás un poco más de atención a los demás. Porque a fuerza de no dar nada, de acapararlo todo, te vas a quedar sola y tus magníficos ojos sólo te servirán para llorar.
Iris la había escuchado, atónita.
– ¡Pero si tú nunca me habías hablado así!
– Estoy cansada… Harta de tu necesidad irritante de ser siempre el centro de atención. Deja un poco de espacio a los demás, ¡escúchales respirar y serás menos infeliz!
Habían bajado a la portería sin hablarse. Zoé charlaba por las tres. Contaba los asombrosos progresos de Du Guesclin, que había recibido su primer baño sin protestar y ni siquiera había llorado cuando se habían ido. Habían preparado la fiesta, con Iris rumiando en una esquina, ayudando de mala gana, hostil y silenciosa. Ignorando a los primeros invitados, ignorando a los siguientes.
Hasta que apareció Hervé Lefloc-Pignel.
Joséphine se puso a la altura de Iphigénie y le susurró al oído:
– Dígame, ¿acaso no sale nunca la señora Lefloc-Pignel?
– ¡Ya sabe usted que no la veo nunca! ¡Ni siquiera me abre cuando le llevo el correo! Lo dejo sobre el felpudo.
– ¿Está enferma?
Iphigénie se llevó el dedo a la sien y soltó:
– Enferma de la cabeza… ¡Pobre hombre! Es él quien se ocupa de los niños. Parece ser que ella se pasa el día en camisón. La encontraron un día en la calle. Deliraba, pedía ayuda, decía que la perseguían… Hay mujeres que no saben lo que tienen. Si yo tuviera un marido tan guapo como él, un piso tan grande como el suyo y tres rubitos, ¡le aseguro que no me pasearía por ahí en camisón! ¡Disfrutaría en Don Disfrute!
– Me he enterado de que había perdido un hijo pequeño en un horrible accidente. Quizás no se haya recuperado de aquello…
Iphigénie suspiró, llena de compasión. Una desgracia tan grande explicaba seguramente lo del camisón.
– ¡Menudo éxito su fiesta! ¿Está contenta?
Iphigénie le tendió una copa de champán y levantó su vaso.
– ¡A la salud de mi hada madrina!
Bebieron en silencio, observando el baile de gente a su alrededor.
– El señor Sandoz se ha marchado muy pronto… Creo que su corazón late por usted, Iphigénie…
– ¡No sueñe! Ayer mismo ¡me llamó Vaca que ríe! ¡He oído declaraciones de amor mejores! Todo esto no va a impedir que mañana ¡tenga que limpiarlo todo y llenar los cubos de basura!
– Le echaré una mano, si quiere…
– De eso nada. Mañana es domingo y usted a dormir…
– ¡Tendremos que recogerlo todo bien, para que esa Bassonnière no se queje!
– ¡Oh, ésa, que se quede donde está! ¡Es demasiado malvada! ¡La verdad es que hay gente que uno se pregunta por qué Dios la deja vivir!
– ¡Iphigénie! ¡No diga usted eso! ¡Va a traerle mala suerte!
– ¡No creo! Es robusta como una cucaracha…
El señor Merson, que pasaba detrás de ella, levantó el vaso y murmuró:
– Entonces, señoras… ¡A la salud de la cucaracha!
Zoé no bajó al trastero esa noche. Se quedó con su madre y su tía. Tenía ganas de cantar, de gritar. Esa tarde, durante la fiesta en casa de Iphigénie, Gaétan le había susurrado: «Zoé Cortès, estoy enamorado de ti». Ella se había transformado en una zarza ardiente. Él había continuado hablándole al oído, mientras simulaba que bebía del vaso. Había dicho locuras como: «¡Estoy tan enamorado de ti que tengo celos de tus almohadas!». Y después, se había separado para no hacerse notar y a ella le había parecido alto, muy alto. ¿Sería posible que hubiese crecido desde el día anterior? Y después había vuelto y había dicho: «Esta noche no podré bajar al trastero, así que dejaré mi jersey bajo tu felpudo y así te dormirás pensando en mí». Y entonces, el tapón de su garganta había saltado y le había contestado: «Yo también estoy enamorada de ti», y él la había mirado con tanta seriedad, que ella había estado a punto de echarse a llorar. Antes de acostarse, iría a coger su jersey bajo el felpudo y dormiría con él.
– ¿En que estás pensando, hija? -preguntó Joséphine.
– En Du Guesclin. ¿Puede dormir en mi habitación?
Iris terminó la botella de Burdeos y levantó la mirada al cielo.
– ¡Un perro es una carga, hay que ocuparse de él! ¿Quién le va a sacar a pasear esta noche, por ejemplo?
– ¡Yo! -gritó Zoé.
– ¡No!-respondió Joséphine-. No vas a salir a estas horas. Iré yo…
– ¿Ves? Ya empezamos -suspiró Iris.
Zoé bostezó, declaró que estaba cansada. Dio un beso a su madre y a su tía y fue a acostarse.
– ¿Y cómo se llamaba tu atractivo vecino?
– Hervé Lefloc-Pignel.
Iris se llevó el vaso a los labios y murmuró:
– ¡Un hombre guapo! ¡Muy guapo!
– Está casado, Iris.
– Eso no impide que sea atractivo… ¿Conoces a su mujer? ¿Cómo es?
– Rubia, frágil, un poco perturbada…
– ¡Ah! No debe de ser una pareja muy unida. Esta noche ha venido sin ella.
Joséphine empezó a recoger. Iris preguntó si quedaba un poco más de vino. Joséphine le propuso abrir una botella.
– Me gusta beber un poco por la noche… Me calma.
– No deberías beber con todas estas pastillas que sigues tomando…
Iris soltó un largo suspiro.
– Dime, Jo, ¿podría quedarme en tu casa? No tengo ganas de volver a la mía… Carmen me deprime.
Joséphine, inclinada sobre la basura, vaciaba los platos antes de meterlos en el lavavajillas. Pensó: «Si Iris se queda, se acabó mi intimidad con Zoé. Apenas acabo de recuperarla».
– ¡No te pongas tan contenta! -dijo Iris sarcásticamente.
– No… No es eso, pero…
– ¿Preferirías que no?
Joséphine reflexionó. Iris la había acogido tantas veces en su casa… Se volvió hacia su hermana y mintió:
– Tenemos una vida tan tranquila… Tengo miedo de que te aburras.
– ¡No te preocupes! Buscaré alguna ocupación. A menos que de verdad no quieras saber nada de mí.
Joséphine protestó, no es eso, no es eso. Con tan poca convicción que Iris se molestó.
– Cuando pienso en todas las veces que os he recogido, a ti y a las niñas… Y tú, al primer favor que te pido, dudas…
Se había servido otro vaso de vino y divagaba. Aturdida por el alcohol, no sorprendió la mirada furiosa pero herida de Joséphine. Tú no nos has «recogido», Iris, nos has «acogido», que es distinto.
– ¡Toda mi vida he estado a tu lado! Te he ayudado económicamente, te he ayudado moralmente. ¡Mira, incluso el libro, no lo habrías escrito sin mí! He sido tu impulso, tu ambición.