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¡Du Guesclin!», hasta que se calmó, hasta que él calló y se miraron los dos, extrañados por ese derroche de lágrimas.

– Pero ¿tú quién eres? ¿Quién eres? ¡Tú no eres un perro! ¡Eres humano!

Le acariciaba, era cálido al tacto de sus dedos y más duro que un muro de hormigón. Se apoyaba sobre sus patas fuertes y musculosas y la contemplaba con la atención de un niño que aprende a hablar. Tuvo la impresión de que él la imitaba para comprenderla mejor, para amarla mejor. No dejaba de mirarla. No le interesaba nada más que ella. Ella recibió su amor como una bola caliente, y sonrió a través de sus lágrimas. El parecía decir: «Pero ¿por qué lloras? ¿No ves que estoy aquí? ¿No ves todo el amor que siento por ti?».

– ¡Y no has salido aún! ¡Eres realmente un perro increíble! ¿Vamos?

Él movió la grupa. Ella sonrió pensando que nunca podría mover la cola, que nunca se vería si estaba contento o no. Pensó que habría que comprarle una correa y después pensó que no serviría de nada. No la dejaría nunca. Estaba escrito en su mirada.

– Tú no me traicionarás, ¿eh?

Él esperaba moviendo el trasero a que ella se decidiese a salir.

Cuando volvió a subir, entreabrió la puerta de la habitación de Zoé y Du Guesclin fue a acostarse al pie de la cama. Dio una vuelta sobre el cojín y lo olfateó antes de dejarse caer pesadamente con un profundo suspiro.

Zoé dormía enrollada en una prenda de lana. Joséphine se acercó, reconoció un jersey, lo tocó con los dedos. Vio el rostro feliz de su hija, la sonrisa en sus labios, y comprendió que era el jersey de Gaétan.

– No hagas como yo -murmuró a Zoé-. No pases al lado del amor con el pretexto de que estás tan poco acostumbrada que no lo reconoces.

Sopló sobre la cálida frente de Zoé, sopló sobre sus mejillas, sobre sus mechones de pelo pegados a su cuello.

– Aquí estaré, velaré para que no te pierdas ni una migaja, haré que tengas todos los triunfos en la mano…

Zoé suspiró en su sueño y murmuró: «¿Mamá?». Joséphine le cogió la yema de los dedos y los besó.

– Duerme, hermosura, mi amor. Está aquí tu mamá que te quiere y te protege…

– Mamá -balbuceó Zoé-. Soy tan feliz… Me ha dicho que estaba enamorado de mí, mamá, enamorado de mí…

Joséphine se inclinó para recoger sus palabras turbadas por el sueño.

– Me ha dado su jersey… Creo que finalmente soy guay.

Tuvo un pequeño estremecimiento y cayó en un sueño profundo. Joséphine subió la sábana, colocó el jersey y dejó la habitación cerrando suavemente la puerta. Se apoyó en la pared y pensó, eso es la felicidad, reencontrar el amor de mi hija pequeña, mezclar mis dedos, mi aliento con sus dedos, con su aliento, inmovilizar ese momento, hacerlo durar, huir, degustarlo, lentamente, lentamente, si no la felicidad se alejará antes de que haya podido probarla.

* * *

Júnior tenía un año. Había decidido que ya era hora de independizarse. Se acabó. Ya he jugado lo suficiente a los bebés para divertirles. Me toca tomar el mando porque, en este momento, el mundo se ha vuelto loco.

Se había incorporado, había dado algunos pasos torpes y se había caído sobre sus pañales -éstos no los llevaré mucho tiempo, habrá que deshacerse de ellos rápidamente, menuda idea la de dejar un paquete de caca entre las piernas de un angelito-, se había levantado y había vuelto a empezar. Hasta atravesar la habitación sin dificultad. No era tan difícil eso de poner un pie delante del otro y facilitaba mucho la vida. Empezaba a tener irritaciones en los codos y en las rodillas a fuerza de gatear.

Después había levantado los ojos hacia el pomo de la puerta de su habitación. ¡Menuda idea haberle encerrado! No le ponían las cosas fáciles. Debía de ser una manía de esa chiquilla tan poco espabilada que le habían impuesto como niñera. Una boba hipócrita que se pasaba el tiempo leyendo revistas estúpidas, y cobrando los billetes que le daba el Platillo Volante para comprar sus confidencias. Todo estaba patas arriba en la casa. Su madre yacía postrada en la cama. Su padre lloraba desesperadamente rascándose el cráneo y tenía eczemas por todas partes: en el cuello, en los codos, en las cejas, en los brazos, en las piernas, en el torso, e incluso en el testículo izquierdo, el del corazón. Se oía el vuelo de una mosca, y ya ni una sola risa. Ni visitas, ni comidas bien regadas, ni el olor de esos puros que le picaban en la nariz, ni manos desatadas de papá toqueteando a mamá que se dejaba hacer con esa risa gutural que a él tanto le gustaba. ¡Oh, Marceeel! ¡Marceeel! Bailaba en su pecho como una gárgara cálida y entonaba la melodía de la felicidad. Nada. Un gran silencio, caras largas y llantos enterrados en el fondo de gargantas ahogadas. Mi pobre mamá, te han echado un sortilegio, lo sé muy bien. Y los médicos hablando de depresión. ¡Imbéciles! Han olvidado de dónde vienen, han olvidado que estamos ligados al Cielo y que somos turistas en la Tierra. ¡Como la mayoría de la gente, de hecho! Se creen muy importantes y piensan que lo dominan todo: el cielo y la tierra, el fuego y el viento, el mar y las estrellas. Se las dan de listos. Oyéndoles hablar ¡se diría que han creado el mundo! Se han olvidado tanto de dónde vienen que presumen de ser más fuertes que el Bien y el Mal, que los ángeles y los diablos, que Dios y Satán. Lanzan sus peroratas desde lo alto de su cerebrito de humanos. Invocan la Razón, el Uno más Uno, el si no lo veo no lo creo y cruzan las manos sobre la barriga, riéndose del ingenuo que tiene fe en esas pamplinas. Yo que, no hace mucho, estaba sentado al lado de los ángeles y lo pasaba de fábula, lo sé. Sé que venimos de allí arriba y que volveremos allí. Sé que hay que elegir campo, sé que hay que luchar contra el otro campo y sé que los malvados de enfrente han raptado a Josiane y que quieren su pellejo. Para que Henriette recupere su pasta. Lo sé. Ya puedo dar mis primeros pasos pero no he olvidado de dónde vengo.

Cuando me pidieron, Allí Arriba, si quería volver a trabajar en la Tierra, con una parejita encantadora que se lamentaba de no poder tener hijos y que hacían todo lo que podían para obtener uno guapo, calentito, dorado, los analicé a conciencia, a esa Josiane y ese Marcel, y me parecieron enternecedores. Generosos, meritorios, cremosos, nada tontos. Entonces me dije, sí, vale. Pero es mi última misión. Porque se está la mar de bien Allí Arriba, porque tengo un montón de cosas que hacer allí, libros que leer, películas que ver, cosas que inventar, fórmulas que descubrir y, todo el mundo lo sabe, a la Tierra no se viene a jugar. Es casi el Infierno. Se pasan el día poniéndote zancadillas. Llaman a eso los celos, la maldad, la hipocresía, el afán de lucro, tiene un montón de nombres como los Siete Pecados capitales y eso te retrasa. Si consigues llevar a buen puerto una o dos ideas, puedes darte por satisfecho. Pongamos por ejemplo a Mozart. Le conozco bien. Era mi vecino Allí Arriba. Mira cómo terminó en la Tierra: acosado por los celos, plagiado, ridiculizado, en la miseria. ¡Y sin embargo no hay nadie más encantador y divertido que él! ¡Una auténtica delicia! ¡Una sinfonía!

Pero bueno…

Había hablado de su partida con Mozart que le había dicho, por qué no, son buena gente… Yo, si no tuviese que rehacer mi Marcha Turca porque me dejé llevar por algunos caminos fáciles, por una serie de arpegios un poco jactanciosos, también bajaría a tocarles una melodía al piano, una pequeña Sonata para Dos viejos felices en si mayor. Podía confiar en Mozart. Era un tío legal. Modesto y jovial. Venían todos a visitarle, Bach, Beethoven, Schumann y Schubert, Mendelssohn, Satie y muchos otros más, y hablaba con ellos sin pavonearse. Hablaban sobre todo de trabajo, corchea y doble corchea, todo un galimatías del que no entendía nada. Él era más bien ecuaciones, tiza, pizarra. Había terminado diciendo «sí», y había bajado con Josiane y Marcel. Una buena madre, un buen padre. Dos humanos maravillosos encerrados durante mucho tiempo en la infelicidad, pero el Cielo había decidido recompensarles al final de su vida por los servicios prestados a la humanidad.