Выбрать главу

Puedo intentar mitigar la desconfianza de Wei… Que me devuelva el pasaporte. Lo ideal sería compartir mi tiempo entre Francia y China.

Eso no resolvería nada. No podría vivir dividida entre Blois y Shanghai. Wei lo sabe muy bien, por eso no quiere que me marche.

No dejaba de decirle que era frágil, desequilibrada. Lo que seguro la desequilibraba era que él repitiese eso cien veces al cabo del día. Acabaría por creerle. Y ese día, estaría perdida. Definitivamente perdida.

Él concluía diciendo que debía confiar en él, encomendarse a él, que la había hecho rica, sin quien ella no sería nada. Trabaje, trabaje, es bueno para la salud, si deja de trabajar, usted… Y se ponía las dos manos sobre la espalda imitando una camisa de fuerza. Dos bofetadas que le perforaban los tímpanos. Mylène se estremecía y callaba.

Sobre las siete de la tarde se ahogaba en la tristeza. Era la hora terrible. El sol se acostaba en medio de los rascacielos de vidrio y acero, temblando en una capa de contaminación rosa y gris. ¡Hacía diez meses que no había visto el cielo azul! Recordaba muy bien la última vez que había visto azul en el cielo: habían anunciado la llegada de un tifón y el viento había soplado alejando la nube gris. Se asfixiaba, ya no podía más.

Ese domingo 24 era como todos los demás domingos.

Uno más, suspiró.

Iba a escribir una carta. Ya no le divertía. Antes, jugaba a las mamás, se montaba toda una historia, se había exiliado para pagar los estudios de sus hijos, ropa bonita. Ahora ya no estaba segura. ¿Para qué servía eso si debía permanecer prisionera aquí?

El lunes por la noche iría a cenar con un francés que fabricaba juguetes en China, que después vendía en las grandes superficies de Francia. El jueves viajaba a París. Ella quería noticias frescas, no noticias pescadas en Internet. Le preguntaría cómo estaban las calles, cuál era la canción que más se oía, ¿y Operación Triunfo? ¿Quién era el favorito esta temporada?, ¿y el último disco de Raphael?, ¿y los vaqueros, todavía pitillos o pata de elefante? ¿Y la baguette, había aumentado de precio? Era su vida, sus trozos de vida que le ofrecían entre dos platos en un restaurante. Una vida por poderes. A los hombres los encontraba en Internet. Sólo tenía que preocuparse de escoger. Estaban impresionados por su éxito, por su piso. No esperaba nada de ellos, más que un alivio inmediato, y que después se marcharan…, ¿qué era lo que cantaba ya su madre? ¿Tres vueltecitas y se van?

Tres vueltecitas y se iban.

Y yo me quedo.

Cuando caía la noche, volvía a coger sus prismáticos y espiaba la vida de sus vecinos. Eso la mantenía ocupada hasta que llegara la hora de irse a la cama. Se acostaba pensando mañana irá mejor, mañana volveré a llamar a Marcel Grobz, terminará contestando, encontrará una solución para sacar mi dinero.

Marcel Grobz… Era su último y único recurso.

* * *

Ese domingo, a última hora de la tarde, Joséphine, que había trabajado todo el día en su HDI sobre la historia de las rayas de los hermanos carmelitas, decidió hacer una pausa y sacar a pasear a Du Guesclin.

Iris se había pasado la tarde tumbada en el sofá del salón. Veía la televisión y charlaba por teléfono, mientras se masajeaba los pies y las manos con una crema, aguantando el auricular entre el hombro y el mentón. Me va a llenar el sofá de grasa, había murmurado Joséphine al pasar una primera vez delante de su hermana para ir a prepararse una taza de té a la cocina. Cuando pasó por segunda vez, Iris seguía al teléfono y seguía ante la televisión. Michel Drucker entrevistaba a Céline Dion. Iris se masajeaba los antebrazos. La última vez que pasó, había cambiado de posición y hacía tres cosas a la vez: ver la tele, hablar por teléfono y arquear el cuerpo, reafirmar sus muslos.

– No… No está nada mal la casa de mi hermana. El mobiliario no es nada del otro mundo, pero bueno… Prefiero estar aquí que en casa, con Carmen, que se pregunta cómo subirse a la Cruz y clavarse los clavos ¡para salvarme! Ya no la soporto, qué pegajosa es, qué pegajosa.

Joséphine había aplastado el té con rabia en el filtro, y derramó la mitad del agua del hervidor al lado de la tetera.

Zoé había pedido permiso para ir al cine, estaré aquí para la hora de cenar, te lo prometo, he hecho todos los deberes, todo lo del lunes, el martes y el miércoles. ¿Y cuándo tendrás tiempo para explicarme por qué te has enfadado, por qué me has odiado todo este tiempo?, pensó Joséphine. Zoé se había cambiado seis veces de ropa, irrumpiendo en la habitación de su madre y preguntando: «¿Está bien así? ¿No me hace el culo gordo?». «¿Y así, los muslos no parecen más gordos?». «Y di, mamá, ¿es mejor botas o manóletinas?». «¿Y el pelo, me lo recojo o no?». Entraba y salía, empezaba la pregunta en el pasillo, la terminaba plantándose delante de su madre, volviendo con ropa nueva y una nueva pregunta, a Joséphine le costaba concentrarse en su trabajo. La discriminación por las rayas. Una hermosa historia para ilustrar su capítulo sobre los colores.

A finales del verano de 1250, los hermanos carmelitas, de la orden del Carmelo, desembarcan en París con un hábito castaño, y un abrigo de rayas blancas y marrones o blancas y negras encima. ¡Escándalo! Las rayas están muy mal vistas en la Edad Media. Están reservadas a la gente malvada, Caín, Judas, a los felones, a los condenados, a los bastardos. Así que, cuando los pobres monjes se paseaban por París, se reían de ellos. Les llamaban los «hermanos rayados», eran víctimas de agresiones verbales y físicas. Les asociaron al diablo. Les ponían cuernos, se tapaban la cara cuando pasaban. Ellos se alojaron cerca del convento de las Beguinas, pidieron refugio a las monjas, pero ellas se negaron a abrirles la puerta.

El conflicto durará treinta y siete años. En 1287, el día de la fiesta de María Magdalena, renuncian por fin al abrigo «rayado» y adoptan una capa blanca.

– Ponte una camiseta blanca -había aconsejado Joséphine, luchando entre el siglo XIII y el XXI-. Destaca la tez y vale para todo.

– Ah… -había respondido Zoé, no muy convencida.

Du Guesclin, acurrucado a sus pies, dormitaba. Joséphine había cerrado sus libros, se había frotado la punta de la nariz, síntoma de enorme fatiga, y había decidido que un poco de aire fresco no le vendría mal. No había ido a correr esa mañana. Iris no había dejado de quejarse, de repetir las mismas preguntas sobre su futuro incierto.

Se levantó, se puso una chaqueta, pasó por el salón haciendo una señal a Iris de que se iba. Iris respondió apartando el teléfono y retomó su conversación.

Joséphine cerró la puerta de golpe y bajó los escalones de cuatro en cuatro.

La cólera crecía en su interior, más negra que el humo del carbón. Estaba al borde de la asfixia. ¿Voy a tener que encerrarme en mi habitación para estar en paz? ¿Ir a hacerme el té de puntillas sobre el parqué para no molestar su cháchara? La cólera aumentaba y el humo negro le oscurecía el cerebro. Iris no había levantado un dedo para poner o quitar la mesa del desayuno. Había pedido que le tostaran el pan, dorado, no calcinado, por favor, y había añadido ¿no tendréis miel de la casa Hédiard, por casualidad?

Cruzó el bulevar y llegó al Bois. ¡Anda!, pensó, no he visto el cartel de Luca. Le parecía extraño decir «Luca» y no «Vittorio». He debido de pasar al lado sin darme cuenta… Aceleró el paso, dio una patada a una vieja pelota de tenis. Du Guesclin le lanzó una mirada extrañado. Para calmarse, volvió a pensar en su trabajo sobre los colores. En el simbolismo de los colores. Sería su primer capítulo, una exposición antes de profundizar en el tema. Impresionar al profesor gruñón para suscitar su interés. Hacerle tragar las cinco mil páginas que seguirían… El azul era, en la Edad Media, la expresión de la melancolía. Así podía ser un color de duelo. Las madres que habían perdido un hijo portaban la cerula vestís, un vestido azul, durante dieciocho meses. En la iconografía, la Virgen, vestida de azul, lleva luto por su hijo. El amarillo era el color de la enfermedad y del pecado. De la palabra latina galbinus procedía la francesa jaune, amarillo, palabra construida sobre una raíz germánica referida al hígado y la bilis. Se detuvo y se llevó la mano a la cadera: tenía flato. Estaba generando bilis, ¡estaba fabricando amarillo! El amarillo, color de los envidiosos, de los avaros, de los hipócritas, de los mentirosos y de los traidores. La enfermedad del cuerpo y la enfermedad del alma se aúnan en ese color. Judas aparece siempre vestido de amarillo. Transmitió su color simbólico al conjunto de comunidades judías en la sociedad medieval. Los judíos fueron perseguidos, relegados a barrios aislados, el ghetto, en Roma. Los concilios se pronunciaron contra el matrimonio entre cristianos y judíos, y se exigió que los judíos llevaran un signo distintivo, una estrella que se convertiría en la siniestra estrella amarilla impuesta por los nazis, que adoptaron esa idea de los símbolos medievales.