– ¡Iphiiiigénie! -gritó Joséphine.
– Señora Cortès… ¡No se mueva! ¡Quizás sea una aparición!
– ¡Que no, Iphigénie! Es un… ¡cadáver!
Miraban fijamente el brazo que sobresalía y parecía pedir ayuda.
– ¡Deberíamos avisar a la policía! Usted quédese aquí, yo voy a la portería…
– ¡No! -dijo Joséphine tiritando-. Yo voy con usted…
Du Guesclin continuaba tirando de la moqueta y, con las fauces llenas de espuma y de baba, terminó descubriendo un rostro pálido, amoratado, oculto bajo un pelo apelmazado, casi pegajoso.
– ¡La Bassonnière! -exclamó Iphigénie mientras Joséphine se apoyaba en la pared para no caerse-. La han…
Se miraron, espantadas, incapaces de moverse, como si la muerta les ordenase permanecer a su lado.
– ¿Asesinado? -dijo Joséphine.
– Tiene toda la pinta.
Permanecieron inmóviles, mirando fijamente el rostro descompuesto y desencajado del cadáver. Iphigénie se recuperó la primera y soltó su trompeteo.
– En todo caso, ¡sigue teniendo esa expresión tan poco amable! No se puede decir que esté sonriendo a los ángeles…
La policía se presentó rápidamente. Dos agentes uniformados y la capitán Gallois. Estableció un perímetro de seguridad, colocó cinta amarilla alrededor del cuarto de la basura. Se acercó al cuerpo, se agachó, lo observó con detalle y comentó en voz alta, articulando cada sílaba con la precisión de una alumna que recita la lección. «Se constata que ha comenzado el proceso de putrefacción, el asesinato debe de haber ocurrido hace unas cuarenta y ocho horas», había levantado el camisón de la señorita de Bassonnière y sus dedos rozaron una mancha negra sobre el vientre. «Mancha abdominal… provocada por los gases liberados bajo la dermis. La piel se ennegrece, pero permanece blanda, ligeramente hinchada, el cuerpo amarillea. Ha debido de morir a última hora del viernes o durante la madrugada del sábado», concluyó volviendo a bajar el camisón. Después vio moscas alrededor del cuerpo y las alejó con un gesto suave. Llamó al fiscal y al médico forense.
Permanecía imperturbable, los labios cerrados, considerando el cuerpo que yacía a sus pies. Ni un músculo de su rostro revelaba el horror, el asco o la sorpresa. Después se volvió hacia Joséphine e Iphigénie y les interrogó.
Ellas relataron cómo habían descubierto el cuerpo. La fiesta en la portería, la ausencia de la señorita de Bassonnière «que no tenía nada de extraño, todo el mundo la detestaba en el edificio», Iphigénie no pudo evitar hablar de la basura, del papel de Du Guesclin.
– ¿Tiene usted ese perro desde hace mucho tiempo? -preguntó la capitán.
– Lo recogí en la calle ayer por la mañana.
Se arrepintió de haber dicho «recogí», quiso corregir la palabra, balbuceó y se sintió culpable. No le gustaba la forma en la que la capitán se dirigía a ella. Adivinaba por su parte una sorda animosidad que no entendía. Dirigió la mirada hacia un broche oculto bajo el cuello de su blusa, que representaba un corazón atravesado por una flecha.
– ¿Tiene usted alguna observación que hacer? -preguntó la capitán con rudeza.
– No. Estaba mirando su broche y…
– No haga comentarios personales.
Joséphine se dijo que a esa mujer le gustaría ponerle unas esposas en las muñecas.
Llegó el médico forense, seguido de un fotógrafo del juzgado. Tomó la temperatura corporal, 31.° declaró, constató heridas externas, midió los cortes de las puñaladas y pidió una autopsia. Después habló con la capitán. Joséphine sorprendió fragmentos de la conversación, «¿arañazos en los zapatos? ¿Resistencia? ¿Sorprendida por el agresor? ¿El cuerpo ha sido trasladado o ha sido asesinada aquí?». El fotógrafo judicial, arrodillado a los pies de la víctima, tomaba fotos desde todos los ángulos.
– Habrá que interrogar al vecindario -murmuró la capitán.
– El crimen, porque probablemente se trata de una agresión, ha tenido lugar la noche del viernes al sábado… a la hora en la que la gente de bien duerme.
– El edificio tiene portero automático con código. No se puede entrar como Pedro por su casa -señaló la capitán.
– Ya sabe usted que los códigos… -Hizo un gesto evasivo-. ¡Son para tranquilizar a los ingenuos! ¡Desgraciadamente cualquiera puede entrar!
– Evidentemente… sería más simple sospechar que el culpable vive en el edificio.
El médico forense soltó un largo suspiro de impotencia, y declaró que lo ideal sería que el asesino se paseara con un cartel en la espalda. El capitán no pareció apreciar su comentario y volvió al cuarto de la basura.
Después se produjo la llegada del fiscal. Un hombre seco, con el cabello rubio cortado a cepillo. Se presentó. Estrechó la mano de sus colegas, escuchó las conclusiones de unos y otros. Se inclinó sobre el cuerpo. Conversó con el médico forense y pidió una autopsia.
– Tamaño de la hoja, fuerza de los golpes, profundidad de los cortes, marcas de hematomas, estrangulamiento…
Enumeraba los diversos puntos a estudiar sin vehemencia ni precipitación, con la minuciosidad del hombre acostumbrado a ese tipo de escenarios…
– ¿Se ha fijado usted en si la goma de la moqueta era blanda o dura? ¿Si había dejado marcas en el cuerpo o contenía huellas digitales?
El forense respondió que la goma era blanda y ligera.
– ¿Huellas dactilares?
– En la goma no. En cuanto al cuerpo, es demasiado pronto…
– ¿Huellas de pisadas en el cuarto?
– El agresor debía de llevar suelas lisas, o se había envuelto los pies en bolsas de plástico. Ninguna marca, ninguna huella…
– ¿Ninguna huella dactilar, está usted seguro?
– No… ¿Quizás llevaba guantes de goma?
– Envíeme las fotos en cuanto las tenga -concluyó el fiscal-. Vamos a empezar a interrogar al vecindario… y a realizar una investigación completa sobre la víctima. Si tenía enemigos, problemas sentimentales…
– ¿Le has visto la jeta?-bromeó uno de los dos policías de uniforme al oído de su compañero-. ¡Se te quitan las ganas de golpe!
– Si había sido agredida anteriormente, si estaba fichada… En fin, ¡la rutina!
Hizo una señal a la capitán para que se acercara, y se retiraron a un rincón del patio. La mirada del fiscal fue a posarse sobre Joséphine. La capitán debía de estar diciéndole que había sido agredida seis meses antes, y que había esperado casi una semana antes de presentarse en la comisaría a denunciarlo.
– La brigada criminal será la que se encargue del caso -dijo el fiscal-. Pero proceda con la investigación, realice los primeros interrogatorios, la Criminal tomará el caso después… Voy a hablar con el juez de instrucción.
La capitán asintió con expresión severa.
– Seguramente habrá que interrogarla de nuevo -añadió el fiscal manteniendo los ojos fijos en Joséphine.
¿Por qué me miran así? ¡No pensarán que he sido yo o que soy cómplice! Se sintió invadida de nuevo por un terrible sentimiento de culpabilidad. ¡Pero si no he hecho nada! Sintió ganas de gritar ante los ojos fijos del fiscal.
La presencia de coches de la policía ante el edificio había atraído a los vecinos, que intentaban ver el cuerpo dándose codazos y repitiendo: «¡Es increíble!, ¡es increíble! ¡No somos nada, en realidad!». Un anciano, con la cara empolvada de blanco, aseguraba que la había conocido cuando era una niña, una mujer acribillada a Botox gruñó que no la echaría de menos, «¡vieja pelleja!», y una tercera preguntaba: «¿Está usted seguro de que está muerta?». «Como lo estoy de que está usted viva», contestó Pinarelli hijo. Joséphine pensó en Zoé y preguntó si podía subir a su casa.
– ¡Antes de que la haya interrogado, no! -le advirtió la capitán.
Empezaron por Iphigénie, después le tocó a ella. Describió la reunión de copropietarios del viernes, las escaramuzas con los señores Merson, Lefloc-Pignel y Van den Brock. La capitán tomaba notas. Joséphine añadió lo que le había dicho el señor Merson, sobre las dos agresiones de las que la señorita de Bassonnière había sido víctima. Precisó que ella no había asistido a esas escenas. Vio a la capitán anotar «preguntar al señor Merson» en su cuaderno.