– ¿Puedo subir? Mi hija me espera en casa…
La capitán la dejó marchar, no sin antes haberle preguntado en qué parte del edificio y en qué piso vivía, y ordenarle pasar por la comisaría para firmar su declaración.
– ¡Ah! Se me olvidaba -dijo la capitán alzando la voz-: ¿dónde estaba usted el viernes por la noche?
– En mi casa… ¿Por qué?
– Soy yo la que hace las preguntas.
– Volví de la reunión de copropietarios con el señor Lefloc-Pignel sobre las nueve y me quedé en casa.
– ¿Su hija estaba con usted?
– No. Estaba en el trastero, con otros jóvenes del edificio. En el trastero de Paul Merson. Debió de subir sobre las doce.
– Sobre las doce, dice usted… ¿No está usted segura?
– No miré la hora.
– ¿No recuerda usted una película que hubiese visto en la tele o un programa de radio? -dijo la capitán.
– No… ¿Eso es todo? -preguntó Joséphine.
– ¡Por el momento!
Decididamente hay algo en mí que no soporta, se dijo Joséphine mientras esperaba el ascensor.
Zoé no había vuelto e Iris yacía tumbada sobre el sofá, delante de la tele, el teléfono agarrado entre la oreja y el hombro. En la pantalla, Céline Dion, con voz nasal, abría su corazón a Michel Drucker.
Ese domingo 24 de mayo, al volver del cine, Gaétan y Zoé se separaron en la esquina de la manzana, ante el edificio. «¡Mi padre me mataría si nos viese juntos! Entra tú por delante, yo por detrás». Se besaron una última vez, se apartaron de mala gana y se alejaron caminando hacia atrás, para seguir viéndose el mayor tiempo posible.
Soy feliz, ¡tan feliz!, se asombraba Zoé caminando de lado sobre el césped del parterre, aspirando, contenta, la tierra blanda y olorosa. Todo es hermoso, todo huele bien. No hay nada mejor que el amor.
Me ha pasado algo muy extraño, hace un rato, delante del cine…
Estaba esperando a Gaétan, llevaba su jersey en mi bolso y lo saqué, lo cogí con las dos manos y el olor me vino de golpe. Su olor. Todos tenemos un olor. No se sabe de dónde viene, no se sabe cómo definirlo, pero lo reconocemos. El suyo todavía no sabía cómo era, no lo había pensado hasta entonces. Y cuando respiré el olor de su jersey, me sentí invadida de felicidad. Lo volví a meter rápidamente en el bolso, para que el aroma no se evaporase. Parece tonto, pero me dije que el amor es sentir cómo se infla el corazón al respirar un jersey viejo. Y eso da ganas de saltar y de besar a todo el mundo. Las cosas bonitas se hacen más bonitas ¡y las cosas feas te dan igual! ¡Me da completamente igual que mamá haya besado a Philippe! Al fin y al cabo, quizás esté enamorada, quizás tenga, también, el corazón inflado como un globo.
Ya no estoy enfadada porque ¡ESTOY ENAMORADA! Tengo la impresión de que la vida va a ser un largo camino luminoso de risas y besos, oliendo jerséis y haciendo proyectos. Tendremos un montón de hijos y les dejaremos hacer todo lo que quieran. No como el padre de Gaétan. Es raro. Les prohíbe invitar a amigos a su casa. Les prohíbe hablar en la mesa: deben levantar la mano y esperar a que se les conceda la palabra. Les prohíbe ver la televisión. Escuchar la radio. A veces, por la noche, quiere que todo sea blanco: la ropa, la comida, el mantel y las servilletas, el pijama de los niños. Otras, que todo sea verde. Comen espinacas y brécol, lasaña verde y kiwis. Su madre se rasca los brazos de desesperación. Se pasan el tiempo temiendo que su madre haga alguna tontería, que se abra las venas con un cuchillo o que salte por la ventana. Y no me lo ha contado todo… Hay palabras que están a punto de salir de su boca y se las traga. Gaétan ha llegado a un acuerdo con Domitille: ella no dice nada sobre nosotros y él se calla lo otro…, no me ha explicado del todo qué es lo otro, pero seguro que debe de ser algo sucio, porque Domitille es una chica realmente malsana. ¡Y ese tráfico que se monta con los chicos del colegio! ¡Habría que verla! Se mete con ellos en los lavabos y sale con las mejillas rojas y el cabello revuelto. Debe de dar besos con lengua o algo así. Ella y su amiga Inés se las dan de rompedoras y sexys. Se pasan notitas dobladas en cuatro, billetes de cinco euros, hacen cruces en el margen de sus cuadernos y juegan a ver quién tiene más cruces. Y más pasta.
¡Menuda familia extraña! Todas las familias son extrañas. Incluso la mía. Un papá que no se sabe dónde está y una mamá que besa a su cuñado en la cocina en Nochebuena. Incluso los que parecen superserios derrapan. A la señora Merson le hacen pis encima y al señor Merson le hace gracia. El señor Van den Brock se me pega cuando se cruza conmigo, nunca cojo el ascensor con él, y la señora Van den Brock es tan bizca que parece que tiene un solo ojo en la frente.
Había tres coches de policía aparcados delante del edificio y Zoé creyó que se iba a morir. Le ha pasado algo a mamá. Se puso a correr y a correr y llegó hasta el portal. Lo abrió y se precipitó por la escalera, sin tiempo para coger el ascensor, mamá se está muriendo y yo no le he confesado nada de lo que pensaba, ¡se va a marchar sin aclarar el malentendido, sin saber que la quiero por encima de todo!
Se paró en seco. La gente se agrupaba en el patio. Y creyó morir por segunda vez: se ha tirado por la ventana. Estaba demasiado apenada porque no se lo contaba todo, con detalle. Es adicta a los detalles, mamá. Una palabra mal dicha y los ojos se le llenan de lágrimas. ¡Ay! No le esconderé nunca nada más, nunca volveré a intentar darle pena, prometo explicárselo todo si aparece en el patio y no está muerta.
Vio, de espaldas, al señor Lefloc-Pignel que estaba hablando con un señor rubio, con el pelo cortado a cepillo. También estaba el señor Van den Brock, que hablaba con una señora de la policía, una morena bajita de rostro severo, y el señor Merson, inclinado sobre la oreja de Iphigénie.
– ¿Y cuándo la han encontrado? -preguntaba el señor Merson.
– ¡Pero si ya se lo he dicho dos veces! ¡No me está escuchando! ¡Fuimos la señora Cortès y yo las que la encontramos completamente enrollada en la moqueta! Bueno, fue más bien el perro… Empezó a gruñir…
– ¿Y tienen alguna idea de quién ha podido hacerlo?
– ¡Yo no trabajo en la policía! ¡No tiene más que preguntárselo a ellos!
Zoé respiró aliviada. Mamá no estaba muerta. Buscó a Gaétan con la mirada. No lo vio. Ha debido de escabullirse y subir a su casa.
Subió las escaleras de cuatro en cuatro, abrió de golpe la puerta de entrada, pasó delante del salón donde Iris estaba al teléfono y corrió hasta la habitación de su madre.
– ¡Mamá! ¡Estás viva!
Se precipitó contra su madre, frotándose la nariz contra su pecho, en busca de su olor.
– ¡He pasado tanto miedo! ¡Creí que la policía estaba aquí por ti!
– ¿Por mí? -susurró Joséphine acunándola contra su pecho.
Y el dulce refugio de los brazos de su madre rompió los últimos diques de Zoé. Se lo contó todo. El beso de Philippe, las cartas de su padre, Hortense afirmando que su padre había muerto entre las fauces de un cocodrilo, el sufrimiento que le invadía y la cólera que se mezclaba con su pena.
– ¡Estaba completamente sola para defenderle! ¡Sigue siendo mi papá!
Joséphine, el mentón apoyado en el pelo de su hija, la escuchaba cerrando los ojos de felicidad.
– Y yo ¡no puedo pasar página! ¡Y ya no sabía qué hacer contra vosotras dos que habíais pasado página! Entonces me enfadé contigo y dejé de hablarte. Y esta noche, al ver los coches de policía, creí que ya no aguantabas más que no te hablase. Me daba perfecta cuenta de que esperabas que yo te diese explicaciones pero no podía, no podía, no conseguía sacarlo, estaba como bloqueada…