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Trabajamos sin parar por semanas. Apenas podía estar sentada. Tenía los pies a la miseria y ya empezaban a asomar las primeras várices como lombrices verdes, trepándome por las piernas. Me avergonzaba que Mario las viera y usaba unas faldas casi hasta el piso. Jamás gasté tanto desodorante y perfume. Yo sabía que mi transpiración tenía el olor de la comida, así que intentaba cubrir aquello como podía y me sometía a la complicada operación de la ducha tres o cuatro veces por día. Mi higiene se volvió una cuestión obsesiva. Si no podía ser atractiva, por lo menos quería parecer limpia. Después de cada baño, me paraba desnuda frente a un enorme ventilador para secar aquellas partes a las que no llegaba con la toalla. Me rociaba con un polvo parecido a la harina y sobre esto me ponía la ropa. También estaba el problema de los hongos. Los combatía con medicamentos y un té de yuyos que Felicia me había enseñado a preparar. Los de los pies eran los peores porque no llegaba a ellos con facilidad. Entonces, rociaba el piso del baño con un producto, caminaba sobre él hasta impregnarme bien y me tiraba en la cama a esperar que se secara. No sé si Mario imaginó alguna vez el sacrificio que hacía para estar apenas presentable junto a él. Llegaba al taller agotada, pero feliz. Eso sí lo notó porque me lo dijo un día, que me veía contenta y que de buen humor era más linda. Fue mi primer piropo y me lo llevé atesorado en el pensamiento, repitiéndolo cada tanto por miedo a olvidarlo.

Mario se me declaró así nomás, sin aviso, mientras revisábamos unas telas que acababan de llegar. Casi me ahogo. Tosí como si se me hubieran atragantado las palabras. Tosí tanto que tuvo que golpearme la espalda y soplarme en plena cara. Lo miré con odio.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– ¿Cómo pensás…?

– Sí, me estás tomando el pelo -insistí.

Me tomó las manos, pero las retiré bruscamente.

– ¿Por qué no me creés?

– Porque no te creo. No entiendo por qué me haces esto.

– Te juro que es verdad, Maciel, desde hace tiempo, es verdad.

Lo miré con un dolor venido desde las entrañas, un sentimiento que no supe explicar, el dolor de sentirme inferior, inmerecedora de cualquier afecto. Necesitaba tanto de aquel amor que me lastimaba. Mario me miraba sin comprender que mi dolor era de toda la vida.

– Lamento mucho que no me creas -se puso el saco y salió con una tristeza que me hizo dudar.

Hubiera querido correr detrás de él como tantas veces vi en las películas, pero siempre se trataba de muchachitas hermosas, delgadas, que se lanzaban a los brazos de su amante y remataban la escena con un beso. Yo no podía hacer nada de aquello. Quedé aturdida, preguntándome si realmente había sucedido, si había escuchado la declaración o la había inventado en sueños. Me pregunté si no estaría alucinando, si tanto trabajo no me habría vuelto loca. Pero no. Entonces, cuando acepté la realidad, empecé el lento y trabajoso proceso de destruir cualquier ilusión. Era la mejor forma de protegerme.

El trabajo estuvo listo dentro de los plazos estipulados. Quedó perfecto. Nos invitaron a la inauguración del hotel pero, por supuesto, yo rechacé cortésmente la invitación.

– Entonces, no vas -me dijo Mario el viernes por la noche mientras se ataba los cordones.

– No, estoy molida.

– Mentira.

– ¡¿Cómo?!

– Que es mentira, que te da vergüenza que te vean…

No tuve valor para mirarlo.

– ¿Hasta cuándo pensás seguir así, Maciel?

– Asunto mío.

– No, también es mío.

– ¿Vas a volver con esa estupidez?

Pareció ofendido. Dio un par de pasos hacia mí y estrelló la boca contra la mía en un beso brutal, doloroso, como una bofetada. No supe responder. Todas mis lecciones amorosas venían de la pobre escuela de la televisión. Me quedé dura, con mi enorme cuerpo temblando ante la presión de aquella boca que parecía querer lastimarme. Entonces me abrazó, me abrazó con una ternura suprema, una delicadeza que sólo el amor podía dar y yo aflojé el cuerpo, entreabrí los labios y dejé que aquel beso seco creciera en la tibia humedad de nuestras bocas.

IX

Después de lo de Pedro, me consagré al estudio como si el mundo empezara y acabara en aquellos libros. Felipe estaba conmovido. Nunca hablábamos de su trabajo. Solamente sabía que había unos muchachos, los muchachos, pero eso era todo. Un día se sintió mal y no fue a trabajar. Era la primera vez en años. Le mandaron médico certificador. No tuvo más que examinarlo unos segundos para ver que no estaba bien.

– Le doy una semana libre -me explicó- porque con el trabajo de su hermano…, pero habitualmente en tres días están de vuelta.

Hubiera querido preguntarle a qué se refería cuando puso cara de terror al hablar del trabajo de Felipe, pero me detuvo la certeza de que hubiera resultado ridícula mi ignorancia. Cuidé a mi hermano entre libros mientras preparaba el último examen. Por primera vez en veintitantos años estaba a cargo de una casa y de una persona. Por primera vez no tenía a nadie que se ocupara de mí. Me apabulló un poco esta circunstancia, pero salí adelante bastante bien.

Felipe se recuperó en pocos días. Intentó levantarse, pero no lo dejé.

– El doctor dijo una semana.

– No puedo quedarme tanto, nena. Hay que traer plata.

– Dijo que con tu trabajo…

Pareció incomodarlo mi observación. Volvió a incorporarse en la cama y sacó las piernas de entre las sábanas.

– ¿Qué trabajo, Felipe?

– Trabajo.

– Sí, pero qué…

– ¿Te falta algo? No, ¿verdad? Bueno, acordate de lo que me prometiste, nada de preguntas.

– ¿Vos no andarás metido en cosas raras?

– Sí, en una mafia que te manda médico cuando te enfermás. Dejate de pavadas, Airam.

– Yo quiero colaborar.

– ¿Vos? ¿Y cómo? Mirá, mejor concentrate en los libros, que para eso me rompo todo. Dejame el trabajo a mí y recibite de una vez.

Fui hasta mi cama y saqué de abajo una caja de zapatos. Felipe me seguía con curiosidad.

– ¿Ves? -le dije y se la abrí frente a la cara.

– ¿Y eso?

Eran unos adornos hechos con flores secas, de las que guardaba entre las páginas de mis libros.

– Están preciosos. ¿Los hiciste vos?

– ¿Se podrán vender?

– Pero están preciosos -insistió.

– Bueno…

– No los necesitamos, nena. Con lo mío alcanza.

– ¿Y qué es lo tuyo?

– ¿Otra vez?

– Está bien, si no querés no me cuentes, pero decime, esto ¿tendrá salida?

Tomó los adornos con sumo cuidado y los examinó de un lado y de otro.

– Y sí, como poder, se puede.

– Vendelos. Estoy haciendo más.

– Pero lo que saque es para vos, ¿está claro?

Los adornos funcionaron mejor de lo que pensábamos. Yo ignoraba qué hacía Felipe con ellos; se los entregaba y él volvía por la tarde con el dinero y me lo daba moneda sobre moneda. Me gustó la sensación de producir y comencé a valorar las cosas de otro modo. Mientras tanto, preparaba aquel examen que iba a abrirme las puertas hacia otra vida. El recuerdo de Pedro seguía doliéndome, pero cada vez menos. Me daba cierto orgullo haber tenido el valor de dejarlo queriéndolo tanto. Traté de olvidar ocupando su espacio con otros hombres. Durante aquellos meses, salí bastante. Aceptaba cualquier invitación, ante el pavor de Felipe, que no dejaba de repetir que me cuidara. En lo único que me fijaba era en que tuviera auto. Después, poco me importaba si era joven o viejo, atractivo o un gorila de circo. El auto parecía asegurar que, por lo menos, no me haría pagar la cena. Así anduve durante un tiempo en el que no fui feliz. Lo de Pedro había sido fuerte y no se borraba así nomás con las cursilerías habituales de los tipos con los que salía. Aceptaba flores, chocolates, incluso alguna alhajita que nunca usé. Íbamos a bailar, a cenar, al cine, me acostaba con ellos sin la menor emoción, solamente porque era parte del itinerario, nada más. Durante todo ese tiempo, lo sé, anduve en busca de un sustituto de Pedro. Cuando me resigné a que ese hombre no existía, decidí encontrar un tipo que me sacara definitivamente de pobre. Creo que ésa fue la etapa más lamentable de mi vida.