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– Se parece a vos -me dijo en voz bajita.

Fue la última vez que hablamos de papá.

***

Me recibí. Tomó algo más de tiempo, pero me recibí. Perdí el último examen cuatro veces. La primera fue al día siguiente que hablamos con Felipe. Quedé extenuada. De un soplido desapareció de mi mente todo el conocimiento acumulado durante noches y noches en vela. Cuando me presenté frente a la mesa examinadora, ya sabía lo que iba a pasar. Conocía bien eso. Incluso hice movimientos instintivos con el brazo buscando la mano de mamá o sus faldas a las que aferrarme como cuando me llevó con la bruja. Tuve varios impulsos de salir corriendo mientras esperaba en el pasillo que me llamaran. Me contuvo la charla de unas compañeras que habían ido para darme aliento. Y Felipe, por supuesto. Llevaba su único traje. Le expliqué que no valía la pena, pero se empeñó en ponérselo. Estaba de pie, apoyado contra una de las columnas que dan a los patios interiores. Cada tanto me miraba y se comía las uñas. No sé por qué no se lo presenté a mis compañeras.

Salí del aula en trance. No había podido responder cuando me preguntaron el nombre. No hubo necesidad de más. Me dijeron que me tomara unos minutos para tranquilizarme antes de un segundo llamado. Yo no los veía.

No sé cómo eran sus caras. Apenas oía sus voces. Salí, pero sin la menor intención de volver. Las muchachas intuyeron que algo andaba muy mal, pero Felipe, que poco sabía de estas cosas, creyó que el examen estaba terminado y no pudo contener la curiosidad. Se acercó con sigilo y me abrazó. Yo estaba rígida, como de piedra. Ni siquiera lloraba. Las otras habrán pensado que era un novio. Supongo que se habrán dado cuenta de que Felipe no entendía lo que pasaba.

– No anduvo -le dijo una por pura piedad.

Volvimos a casa a cual de los dos más triste. Sólo un par de días después me puse a estudiar para un segundo intento. Fracasé otras tres veces. Siempre parecido. Solamente cambió la barra de aliento, que terminó por reducirse a mi hermano, con su traje planchado para la ocasión. Las otras me dijeron que no iban por cábala. Me lo dijeron después de la segunda vez. No me ofendí, incluso cuando pensé que más que cábala era aburrimiento. Solamente el amor es inmune a esto. Con Felipe, me alcanzaba.

Estuvimos más de un año en ese trajín absurdo. Es curioso, pero ni una vez pensé en abandonar. Algún resquicio de voluntad mi hacía sentir que era una pena tirar por la borda tanto esfuerzo. Quizás era el amor de mi hermano, o la sensación íntima de que le estaba debiendo una alegría. La quinta vez fue como todas. Salimos de casa con las mismas esperanzas casi marchitas. No sé cuál fue el cambio, pero pude contestar mi nombre, vi las caras de los examinadores y, a partir de esa primera sensación, me nació una confianza indomable. Tenía aquel examen tan preparado que hubiera podido recitar de memoria páginas enteras de los libros. Aprobé en diez minutos. Estarían tan asombrados como yo; además, era la oportunidad de sacarse de encima a esa loca que persistía en volver cada tanto a pararse frente a ellos sin producir ni una palabra. Me felicitaron con verdadera alegría. Incluso entre ellos se felicitaban.

Yo no me di cuenta de la magnitud de aquello hasta que salí y vi a Felipe, siempre contra la columna, siempre con su traje gris. No necesité hablar. Mis ojos hablaron. Se puso como loco. Gritaba, daba saltos y venía a abrazarme para separarse al instante y tomarse la cabeza con las manos, mirando hacia arriba, agradeciendo, sin duda. En vano fueron mis señas para calmarlo. La felicidad lo desbordaba. Se llenó de curiosos. No era frecuente un espectáculo así en un lugar tan almidonado. Los profesores salieron llamados por el escándalo que metía Felipe. Sentí un poco de vergüenza, pero pudo más la satisfacción de haberle regalado ese momento a mi hermano. Creo que ese día maduré de golpe; crecí unos cuantos años. Empezaba a hacerme cargo de mi vida.

XII

Mario puso el grito en el cielo cuando nos devolvieron aquel escritorio con agujeros de polilla. Perdimos a uno de nuestros mejores clientes, un hombre que se dedicaba a comprar cosas viejas y restaurarlas antes de ponerlas a la venta. Compraba mucho y pagaba bien.

– Mala suerte -le dije. Mario me miró con ojos de fuego. Cuidaba el negocio con más ardor que yo. Sobre todo cuidaba el buen nombre y lo enfurecía mi apatía.

– ¡Mala suerte! -gritó como si fuera el patrón y yo una humilde empleada en busca de una justificación-.¡Mala suerte! ¡Esto no nos puede pasar!

Jazmín quiso ganarse un punto acotando que el producto que usábamos para hacer el tratamiento antipolillas quizá estuviera vencido, pero mis ojos casi se la comen y tuvo el chispazo de inteligencia justo como para no volver a abrir la boca. Mario anduvo el día entero hecho una fiera. Cada tanto metía el dedo en los agujeros, como si quisiera encontrar a la condenada polilla para martirizarla a gusto.

A eso de las seis vino una de las amigas de Dolores a elegir tela para una pequeña banqueta. La recibí como siempre, sin ocultar que me desagradaba, escudada en mi buen apellido, que me daba credencial para tratar así a esas señoras. No sé si se daban cuenta de mi desprecio, y si se daban cuenta, no les importaba. Revolvió catálogos y muestras por más de una hora, como si estuviera eligiendo la tela de su mortaja, una tela que siempre he creído merece más consideración de la que recibe. Hace tiempo elegí la mía y guardé la pieza en mi habitación para cuando me decida confeccionarla. Es una tela gruesa, resistente pero suave al tacto. No sé por qué, pero me inspira una cierta paz pensar que voy a de cansar envuelta en ella. En fin, que la mujer no encontró lo que buscaba y la mandamos al depósito a ver el resto de las muestras. Ya salía cuando se topó con el escritorio. La observé por el rabillo. Lo acarició como si se tratara de una piel fina, metió los dedos en los agujeros y lo olió.

– ¿Qué es? -preguntó con aire desinteresado.

Mario la miró avergonzado. Bajó la cabeza y la movió de lado a lado.

– Polilla -contestó, como si estuviera confesando un crimen.

– ¿Polilla?

– Sí -respondió él-. No sabemos cómo pasó. Nuestros muebles están tratados. Es la primera vez.

Para nuestra sorpresa, la mujer siguió acariciando el escritorio, controló que no faltara ninguna pieza y buscó la firma que acreditaba que era un auténtico Maciel.

– ¿Y está a la venta?

– No, no -se apresuró Mario-. Esto se va directamente al depósito a ver quién se hace responsable. Es la primera vez -insistió.

– ¿Pero cuánto cuesta?

– No, pero es que no se vende. Está apolillado. ¿Ve? Tiene agujeros.

– Pero, si lo quisiera llevar, ¿cuánto?

Yo estaba más empapada que Mario en ciertos grados de estupidez social. En un instante de iluminación imaginé a Dolores encantada con alguna excentricidad por la que pagaría una fortuna. Produje la mejor sonrisa que mi desdén permitió y saqué a Mario de un juego cuyas reglas no podía entender.

– ¿Cuánto pagarías?

– No sé, decime vos, Maciel.

Le dije el precio que había pagado el antiguo dueño por el mueble en buen estado. La mujer regateó un poco y finalmente aceptó. Cuando salió, le di el cheque a Jazmín.

– Depositalo -dije con una displicencia fingida.

Mario me miró divertido y los dos soltamos una carcajada que rompió por unos instantes la tirantez con la que nos tratábamos.

– Ahora hay que esperar.