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El contacto con la sensualidad me hacía perder conciencia de tiempo y espacio. Varias veces me encontraron extasiada dentro de mis fantasías, sobre la alfombra, horas después de que la señora se hubiera marchado. Entonces mamá me zarandeaba hasta hacerme volver de mi ensueño y me daba de cara contra nuestra pobreza recordándome de dónde veníamos y cuáles eran nuestras expectativas. Esa perfecta asunción de la miseria como un sello puesto en la frente fue lo primero que me despertó la rebeldía. Pero eso, aunque comenzó a gestarse mis primeros años, estalló como un volcán cuando la adolescencia me hizo crecer ilusiones que no me resignaba a abandonar.

Los Pereira tenían gemelas, Viola y Maciel, que nunca pudieron divertirse cambiando de identidad, porque una era flaca y la otra sufría un grave sobrepeso. Según mamá, no tuvieron mayor problema en adoptarme, aunque sospecho que quizás esta pronta aceptación se debiera más a su hastío de tanta muñeca nueva que a un súbito arranque de afecto maternal. Lo cierto es que crecí con ellas, usando la ropa que desechaban, los libros que nunca les gustaron y que iban a parar directamente a mi dormitorio apenas los recibían, los juguetes despreciados incluso antes de salir de su caja.

Los libros llenaron todos mis espacios, al punto tal que comía leyendo y abría la ducha para fingir un baño que nunca me daba, mientras me sentaba sobre la tapa del inodoro para terminar algún capítulo. Soñaba con princesas raptadas y viajes al centro de la Tierra, andaba por la casa como una sonámbula buscando un rincón silencioso para perderme en cualquier historia. Siempre he amado los libros. Aun antes de aprender a leer, me gustaba tocarlos, aspirar su aroma de papeles, tintas y cueros que me evocaba lugares remotos. Ese particular perfume me sirve de consuelo hasta el día de hoy; tanto es así que corro a refugiarme en sus páginas, literalmente en ellas, cada vez que me abate alguna pena; en cualquier lugar donde esté. Debe de ser todo un espectáculo para quien no me conoce verme hundir la cara en ellos, refregar la nariz, inhalar como si se tratara de una droga o algo parecido. Una vez que un libro llega a mis manos, queda soldado para siempre a mi existencia. Cada uno lleva una huella que únicamente yo comprendo y nunca los abandono sin mi nombre escrito en la segunda página y la última, anotaciones al margen, líneas o párrafos enteros subrayados y un escándalo flores secas. Cuando los abro después de años y encuentro allí las flores intactas, me viene un soplo de misticismo y percibo algo parecido a la inmortalidad. Entonces caigo en cuenta de que tengo un miedo espantoso a muerte y de que los libros, que me sobrevivirán, no son más que mis amarras a este mundo.

La cuestión de hablar dormida empezó allá por los cuatro años. Lo curioso es que al otro día amanezco con una extraña sensación de no haber descansado, como una comezón de la memoria. En general, me levanto agotada, incluso mucho más de lo que estaba antes de acostarme. Me cuesta un triunfo salirme de ese estado de sopor, arrancarme de cuajo de un lugar al que no puedo acceder durante el día. He llegado a pensar que quizás allí sea feliz, que encuentre mi verdadero yo sin trampas a la conciencia, un lugar donde me manifieste con todo esplendor y la miseria. Si así fuera, despertar supondría que la mitad de mi ser ha quedado en parte.

Mamá, Felipe y yo compartimos habitación por muchos años. Es gracias a sus relatos, a veces teñidos por el mareo de su propia ensoñación, que yo tengo registro de mis andanzas nocturnas. La primera vez, cuentan, fue en voz baja y no entendieron de qué iba mi discurso. Mamá se asustó tanto que despertó a la cocinera, quien sugirió que me habían hecho mal de ojo y que había que sacarme el gualicho sin pérdida de tiempo o corría el riesgo de no poder dormir nunca más. El jueves siguiente mamá me llevó a una bruja. La memoria es un filtro bastante parecido a una tela en blanco sobre la que van cayendo colores que se mezclan y crean matices, incluso colores nuevos. Entre los recuerdos que guardo de mi infancia, aquella visita me viene con gran nitidez.

Atravesamos un jardín en ruinas y una mujer joven nos recibió junto a la puerta detrás de una cortina de cintas plásticas. Mamá no tenía experiencia en esos asuntos, así que se quedó inmóvil tomada de mi mano pequeña que le trituraba la suya. La muchacha preguntó quién nos mandaba, a qué veníamos y si sabíamos que la Madre, como llamaba a la bruja, solamente atendía si estaba en vena. Mamá respondió las dos primeras preguntas y dijo tímidamente que no entendía el asunto de las venas, si tenía que ver con cosas raras, de sangre o de andar destripando bichos, porque de ser así nos dábamos la vuelta. La muchacha soltó la carcajada de lo más desagradable y nos hizo pasar. Mi miedo se volvió inmenso porque noté que mamá estaba asustada. Le apretaba el brazo y me escondía detrás de su cuerpo, pero podía sentir su leve temblor y el olorcito dulce de su transpiración.

Permanecimos en la sala de espera un tiempo que para mí fue eterno y que solamente logré hacer llevadero por la curiosidad. Era un lugar pequeño, con las paredes pintadas de un azul eléctrico que cansaba la vista y hacía nacer la sensación de que en cualquier momento aquello podía venirse encima. Por todos lados había clavadas unas flores plásticas de colores estridentes. Un cuadro enorme de San Jorge ocupaba la pared opuesta a la puerta. También había una estatua de Jesús con un corazón en la mano y otra del diablo con cuernos y triste. Las estatuas eran casi tan altas como mi madre y me produjeron la primera sensación de pánico que recuerdo. No estaba muy segura de que aquellas moles no pudieran cobrar vida y despachurrarnos sin preámbulo. Debe de ser a partir de aquella experiencia que me quedó esta aversión por las santerías y la imposibilidad de rezar, a pesar de los intentos de mi madre por convertirme en una mujer devota. También el pánico me vuelve cada tanto, aunque estoy aprendiendo a controlarlo; pero cuando sucede me viene a la memoria aquella mañana y puedo oler el sudor de mi madre muerta de miedo.

De la habitación contigua venía el sonido de voces en susurro y un golpeteo rítmico de algo que después supe eran unas piedrecitas que la bruja usaba para curar el mal de amores. La mujer joven apareció con una canasta y dijo a mamá que depositara allí el dinero que, por supuesto, no fue suficiente. Entonces, consultó y volvió unos segundos después para decir que si quedábamos satisfechas tendríamos que colaborar con algo más.

Al cabo de un buen rato salió de la habitación un hombre de traje oscuro. Mamá comentó más tarde a la cocinera que lo había reconocido, que era un político de renombre y que si esa gente que había estudiado en la universidad iba a consultar a la bruja, entonces seguramente era de confiar. La muchacha nos hizo señas para que pasáramos a otra habitación más pequeña que la anterior, pero con el mismo mal gusto en la decoración. Una mesa redonda con varios objetos que despertaron mi curiosidad y me hicieron relegar el miedo estaba puesta justo en el centro bajo una pantalla de cartón que pendía del techo. La mujer era pequeña, recuerdo que pensé en un ratón cuando la vi. Vestía de negro y apenas se le veían los ojos entre tanto pelo enmarañado. Nos señaló una silla y ella se acomodó al otro extremo de la mesa. Mamá me sentó en la falda, pero yo sentí que aquella mujer horrible quedaba demasiado cerca y preferí permanecer de pie con mi mano prendida a la ropa de mi madre. Así estuvimos hasta que la mujer habló.

– ¿Viene por usted o por la chiquilina?

– Por ella -respondió mamá, con un hilo voz-. Le hicieron mal de ojo, parece.