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Mario no entendió, pero acató la orden. Me tuvo fe en este terreno y no se equivocó. A las dos semanas, ya era famoso el nuevo estilo de la Casa Maciel. Muebles envejecidos que tenían todo el aspecto de una antigüedad. Varios me felicitaron por ese alarde de creatividad y los pedidos comenzaron a llover. Entonces tuvimos que enfrentar un problema en el que nunca habíamos pensado: necesitábamos polillas.

Nos lanzamos con una alegría renovada a intentar un camino que nos parecía tan divertido como ridículo. Mario me miró con desconfianza cuando le planteé el asunto, pero la demanda era demasiado elocuente. Refunfuñó algo acerca de que algunos no saben en qué gastar el dinero, elaboró una teoría simple del esnobismo y, después de haber vaciado su desconcierto ante este mundo de costumbres raras, se metió de lleno en el asunto. Nos tomó un tiempo organizamos. Al cabo de un mes, teníamos un pequeño ambiente en el depósito, perfectamente sellado, con una temperatura y luz adecuadas para que los bichitos estuvieran a gusto. Como imaginábamos, se reprodujeron a máxima velocidad, instaladas en ese hábitat cinco estrellas.

El procedimiento consistía en introducir el mueble en ese cuarto y dejarlo ahí de tres a cinco días -el tiempo variaba según la cantidad de agujeros solicitada por el cliente-. Al cabo de ese lapso, lo retirábamos y sometíamos a un proceso antipolillas para eliminar las larvas. Le dábamos la terminación y quedaba listo para adornar las fantasías de tantas personas que añoran cosas nuevas que parezcan viejas. No lo pude entender jamás. Siempre he preferido lo nuevo, si es posible de vanguardia, innovador. Pero estoy llena de clientes que me traen telas zaparrastrosas, compradas en remates o sacadas de los mismos basureros de casas de tapicería para que les forre pequeños muebles, banquetas de estilo o butacas. Dicen que añade un toque añejo a las piezas, que parecen verdaderas antigüedades. En fin, jamás discuto. Los recibo con la mejor sonrisa, les forro lo que quieran y les cobro una fortuna.

El nuevo negocio generó una conmoción en el ámbito de los decoradores. Hice varias notas para revistas, pero no me dejé tomar ni una foto. La última que tenía era del viaje a Europa con Viola y Dolores. Parecía una vaca triste abrazada a una de las patas de la Torre Eiffel. Me produjo un espanto tan grande verla, que no quise saber nada más con fotos y filmaciones. Era otra forma de negar la realidad; no tenía fuerzas para enfrentar los cambios necesarios, así que prefería no lastimarme. Jugaba a la ceguera, como si el mundo no fuese mundo solamente porque yo no lo quería ver. Así de lamentable era mi situación cuando pasó lo de las polillas.

Decidimos dar nombre a la nueva línea de muebles. No fue fácil. Es que apenas podíamos creer que la gente estuviera comprando muebles apolillados. Jazmín nos dio la solución una vez que hablaba por teléfono. Tenía la costumbre de mechar palabras del inglés en sus diálogos raquíticos. Estaría convencida de que esto añadía un toque encantador a su conversación y era, además, una ocasión de refregarle a todos que ella sería tarada, pero sabía inglés. Mario ya iba a decirle que cortara, cuando pronunció la mágica palabrita, algo así como "y la gente se muere por las moths". Aquello tuvo el mismo efecto que si hubieran prendido una luz en mi cerebro.

– ¡Mothwood -grité.

Me miraron con ojos de no entender.

– Mothwood, Mothwood es el nombre, Mario. Les va a fascinar. Suena a cosa europea.

Y no me equivoqué. Pedían la línea pronunciando tan bien como podían, disimulando algunas carencias en la educación unos, ostentando un inglés pulido a fuerza de viajes, otros. Pero todos estaban felices, felices de pagar carísimo muebles agujereados, felices de exhibir un Maciel, línea Mothwood, felices, felices, felices… Duraba poco, claro. La felicidad que da un mueble jamás puede ser cosa duradera. A mí me venía genial esta volubilidad de carácter porque al poco tiempo los tenía de vuelta en el taller preguntando por el último grito de la moda.

Mario dijo que había que festejar el éxito y e invitó a cenar. Le dije que no, de torpe nomás, porque era la primera vez que un hombre me invitaba a salir y no supe manejar la situación. Me arrepentí al segundo, pero él tenía esa capacidad de ver en mi interior; conocía mejor que yo mis emociones. Se apiadó de mi falta de experiencia e insistió.

– Entonces, ¿vamos?

Me pareció estúpido rechazar esta segunda oportunidad, pero me devoraba el miedo. Algo habló por mí y acepté con la condición de que cenáramos en casa. A Mario le habrá parecido un arranque de romanticismo de mi parte, pero de romántico no había nada. Ya había roto varias sillas y no quería exponerme a ese bochorno. Las sillas de casa estaban reforzadas Quedamos para las nueve del viernes. Me sentí con todo el derecho de pedir a la tía Etelvina que dejara el comedor libre para esa noche. Intercambiamos miradas vivas, llenas de intenciones que quedaron flotando entre las dos. No opuso la menor resistencia. Me dijo que pensaba acostarse temprano a ver una película. "Vieja bandida", pensé y agradecí con la más irónica de las reverencias. Pasé el jueves y el viernes en ascuas, soportando unos nervios que me convirtieron en una perfecta inútil. A Mario, por el contrario, no se le movía un pelo. Pensé que quizá fuera un trámite de rutina para él y que yo estaba haciendo un mundo de algo tan natural. "Es una cena", me repetía cada dos minutos, pero mi parte sensible me decía que era bastante más que un encuentro para comer.

El viernes fue un día de mucho trabajo, como todos los viernes. Cerramos a eso de las siete y Mario se despidió con una guiñada. De todos los gestos que recuerdo de Mario, ése es el que atesoro. Una guiñada, una simple guiñada que me dijo tanto. Era la complicidad perfecta, el entendimiento sin palabras, era todo aquella guiñada hecha como al descuido, tan fugaz que a veces pienso si realmente sucedió. Di las últimas recomendaciones para la cena. Lo hice sin mucho esmero. Mario eligió pasta y pasta pedí sin preocuparme por los detalles de la salsa o el tipo de queso que, en otra oportunidad, me hubieran desvelado. La muchacha me mostró lo que llevaba preparado y preguntó si un flan de naranja estaría bien. Asentí con descuido y le dije que tuviera la mesa pronta para las nueve menos cuarto.

– ¿Flores? -me preguntó con una obvia picardía que me tomó desprevenida.

– ¿Eh?

– Si quiere flores en la mesa.

Me sentí descubierta, una niña a punto de cometer una travesura. Me sentí ridícula también.

– No, no. Nada de flores -le contesté con algo de violencia. Brotó la sangre de papá aquella forma distante de tratar a los empleados. Tuve el impulso de pedirle disculpas, pero me contuvo el lastre de mi educación; Dolores me contuvo.

Esa noche hubiera querido tener espejo en el dormitorio. Quería verme linda, lo más linda posible. Me di la ducha más larga que recuerde. Tenía desesperación por estar limpia. Hubiera deseado sumergirme en sales, como tía, o darme un buen baño de espuma que me perfumara la piel, pero aquellos lujos me estaban vedados. Agradecí el invento del aerosol sol que me permitía llegar a zonas remotas de mi cuerpo y me rocié exageradamente con un desodorante sin perfume. Que yo me escabullera de la realidad no significaba que no la conociera; no era sólo cuestión de estética; había un problema de salud que me estaba liquidando. Tuve un instante de duda en que pensé mandar todo al diablo, llamar a Mario y decirle que no viniera. Pero, a pesar de todo, seguía siendo joven. Tenía la misma ilusión que cualquier otra mujer de mi edad. Tenía derecho a esa ilusión. Me concedí el beneficio de intentar. Una vez, solamente esa vez y nunca más pasar por lo mismo. Pero esa vez, sí. Saber qué se siente cuando una mujer se prepara para recibir a un hombre. Qué son esas cosquillas de las que tanto había oído hablar y esos nervios con los que la tía caminaba los sábados por la tarde antes de que él llegara. "Es sólo una cena, Maciel", volví a repetirme, pero tampoco entonces lo creí.