Выбрать главу

– ¿Y usted cómo sabe?

– Duerme mal pobrecita y anteayer habló cosas raras.

– Mal de lenguas -dijo la bruja con la misma seguridad con que recuerdo al médico diagnosticándome la varicela años después. Se pasó la lengua por los labios, una lengua reseca, grisácea; hizo un ruido como quien se suena la nariz y siguió sin levantar la vista-. ¿Usted tiene alguien que le desee daño?

– ¿Yo? ¿De dónde? Si vivo encerrada limpiando, ¿quién me va a tener rabia a mí?

– Ah, eso yo no lo puedo saber, si usted no sabe…, Pero a veces hay gente mala, ¿vio?, gente envidiosa que le anda queriendo sacar el trabajo o el marido -miró a mamá para ver el efecto que producían sus palabras.

– No, no -dijo mamá que ya empezaba a impacientarse-. A mí nadie me envidia nada.

Con terror vi cómo la mujer hacía señas para que me acercara. Me aferré al brazo de mamá con tanta fuerza que debo de haberla lastimado. Ella me soltó de malos modos, como si necesitara de mi colaboración para salir de allí cuanto antes, y me empujó hacia la mujer. Lo primero que sentí fue un aliento demoledor que me dio vuelta el estómago. Después, empezó a recorrerme con sus manos. Me giraba la cabeza, me levantaba el pelo, escudriñó en la palma de mis manos y en el hueco de mis orejas. Finalmente, me pidió que me quitara la camisa. Yo no me movía, pero mamá se adelantó y me desprendió uno a uno los botones. También tengo fresca la sensación de vulnerabilidad que me vino al estar sin la protección de mi ropa. Para mi espanto y ante la sorpresa de mi madre, la mujer me acostó boca abajo sobre su falda, de manera tal que cabeza y piernas quedaban colgando en un equilibrio que poco pude aguantar. Con movimientos rápidos empezó a pellizcarme la espalda. No era dolor lo que sentía, pero sí una espantosa sensación de estar siendo manoseada por un ser repugnante. Me quedé inmóvil hasta que la mujer terminó con lo suyo, me levantó del pelo y le dijo a mamá que ya podía vestirme.

– Un empacho, nada más. Es muy común en los chiquilines.

– Pero, ¿con esto va a dejar de hablar dormida?

– A menos que tenga lombrices.

– ¡Lombrices!

– ¡Claro! Si le sigue hablando de noche, es que tiene lombrices. Me la trae así le hago largar todo.

Ahora mamá escuchaba atentamente. La idea de que mi cuerpo estuviera lleno de gusanos le producía algo más que miedo; le daba asco. La pobre se habrá sentido descolocada. La muchacha entró sin aviso para anunciar a otro cliente. Mamá se despidió, pero la mujer ya estaba sumida en la misma abstracción y no contestó ni levantó la cabeza. Al salir, la otra nos cortó el paso. Mamá hurgó en sus bolsillos pero no encontró nada. Entonces, se sacó el anillito de guampa que papá le puso el día del casamiento y lo depositó en la canasta. La muchacha hizo un gesto de desprecio, porque no entendió que mamá se deshacía de una parte importante de su vida.

* * *

Cuando tuve edad suficiente, mamá me anotó en una escuelita pública a cinco cuadras de la casa. El primer día lloré hasta quedar morada, prendida a mi madre, con un miedo atroz de no volver a verla. Las maestras, que tironeaban de mis brazos con sonrisas forzadas primero, con evidente impaciencia después y un mal humor que ponía en duda cualquier vocación, se me aparecieron de pronto como la bruja que había visitado tiempo atrás. De alguna manera, se las ingeniaron para separarme de mamá y me metieron en un salón que a mí se me antojó una jaula. En vano hablaban de horarios, recreos, meriendas y salidas. Todavía era demasiado pequeña para meterme en la abstracción del tiempo; daba igual que dijeran tres horas o tres minutos: todo me sonaba a eternidad.

Ese día de clase marcó mi vida entera. Cada vez que intento empezar algo, revivo las mismas sensaciones, hasta el temblor y las ganas de salir corriendo que, poco a poco, estoy aprendiendo a controlar. Cuando me vienen estos ataques, tengo que proyectarme hacia el futuro, un futuro inmediato, días o incluso horas, donde pueda visualizarme en serenidad. Al principio, es difícil. El pánico es una sensación de descontrol que llena de angustia. Lo cierto es que pasé aquella mañana acurrucada en un rincón del aula, indiferente a las palabras y a las amenazas. Tampoco me moví a la hora de la salida; pensé que era una trampa. Mamá tuvo que entrar a buscarme. Cuando la vi, tuve ganas de saltarle al cuello y quedarme allí abrazada en su calor, pero me vino una oleada de rencor que no me dejó tocarla. Me había traicionado; no había estado junto a mí como siempre prometía. Volvimos a casa caminando. Durante el trayecto por callecitas empedradas bordeadas de plátanos que ya empezaban a perder hojas, mamá iba soltando preguntas que yo contestaba con monosílabos. Felipe caminaba a mi lado con aire de superioridad. Él nunca dio trabajo para nada; todo lo aceptaba con sumisión, como si fuera consciente de que bastante tenía mamá como para andar agregándole preocupaciones. Al llegar a la casa, me esperaba un tazón con leche tibia y unos bizcochitos de anís cuyo aroma todavía me provoca nostalgia.

Mientras merendábamos en la cocina, la señora entró a pedir su té de la tarde. Todavía no me habían sacado el delantal ni deshecho las trenzas. Supongo que le resulté tierna. Se acercó a mí y me pasó su mano por la cabeza mientras murmuraba algo acerca de cómo había crecido y lo bien que me caería estar con niños de mi edad. De pronto, dio un grito de terror, retiró la mano bruscamente y empezó a dar saltos por la cocina como si se le hubiera metido el diablo en el cuerpo. Mamá y la cocinera la perseguían en su carrera circular sin animarse a tocarla. Felipe y yo mirábamos divertidos. La señora, tan almidonada, con su pelo perfecto y su vestido italiano; la señora que parecía llevar una estaca atada a la espalda; la misma señora se veía de lo más ridícula.

– ¡Una pulga! -gritó al tiempo que tironeaba de la ropa-. ¡Una pulga! ¡Dios mío! ¡Esta niña trajo pulgas!

Yo no sabía qué era una pulga pero imaginé que se trataba de algún ser espeluznante, algo como un demonio que se le metía en el cuerpo a uno y lo transformaba en esa especie de chimpancé en celo. No me costó convencerme de que, fuera lo que fuera, me lo había agarrado en aquella porquería de lugar al que no pensaba volver. Mamá me metió en la bañera y me refregó la piel con una esponja áspera. Felipe, que no estaba contaminado por aquellos seres abominables, sufrió la misma suerte, por las dudas. Con satisfacción vi cómo mi delantal era puesto en una bolsa e iba a parar a la basura. Creí que había ganado la batalla, pero al otro día me esperaba otra sorpresa: un uniforme y gris, exactamente igual al que usaban las gemelas, puesto encima de mi cama como un regalo de cumpleaños. La señora prefirió pagarle un colegio caro a la hija de la sirvienta, antes de pasar otra vez por la ominosa experiencia de que una pulga saltara a su divina mano.

* * *

Crecí en un colegio inglés para señoritas donde pululaban mujeres de pelo blanco y labios pintados de un rojo anaranjado que no he vuelto a ver en otra boca. Sospecho que se taba de algún cosmético traído de su lejana Inglaterra, cuando salieron después de la guerra, pero quizá no fuera más que un producto común y lo excepcional estuviera en la piel. La mayoría había consagrado su vida a la docencia después de haber sido enfermeras, operadoras o, quién sabe, espías. No se les conocía hombre en su historia y había que llamarlas rigurosamente Miss. Las menos, sucumbieron al encanto de varones bronceados, un poco más bajos que los rubios sajones a los que venían acostumbradas. A éstas había que llamarlas, Mrs tal o cual, con lo que se producían combinaciones de lo más exóticas al agregar al apelativo de cortesía en inglés un apellido latino. Fueran señoras o señoritas, tenían el denominador común de la sobriedad en el vestir: faldas plisadas que siempre rebasaban las rodillas, zapatos de taco bajo, camisas cerradas hasta el último botón, el toque de unas perlas finas y unos tapados de paño que llegaban un poco más arriba de los tobillos. El paraguas era casi una extensión del cuerpo, y en invierno se cubrían la cabeza con pañoletas de seda.