Pero la señora inició un cambio sutil en su rutina. Para empezar, alteró los hábitos de alimentación: la pobre cocinera andaba como loca tratando de satisfacer las veinte o treinta dietas que intentó. Llegaba a la casa eufórica gritando que fulana de tal le había pasado una dieta que consistía en comer según un ciclo de veintiocho días que empezaba con el ayuno de la luna nueva y terminaba en un festín pantagruélico cuando la luna estaba en su plenitud. La señora vivía pendiente del almanaque, mirando el cielo y rogando que la luna se llenara pronto. Así desfilaron por su cabeza trastornada y a costo del pobre cuerpo las más variadas locuras, desde tomar agua mezclada con un producto nauseabundo que se le hinchaba en la panza y la dejaba sin hambre pero convertida en una especie de sapo, hasta comer sólo manzanas y repudiarlas luego durante meses, toda un nervio; se sobresaltaba por cualquier tontería, caminaba por la casa durante la madrugada abrazándose el cuerpo y murmurando como alma en pena. Andaba con un genio del demonio y, si antes se contaba poco con ella, su presencia pasó a ser un adorno. No quería ni oír hablar de asuntos domésticos, mucho menos de la molestia que eran sus hijas.
El señor estaba poco y nada en la casa y no notó los cambios; si los notó, no creo que le importara demasiado. Llevaban una convivencia pacífica, sin estorbarse los respectivos caminos, con una razonable dosis de civilidad y suficiente de hipocresía. Dudo que alguna vez se hayan amado. Sospecho que su unión obedeció más a las leyes de la conveniencia que a las del amor: la señora puso el dinero, y señor, el apellido.
Mamá y la cocinera estaban encantadas un aspecto puntual de esta mutación: la ropa. En un ataque de locura, la señora vació sus estantes, cajones y baúles, escogió unas pocas prendas y se deshizo del resto, que fue a parar a la mesa de la cocina. Algunos de esos vestidos de finísima confección y telas nobles tenían la etiqueta todavía prendida. Mamá no daba crédito a sus ojos. Acostumbrada a la rusticidad de los géneros y a la modestia de diseños, se sentía desnuda entre aquellas sedas que se deslizaban por la piel rozándola apenas. Varias noches me desperté para verla de pie, frente al espejo, iluminada por la luz tenue de la veladora, descubriéndose mujer detrás de los escotes y encajes, sorprendida ante aquel ser que parecía venir de otro mundo para llenarla con la ilusión de una vida nueva.
Además de renovar el vestuario a costo de recalentar sus tarjetas de crédito, la señora compró un auto de lujo con unos cuantos chiches que la dejaron conforme por poco tiempo. Transformó la salita de tomar el té en un pequeño gimnasio al que decoró con barras, pesas, bastones y unos aparatos monstruosos que parecían un par de robots. Era frecuente verla sonreír por nada, simplemente guiñándole a algún recuerdo que sólo ella conocía. Después supe, cuando a mí me tocó experimentar esa dulzura inexplicable del enamoramiento, que aquellas sonrisas eran puro placer. Un placer diluido en un pasado reciente que se prolongaba hasta ese momento y dejaba la huella demasiado obvia de aquella sonrisa. Cualquiera podía darse cuenta: la señora estaba enamorada.
Mamá y la cocinera tuvieron sus primeras sospechas cuando a la mesa de planchar llegaron las piezas de ropa interior nueva. Aquello era un derroche de sensualidad. Mamá se preguntaba escandalizada cómo haría esa mujer para meter el cuerpo en aquellos triangulitos de morondanga, a lo que la cocinera contestaba con desdén que a esas señoras tan pitucas no había más que rascarlas un poco para hacerles brotar la verdadera puta que llevaban adentro. "Y todo por qué", decía con su teoría robada de la cuestión, "porque no hacen nada, terminan aburriéndose y se buscan hombres para pasar el rato". Mamá se reía a carcajadas de las ocurrencias de su compañera, pero acababa diciéndole que exageraba, que no todas iguales, que a ella le parecía que la señora estaba enamorada en serio.
– No es mala -repetía como toda defensa.
Era una persona práctica, mi madre. La vida no le había dado opción. "Cuando cinchás todo el día como una burra no te queda tiempo para andar en las nubes", me decía, pero cada tanto se permitía ejercitar su sensibilidad adormecida a fuerza de sacrificios, y entonces le afloraba una mujer tierna, anhelante. En el fondo, mamá necesitaba que esa historia de amor existiera, aunque fuera para ser espectadora de una fantasía que a ella le hubiera gustado vivir.
El color azul todavía me pone triste y es a causa de aquel pollo que el señor trajo una noche del campo. Entró con las botas embarradas y una expresión de felicidad iluminándole el rostro. ¡Cómo me gustaba entonces! Creo que ni siquiera sabía mi nombre; pero no lo tomo como un desprecio, porque apenas recordaba el de sus hijas. Yo me pasaba la semana esperando esa irrupción de vida en una casa donde todo estaba tan perfectamente dispuesto que no cabía la sorpresa. No tenía más contacto con hombres que los efímeros encuentros en el almacén o rumbo a la escuela. Mamá, por otra parte, hablaba pestes de ellos y crecí atormentada por una sensación de miedo. Felipe no era, a mis ojos, un hombre; y mi padre se esfumaba en una bruma de incertidumbres. Esa sensación que me embargaba entonces era una siniestra probabilidad de mi soledad futura. Había visto parejas en la televisión, tormentos de toda índole que solamente podían justificarse por un fin superior. También me llamaban la atención las parejas en la calle, caminando de la mano o besándose en los refugios del ómnibus. Aquello, lejos de molestarme, me parecía sublime. No lograba darle nombre a esa sensación, pero me daba cuenta de que me emocionaba. De algún modo, percibía que no podía tan malo.
El pollo habría pasado inadvertido si sus alas no hubieran sido de color azul. El señor lo había comprado al hijo de un feriante del pueblo que se ganaba unos pesos tiñendo animalitos de los colores más disparatados. Un conejo rosado estuvo a punto de ser elegido, pero se lo llevó la hija del capataz que soñaba en colores y juraba haber visto ése y no otro conejo en el sueño de la noche anterior. Quedaba una gata parda cuyas partes blancas habían sido coloreadas de verde, un par de canarios llevados a un violeta despiadado, y el pollo azul. A falta de conejo, el señor eligió por descarte, que es la peor forma de elegir.
Lo traía agarrado por las patas en un temblor de alas que daba lástima ver. La señora había pasado una buena noche y el señor confundió la sonrisa embelesada con una aceptación. Viola y Maciel saltaban hechas un par de locas alrededor de su padre, que levantaba los brazos para poner al pollo fuera del alcance de los manotazos. Felipe había llegado del colegio y me llamó de apuro para que fuera a ver el espectáculo. Me asomé desde la cocina y recuerdo que sentí pena, una pena honda, como si la que estuviera patas arriba aleteando desesperadamente fuera yo. El pollo tenía la ternura de las cosas pequeñas; una protección demasiado efímera. Las gemelas olvidaron sus juguetes y se dedicaron a la nueva mascota. Lo acomodaron en su dormitorio, en una caja que mamá puso encima de unos diarios viejos. Le daban de comer en la boca y agua con cuentagotas hasta que el pobre animal mostraba señales de ahogo. Vivían para él como si se tratase de un ser mitológico al que había que prodigar cuidados especiales. De hecho, aquel pollo no era de este mundo o, al menos, alguien le había torcido la estrella de la naturaleza.