Выбрать главу

La cocinera mostró indignación desde el primer día. Daba vueltas por su dominio, ondulando el enorme trasero al tiempo que pelaba papas, vigilaba el pastel y caminaba de aquí para allá sin encontrar sosiego.

– No hay derecho -decía-. Estas mocosas de porquería ya no saben con qué entretenerse. Y, claro, los padres, con tal de que no los molesten…

Mamá estaba de acuerdo, pero no opinaba. Era su forma de ser. Tenía un sentido de la gratitud exacerbado, al punto tal que se volvía sumisa. Sabía que de aquella familia dependía el sustento y la educación de sus hijos y no olvidaba que estaba allí por pura caridad. La cocinera se ponía furiosa con esa actitud que confundía con alcahuetería y más de una vez le hizo notar que si trabajaba en esa casa era por ella; pero mamá reservaba también para ese recuerdo su cuota de agradecimiento, y contestaba con ánimo templado.

– Para lo que les va a durar…

– Justamente -seguía la cocinera, cada vez más airada-. Si a estas malcriadas no las conforma nada. ¿"Viste cómo tienen el cuarto? Un día no van a poder entrar de tanto juguete.

– Si lo sabré yo.

– Además -se prendía la otra creyendo que, finalmente, había encontrado una punta a la madeja del resentimiento-, son unas desprolijas. No cuidan nada. Y claro, ¿cómo no van a ser así con los padres que tienen?

En este punto mamá hizo un silencio demasiado elocuente y la otra notó que no había logrado enredarla en su propósito.

– Lo que más lástima me da es el pobre animal.

– ¡Ah! Ni hablar -contestó mamá para dejar bien claro por dónde aceptaba que transcurriera la conversación-. A mí también me parte el alma. ¡Habrase visto tamaña salvajada! ¡¿A quién se le ocurre teñir un pollo?!

– Y si lo hacen es porque hay gente que lo compra -respondió la cocinera con esa sabiduría precaria con la que algunos explican, por ejemplo, la prostitución.

Mamá volvió a su silencio. Era un arma invencible que tenía para defenderse cuando algo no le gustaba. La cocinera lo sabía, pero ya estaba demasiado acalorada como para detenerse y aprovechó para hacer un discurso que mamá, si hubiese conocido la palabra, habría calificado como panfletario.

– Estos ricos están todos cortados por la misma tijera. Pura pinta, puro barniz, pero adentro, nada. En mi casa, que es pobre pero honesta, un pollo es un pollo y se acabó, Cuando era chica vivíamos a leche y avena. Pollo, en Navidad solamente, y con suerte. A éstos, lo que les hace falta es pasar un poco de necesidad. Déjamelos un mes nada más; a pan y agua te los tengo y te aseguro que cuando vean un pollo lo que menos les va a importar es el color de las plumas.

Mamá reía y me guiñaba un ojo, un gesto pícaro que a mí me llenaba de felicidad.

Las gemelas cuidaron del pollo durante un tiempo exagerado, considerando la atención que normalmente prestaban a sus juguetes nuevos. A las dos semanas ya estaba olvidado, piando de hambre o tomando agua del inodoro, de donde mamá lo rescató un par de veces. Pronto no lo quisieron tener más en el dormitorio y pasó a residir con caja y todo en el cuarto de las escobas, contiguo a la cocina. Mamá se encargaba de darle de comer y cambiarle los diarios, operación que cada vez se volvía más engorrosa pues el pollo estaba crecido a pasos acelerados. Era evidente que podía seguir allí. Había alcanzado su tamaño adulto, el azul había dado paso a un verde enfermizo y las gemelas ni siquiera se acordaban de que alguna vez habían tenido un pollo. La cocinera esperó que llegara el patrón el viernes para plantearle la situación.

– Mátelo -le contestó y pidió un café cargado.

Todavía tengo fresco el recuerdo de aquella mujer cuando entró en la cocina hecha una tromba de maldiciones y rencores añejos, levantando una energía que metía miedo. Mamá, Felipe y yo observábamos en silencio. En unos minutos puso en un par de bolsos nueve años de trabajo, se despidió de nosotros con abrazos casi piadosos, metió el pollo en una caja y se fue por la puerta del fondo sin una palabra de despedida.

* * *

A la señora le llovió toda la mala suerte cuando quiso buscar la vida por otro lado. Me es difícil precisar su edad por aquel tiempo. Desde mi perspectiva enana, cualquier cosa que se elevara del piso más allá del metro medio era una persona mayor, vieja o adulta, todo en la misma bolsa. La recuerdo preciosa impecable dentro de sus telas finas, con aquella piel perfecta a base de cremas que la dejaban brillando, como recién lustrada. Mamá vivía rezongando cuando tenía que acomodar tanto pote y pomo en los estantes del baño. "¿Para qué quiere esto, me querés decir? Si después se echa al sol y se arruga en un santiamén." Le parecía inverosímil dedicar tanto tiempo al cuidado del cuerpo. Nunca admitió que la hubiera fascinado vivir entre aquellos olores de esencias naturales, flotar en los vahos de aloe y frutos silvestres, atontada por el placer de un masaje bien dado con aceites de jojoba. Varias veces la descubrí oliendo el aire como un sabueso, para quedarse con los rastros de placer que la señora iba dejando a su paso.

Los lunes por la mañana la casa se llenaba ruidos. Apenas se iba el señor, ella salía de su dormitorio envuelta en alguna bata de seda y comenzaba el ritual de belleza. Nada parecía importarle más que verse hermosa. Mamá ya le tenía pronto el desayuno, y calculada a la perfección hasta la última de sus calorías. A veces, salía disparada hacia el mercado a buscar jengibre fresco, salvia recién cosechada o clavos de para perfumar las manzanas en compota. Volvía hecha una brasa, furiosa por ser tan contemplativa con los caprichos de aquella desquiciada, pero disfrutando un poco de los momentos en los que podía jugar a ser bella. Revolvía en los cajones de hierbas y preguntaba a los feriantes con tanto interés como si fuera ella la destinataria, opinando sobre el poder balsámico de tal o cual yuyo, las cualidades rejuvenecedoras del sésamo, la humectación inmediata que produce la lechuga fresca sobre la piel o la potencia reafirmante de los cítricos. Ella se regocijaba secretamente en el placer que le provocaban esos breves instantes de identidad prestada. A más de un puestero soñador le hubiera roto el encantamiento saber que la única concesión a la belleza que se permitía mi madre era una crema de ordeñe que compraba por nada en una veterinaria del barrio. Llevaba el pote vacío cada mes y volvía con la misma ilusión con que la señora retornaba cada tarde en un torbellino de bolsas, cajas y frascos que se le iban cayendo mientras subía las escaleras y que no se molestaba en recoger porque detrás siempre venía mi madre.

Se hizo habitual verla hermosa, descender hecha una reina, estrenando vestido y zapatos altos, sin reloj ni joyas; una sutileza que el tiempo me hizo entender cuando yo misma aprendí a cuidar ese detalle para no tener que preocuparme por dejarlos olvidados en lugares poco oportunos. A mamá le llamaba la atención que no se perfumara, ella, que vivía comprando esencias carísimas y que se sofocaba incluso a la hora del desayuno; ella, que tenía pequeños frasquitos con dispensador en cada cartera para retocarse cada cinco minutos. Ella, la misma señora, parecía olvidar este complemento indispensable cuando hacía sus salidas fuera de programa. Mamá, que vivió consagrada a su trabajo y que, luego de mi padre no se permitió más que el resplandor fugaz de un amor que no pudo ser, no lograba entender este aparente descuido. Lejos estaba su sentido práctico de asomarse a la inconveniencia del perfume en los avatares de la infidelidad. La señora había aprendido muy bien su lección de esposa adúltera; pero, además, me hace ilusión creer que prefería entregarse a su momento de mayor felicidad con su propio perfume, el aroma de aquella piel cuidada con esmero artesano, bañada y mimada hasta la perdición.