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– Como he dicho, estoy acusado de un cargo de agresión y uno de robo.

– Y estos supuestos crímenes se cometieron durante los disturbios, ¿es correcto?

Dado el clima antipolicial que impregnaba las comunidades minoritarias de la ciudad desde los disturbios, había batallado durante la selección del jurado para conseguir el máximo número de negros y latinos en la tribuna. Pero allí tenía una oportunidad de ganarme a los cinco miembros blancos del jurado que la acusación había conseguido colarme. Quería que supieran que el hombre en el que el fiscal había depositado tanta confianza era uno de los responsables de las imágenes que habían visto en su televisión en mayo.

– Sí, estaba en la calle como todo el mundo -respondió Torrance-. Digo yo que los polis se salen con la suya demasiado en esta ciudad.

Asentí con la cabeza como si estuviera de acuerdo.

– Y su respuesta a la injusticia de los veredictos en el caso de apaleamiento de Rodney King fue salir a la calle, robar a una mujer de sesenta y dos años y dejarla inconsciente con una papelera de acero. ¿Es correcto, caballero?

Torrance miró a la mesa de la acusación y luego más allá de Vincent a su propio abogado, sentado en la primera fila de la galería del público. Tanto si habían preparado una respuesta para esta pregunta como si no, su equipo legal no podía ayudar a Torrance en ese momento. Estaba solo.

– Yo no hice eso -contestó finalmente.

– ¿Es usted inocente del crimen que se le imputa?

– Exacto.

– ¿Y respecto al saqueo? ¿No cometió delitos durante los disturbios?

Después de una pausa y otra mirada a su abogado, Torran-ce dijo:

– Me acojo a la Quinta.

Lo que esperaba. Seguidamente llevé a Torrance a través de una serie de preguntas concebidas para que no le quedara otra opción que incriminarse a sí mismo o negarse a responder bajo las protecciones de la Quinta Enmienda. Finalmente, después de que se acogiera a no declarar en su contra en seis ocasiones, el juez se cansó de mi insistencia y me hizo volver al caso que nos ocupaba. Obedecí con reticencia.

– Está bien, ya basta de hablar de usted, señor Torrance -dije-. Volvamos al señor Woodson. ¿Estaba al tanto de los detalles de este doble asesinato antes de conocer al señor Woodson en prisión?

– No, señor.

– ¿Está seguro? Atrajo mucha atención.

– Estaba en prisión, señor.

– ¿No hay televisión ni diarios en prisión?

– No leo los periódicos y la televisión del módulo está rota desde que llegué allí. Montamos un cirio y dijeron que la arreglarían, pero no han arreglado una mierda.

El juez advirtió a Torrance que cuidara su lenguaje y el testigo se disculpó. Seguí adelante.

– Según los registros de prisión, el señor Woodson llegó al módulo de alta seguridad el 5 de septiembre y, según el material de revelación de pruebas del estado, usted contactó con la acusación en octubre después de la supuesta confesión de Woodson. ¿Le parece correcto?

– Sí, me parece que sí.

– Bueno, pues a mí no, señor Torrance. ¿ Le está diciendo a este jurado que un hombre acusado de un doble asesinato y que se enfrenta a una posible pena de muerte confesó su crimen a un recluso al que conocía desde hacía menos de cuatro semanas?

Torrance se encogió de hombros antes de responder.

– Es lo que pasó.

– Eso dice. ¿Qué le dará la fiscalía si el señor Woodson es condenado por estos crímenes?

– No lo sé. Nadie me ha prometido nada.

– Con sus antecedentes y los cargos que se le imputan, se enfrenta a más de quince años en prisión si lo condenan, ¿es cierto?

– No sé nada de eso.

– ¿ Ah no?

– No, señor. Se ocupa mi abogado.

– ¿ No le ha dicho que si no hace nada para impedirlo, podría ir a prisión durante mucho, mucho tiempo? -No me ha dicho nada de eso.

– Ya veo. ¿Qué le ha pedido al fiscal a cambio de su testimonio?

– Nada. No quiero nada.

– Así pues, está testificando aquí porque cree que es su deber como ciudadano, ¿es correcto?

El sarcasmo en mi voz era inequívoco.

– Exacto -respondió Torrance con indignación.

Levanté la gruesa carpeta por encima del estrado para que pudiera verla.

– ¿Reconoce esta carpeta, señor Torrance?

– No. No que yo recuerde.

– ¿Está seguro de no haberla visto en la celda del señor Woodson?

– Nunca estuve en su celda.

– ¿Está seguro de que no se coló allí y miró en el archivo de revelación de pruebas cuando el señor Woodson estaba en la sala o en la ducha, o quizás en el patio?

– No, no lo hice.

– Mi cliente tenía muchos de los documentos de investigación relacionados con su acusación en la celda. Estos contenían varios de los detalles sobre los que usted ha testificado esta mañana. ¿No cree que es sospechoso?

Torrance negó con la cabeza.

– No. Lo único que sé es que se sentó allí y me dijo lo que había hecho. Estaba mal y se desahogó. ¿Qué culpa tengo de que la gente se me confíe?

Asentí como si me compadeciera de la carga que Torrance tenía que soportar por ser un hombre al que los demás se confiaban, especialmente cuando se trataba de dobles homicidios.

– Por supuesto, señor Torrance. Ahora, puede decir exactamente al jurado lo que le dijo. Y no use los atajos que usó cuando el señor Vincent le hacía las preguntas. Quiero oír exactamente lo que mi cliente dijo. Cítenos sus palabras, por favor.

Torrance hizo una pausa como para hurgar en su recuerdo y componer sus ideas.

– Bueno -dijo finalmente-, estábamos allí sentados, los dos solos y tal, y empezó a hablar de que estaba mal por lo que había hecho. Le pregunté: «¿Qué hiciste?», y me habló de la noche en que mató a los dos tipos y dijo que se sentía fatal.

La verdad es corta. Las mentiras son largas. Quería que Torrance hablara en extenso, algo que Vincent había logrado evitar. Los chivatos de la cárcel tienen algo en común con todos los timadores y los mentirosos profesionales: buscan esconder el engaño con desorientación y bromas. Envuelven sus mentiras con algodón. Pero entre toda esa pelusa muchas veces encuentras la clave para desvelar la gran mentira.

Vincent protestó de nuevo, argumentando que el testigo ya había respondido a las preguntas que estaba planteando yo y que simplemente estaba insistiéndole en este punto.

– Señoría -respondí-, este testigo está poniendo una confesión en boca de mi cliente. Por lo que respecta a la defensa, es la clave del caso. El tribunal sería negligente si no me permitiera explorar completamente el contenido y contexto de un testimonio tan devastador.

El juez Companioni ya estaba asintiendo con la cabeza antes de que yo terminara la última frase. Desestimó la protesta de Vincent y me pidió que procediera. Volví mi atención al testigo y hablé con una nota de impaciencia en mi voz.

– Señor Torrance, todavía está resumiendo. Asegura que el señor Woodson le confesó los crímenes. Así pues, dígale al jurado lo que él le contó. ¿Cuáles fueron las palabras exactas que dijo cuando confesó su crimen?

Torrance asintió como si sólo entonces se diera cuenta de lo que estaba preguntando.

– Lo primero que me dijo fue «Tío, estoy fatal». Y yo le pregunté «¿Por qué, hermano?». El contestó que no paraba de pensar en aquellos dos tipos. No sabía de qué estaba hablando, porque, como he dicho, no había oído nada del caso. Así que dije: «¿Qué dos tipos?», y él dijo «Los dos negratas que tiré en la presa». Le pregunté de qué estaba hablando y él me contó que les disparó a los dos con una recortada y los envolvió en alambre de corral y tal. Dijo: «Sólo hice una cagada», y le pregunté cuál era. El respondió: «Tendría que haber llevado un cuchillo y rajarles la tripa para que no terminaran flotando». Y eso fue lo que me contó.