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Goguia señaló hacia el sol. El océano aparecía tranquilo, en la laguna se había formado una calva de agua, y sobre ella flotaba un leve vaho.

— Procuraré enlazar con Niels dijo Goguia y se dirigió al refugio Dimov y Pavlysh lo siguieron.

— ¿Quién habría podido figurarse — dijo Ierijonski, al ver a Dimov — que nos organizarías hoy mismo un terremoto?

Tenía en la mano una taza de café que despedía vapor, como un geiser.

— Pásame la taza — pidió Dimov —. Seguro que el café lo habéis hecho para las visitas, ¿no es eso?

Dimov se tragó el café de golpe, se quemo y por unos segundos se le corto la respiración. Por fin recobró el aliento y dijo:

— Ahora hubiera podido perecer, y todos habríais sentido alivio.

— No le hubiésemos dejado perecer — objeto Pavlysh —. Soy reanimador. En el peor de los casos, lo habría congelado para llevarlo a la Tierra.

Goguia se dirigió al monte, prometiendo que regresaría al cabo de una hora. Dimov comunico con la Estación para tomar disposiciones que no había podido dictar antes porque salieron de allí muy temprano. Ierijonski se enfrascó de nuevo en el estudio de las cintas del diagnosticador. Van desmontaba un aparato. Los hombres que se habían quedado en el refugio hacían un trabajo cotidiano, pero a cada instante allí, bajo la cúpula, aumentaba la tensión, y aunque nadie decía nada, hasta Pavlysh se daba cuenta. Los submarinistas habrían debido llegar hacía ya una hora, pero no aparecían…

La segunda sacudida se produjo una hora aproximadamente después de la llegada de Dimov. Van, que estaba de guardia junto a la radio, dijo a Dimov:

— Niels transmite que la emanación de gases ha aumentado. La escalada es superior a la presupuesta.

— ¿Tal vez debamos evacuar el refugio? — dijo Ierijonski —. Podríamos quedarnos Niels y yo.

— ¡Tonterías! — protesto Dimov —. Van, pregunta a los sismólogos cuales son las perspectivas para la isla.

La tierra retemblaba levemente bajo los pies, y parecía como si alguien intentara salir de debajo de ella.

— Si se produce aquí una erupción, el torrente de lava deberá fluir por la vertiente opuesta. Claro que no se puede garantizar nada.

Regresó Goguia con las películas retiradas de los registradores.

— ¡Es para volverse loco! — exclamó sin ocultar su entusiasmo —. Somos testigos de un cataclismo de gran envergadura. ¡Que erupción! ¡No pueden imaginarse lo que sucede en el océano!

Dimov arrugó el entrecejo, reprobatorio.

— Perdone — dijo a Pavlysh —, habría que brindarle la posibilidad de retornar a la Estación. Aquí puede correr peligro. Pero los medios de transporte son limitados.

Pavlysh no tuvo tiempo de molestarse. Por otra parte, Dimov ni siquiera lo miraba.

— Van — continuó Dimov en el mismo tono impasible —, comunique inmediatamente con la Cima, que vuelen aquí.

— ¿Para qué? — preguntó Van, que no lo había entendido.

— Para buscar. Vamos a buscar. Aquí las profundidades no son grandes.

— No puedo soportar la inactividad — dijo Ierijonski —. Saldré a su encuentro en la canoa.

— La canoa la conducirá Van — dispuso Dimov —. Lo acompañara Ierijonski. Usted, Pavlysh, atenderá la radio y, si hace falta, volará en el flayer.

Pavlysh se acercó a la radio y se detuvo detrás de Van, que se levantó y dijo:

— Ahí tiene todos los indicativos. La radio es standard. ¿La conoce?

— La estudiamos.

Van bajó la voz y dijo a Pavlysh, al oído:

— No discuta con Dimov. Ahora es un manojo de nervios. El cataclismo va a ocurrir de un momento a otro. Ierijonski sufre un ataque de histeria, y los submarinistas buscan perlas en la Gruta Azul, sin saber lo que les espera cuando lleguen aquí.

— ¿Esta seguro de que la alarma no es falsa?

— Las demás variantes son demasiado peligrosas — respondió lacónicamente Van, y tomó su mono y su careta.

Tras la ventana apareció fugaz algo blanco, como si sacudieran allí una sabana.

— ¡Vaya! — exclamo Van, asomándose al exterior —. En mentando al ruin de Roma, al punta asoma. ¡Ahí esta Alan!

— ¿Donde? — preguntó Dimov.

— Ha venido sin que yo lo llamara. Ande y demuestre ahora que no existe la telepatía.

La ventana se hallaba delante mismo de Pavlysh. Por la orilla, mojada y negra porque la nieve se había derretido, se acercaba lentamente un enorme pájaro blanco. Como el que Pavlysh viera el día de su llegada.

Ierijonski ya se había equipado y estaba abriendo la escotilla. Dimov se caló también la careta.

— Pavlysh, quédese aquí. No se aparte de la radio. Si hay algo urgente, me llama. Voy a hablar con Alan.

— De la Estación comunicaron que un flayer había salido en busca de los submarinistas. Preguntaban que había de nuevo en el refugio. Pavlysh respondió que, por el momento, nada.

En el exterior, Dimov conversaba con el pájaro. Este apenas si le llegaba a la cintura, pero sus alas, aun plegadas, tenían unos tres metros, y sus puntas se apoyaban en la ancha cola. La cabeza era pequeña, de pico corto e inmóviles ojos azules.

Otra sacudida hizo retemblar la vajilla, que no habían retirado. Llamó Niels y dijo con su queda voz mecánica:

— Oye, Van, ¿en donde se encuentra la Gruta Azul?

— Van ha salido en la canoa. Seguramente habrá ido allí. Yo no sé exactamente en donde esta la gruta esa.

— ¡Ah! ¿es Pavlysh? Entonces, anota los parámetros exactos del epicentro.

Tras la ventana, Dimov se arrebujaba en su cazadora. Tenía mucho frío. El pájaro, bamboleándose, corrió torpemente a una larga mole pétrea que se adentraba en la laguna, extendió las alas y se convirtió al instante en una vela de seis metros. Antes de que hubiera llegado a la punta de la mole, el viento contrario lo elevó al aire, y, para no perder el equilibrio, batió con fuerza las alas y fue cobrando altura.

Dimov se entretuvo en el adaptador y luego abrió la escotilla, dejando entrar una nube de vapor. Trataba de dominar el temblor que lo sacudía.

— Creía que me moría — dijo —. ¡Bravo por Alan!

— ¿Por qué? — preguntó Pavlysh.

— No le gustaron las olas en aquel sector. Él tiene su teoría, que podríamos llamar gráfica. Adivina el carácter y el lugar del terremoto que se avecina por el dibujo de las olas. Para el, eso no es difícil, desde arriba se ve todo. Tiene unas discusiones de espanto con los sismólogos. Alan cree que su teoría es la panacea universal, pero ellos la consideran algo así como adivinar por los posos de café. Seguramente tienen razón, por algo son especialistas… ¿No me ha llamado nadie?

— Niels pidió que le transmitiera los datos del pronostico.

— ¡Venga!… ¡Sí, bravo por Alan! ¡Venir precisamente aquí! ¿Sabe, Pavlysh? yo tengo más fe en los pájaros que en nuestra canoa. Si Alan no hubiese venido, habría tenido que enviarlo a usted en el flayer.

— Habla la Cima. La Cima llama al refugio — dijo el receptor.

— ¿Quién escucha?

— El refugio escucha — respondió Pavlysh.

Dimov se acerco.

— Aquí Saint-Venan. Salimos.

— Bien — dijo Dimov —. No se olviden de tomar consigo la radio.

— ¿Comprende? — agrego Dimov, volviéndose hacia Pavlysh —, nuestras emisoras son buenas para los geólogos y otros habitantes de tierra firme. Se la cuelgan de pecho y andando. Pero son incomodas para las bioformas. A la más mínima, procuran deshacerse de ellas. En efecto, ¿para qué quiere una bioforma volante trescientos gramos de peso? Para ella, cada gramo es superfluo.