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Pflug regreso al refugio. Estuvo un buen rato afanado en el adaptador, suspiraba, hacía ruido con sus botas y, por fin, se metió con dificultad por la escotilla.

— Ha sido un día pasmoso — dijo cuando disponía sobre la mesa sus trebejos —. Tres normas, tres normas, por lo menos. Ejemplares rarísimos, y ellos mismos salen a la orilla.

Vio que Pavlysh estaba atendiendo la radio y dijo:

— Vi como partía la canoa. Pero no me dio tiempo de preguntar nada. ¿Aún no han llegado los submarinistas?

— Prepara, por si las moscas, el botiquín — dijo Dimov.

— Seguramente, yo haré eso mejor — observo Pavlysh, usted quede por ahora al cuidado de la radio.

— En primer lugar — objeto Dimov —, Pflug, como radista, es una calamidad. En segundo, sospecho, Pavlysh, que usted no es mejor veterinario. Se olvida de que, biológicamente, nuestros amigos y colegas no figuran entre los antropoides.

— Si — dijo Pflug —, cierto, por más lamentable que sea. Pero estoy seguro de que no ocurrirá nada malo.

Abrió un cajón que había en un ángulo, junto al tabique, y se puso a tomar de allí brillantes instrumentos y preparados, mirando al mismo tiempo los botes con sus trofeos.

Llegó un despacho del flayer que volaba desde la Estación, había recorrido ya cincuenta kilómetros. Por el momento no había descubierto nada en el océano.

Pavlysh veía por la ventana que Goguia corría ladera abajo. Lo seguía Niels, cargado de aparatos de control.

— ¿Qué hay de la canoa? — preguntó Dimov.

Pavlysh se puso en comunicación con ella.

— Todo el tiempo emitimos señales — dijo Van —. Por ahora no responden. ¿Qué hay de nuevo ahí?

— Nada.

— ¡Refugio! — interfirió la monótona y alta voz de un pájaro.

Pavlysh todavía no había aprendido a distinguir las voces de las bioformas. Por lo visto, todas usaban dispositivos de fonación de un mismo tipo.

— ¡Refugio! ¡Veo a Sandra!

— ¿En dónde? — preguntó Pavlysh.

— Al suroeste de Monte Torcido. A treinta millas. ¿Me oye?

— ¿Qué hace? — grito Ierijonski —. ¿Qué le pasa?

— Se mantiene a flote, pero no me ve.

— Canoa — dijo Dimov —, díganos cual es su cuadricula.

— 13-778 — dijo Van —. Al noroeste de la isla.

Dimov conectó la pantalla del mapa.

— Setenta y cinco millas — pronunció —. Incluso si salen exactamente a la cuadricula, necesitarán para ello media hora.

— Desconecto hasta otra — dijo Van.

— Media hora — repitió en voz baja Dimov y, al instante, se puso en comunicación con los pájaros —. ¿Podéis ayudarle?

— No — respondió una voz —. Estoy sola aquí. No podría levantarla. Creo que ha perdido el conocimiento.

Pavlysh se puso apresuradamente el mono.

— ¿Donde está la máscara?

— Lleva la mía — dijo Pflug —, ahí la tienes.

Dimov vio que Pavlysh había casi terminado de equiparse.

— ¿Conoces este flayer?

— Naturalmente.

— Iré con él — dijo Goguia, el sismólogo —. ¡Qué bien que no me diera tiempo de quitarme el equipo!

Dimov repitió:

— Treinta millas al sud-sudeste. — Luego se volvió hacia el micrófono —. Dentro de dos minutos saldrá un flayer. De aquí a diez minutos estará ahí. La canoa tardaría media hora.

Cuando Pavlysh hubo cerrado la escotilla exterior, se asombró de que la luz hubiera cambiado tanto. El sol lo cubría ya una neblina rojiza, y el negro monte aparecía iluminado por detrás, como si hubieran instalado allí un potente reflector de teatro.

El sismólogo montó en el avión el primero, con suma agilidad. Pavlysh levantó la pierna para seguirlo pero en aquel mismo instante se abrió la puerta del refugio y salió apresuradamente Pflug, que no se había puesto ni el mono ni la careta. Abrió la boca, para tragar aire, y arrojó hacia ellos un pequeño contenedor con un botiquín.

— Ahora, agárrese — dijo Pavlysh, sentado ante el cuadro de mando, al tiempo que miraba por el cristal lateral como Dimov ayudaba a Pflug a meterse de nuevo en el refugio —. Cuando cuente a sus nietos el día de hoy, no se olvide de decirles que el aparato lo conducía el ex-campeón de Moscú de acrobacia aérea en flayer.

— No me olvidare — respondió el sismólogo, asiéndose a los brazos del sillón.

Pavlysh salió del viraje y dio toda la velocidad para dejar a la izquierda la columna de humo rosáceo y parduzco que se alzaba en la parte de la isla más alejada del refugio.

Unos siete minutos después vieron un solitario pájaro blanco que describía círculos a unos doscientos metros sobre las olas.

Al descubrir el flayer, el pájaro cobro altura y quedó inmóvil en el aire, como si quisiera mostrar el punto en que se hallaba Sandra. Pavlysh descendió y quedo a unos diez metros de las crestas de las olas. Pero incluso desde tal altura no vio de golpe a Sandra: su cuerpo se perdía entre las salpicaduras que el viento arrancaba al alborotado mar.

— ¿Ve? — preguntó el sismólogo, asomándose del aparato.

El viento arrastraba el flayer, y hubo que poner en marcha el motor, para no perder de vista a Sandra. Pavlysh sacó la escala, que se desenrolló blandamente y sumergió el extremo en el agua a cosa de un metro de Sandra.

— ¿Qué hay por ahí, Pavlysh? ¿Por qué callas? — dijo la radio.

— No tenemos tiempo para hablar. La hemos encontrado y vamos a subirla.

El pájaro pasó muy cerca de la cabina. En su pecho se veía el ovalado estuche negro de la emisora. El ave ascendió un poco, y su sombra le tapaba el sol a Pavlysh de vez en cuando.

El sismólogo tomó un rollo de cable y bajó hacia el agua. Pavlysh concentró toda su atención para no dejar que el viento apartara el flayer a un lado. Sandra, los brazos extendidos, se mecía en las olas, como en una cuna, y se habría dicho que sus movimientos eran conscientes.

Goguia, asido a la escalera con una mano, trataba con la otra de echar el lazo a Sandra. No lo conseguía. Pavlysh lamentó no poder abandonar el gobierno del aparato. Él lo habría hecho todo mucho más de prisa. Se veía que Goguia jamás había practicado el alpinismo. El cable se escapó otra vez. Al sismólogo le faltaba una mano para hacerlo pasar por los hombros de Sandra. A Pavlysh se le antojó que las oleadas de la desesperación que invadía al sismólogo llegaban a la cabina del flayer.

En aquel instante, la bioforma-pájaro resolvió dar un arriesgado paso. Planeó blanda y rápidamente contra el viento y, aprovechando el instante en que Sandra se deslizaba por el lomo de una ola y su cuerpo había emergido un tanto, tomó con el pico el lazo del cable y lo paso en un abrir y cerrar de ojos por los hombros de Sandra.

— ¡Tira! — grito Pavlysh al sismólogo.

Goguia, conservando a duras penas el equilibrio en la escalera, tiró en seguida; el lazo se deslizo más abajo y sujetó a Sandra por los codos. El pájaro logró con dificultad escapar de la ola siguiente. Cuando pasaba ante el flayer, Pavlysh advirtió que había arrojado la emisora. Pavlysh levantó aprobatorio el pulgar, y el pájaro se elevo casi verticalmente.

Pavlysh ayudó a Goguia a meter a Sandra en la cabina. Habrían transcurrido veinte minutos desde que despegaran.

El altavoz se desgañitaba, pidiendo noticias y preguntaba que sucedía.

— Habla Pavlysh — dijo el piloto, conectando la emisora —. A Sandra la hemos subido al flayer. Esta inconsciente.

— Oye — dijo Dimov —, no la toquéis. Ponedle una careta de oxígeno y abrigadla bien.

El sismólogo sacó una careta y un balón de oxígeno de reserva. Sandra tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía azul. El sismólogo le aparto el pelo, mojado, de la cara y se puso a ajustarle la careta. Las manos le temblaban a Goguia un poco. Pavlysh se dirigía en vuelo rasante hacia el refugio. Delante, como si fuese un faro, se alzaba una columna de humo. El pájaro volaba arriba en pos del flayer. La radio se hallaba conectada, y Pavlysh oyó que Dimov ordenaba a la canoa quedarse donde estaba y no regresar a la isla.