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— Dentro de treinta minutos.

— Entonces, le mostraremos el acuario y regresaremos en seguida. Escuchar a Dimov es muy interesante, pero no soporta la falta de puntualidad.

— Es extraño — observó Pavlysh —, aquí se habla de Dimov como si fuese un autócrata, cuando produce la impresión de ser una persona muy blanda y delicada.

— Con nosotros hay que mostrarse autócrata obligatoriamente, aunque sea con guantes de cabritilla. Yo, en lugar de Dimov, habría escapado ya de esta taifa de intelectuales. Hay que poseer un aguante increíble.

— Erico se equivoca otra vez — observo Sandra, a quien parecía agradar el poner en tela de juicio todas las opiniones de Ierijonski —. Dimov es, en efecto, una persona simpatiquísima y blanda, pero nosotros comprendemos que a él pertenece siempre la última palabra. No tiene derecho a equivocarse, ya que, si se equivoca, puede suceder algo muy malo. Aquí no hay vida tranquila. Todo eso son figuraciones de Ierijonski.

Terminó el pozo. Pavlysh permaneció unos segundos reclinado en la pared, esforzándose por sobreponerse al mareo. Ierijonski se dio cuenta y le dijo:

— Procuramos movernos todo lo posible. En el trabajo no nos desplazamos de acá para allá…

— Según quien — dijo Sandra, hacia quien Pavlysh había ya vuelto la cabeza, esperando una nueva objeción —. Yo he de moverme mucho, y otros, también.

— Yo no hablo de vuestro grupo — explico Ierijonski —. Vuestro grupo es otra cosa.

— ¿Y Marina Kim? — preguntó Sandra.

A Pavlysh le dio un vuelco el corazón. Por primera vez, aquel nombre había sido pronunciado allí con toda sencillez y naturalidad, como el de Dimov o el de Van. Por lo menos, podía abrigar ya la seguridad de que Marina se encontraba allí y había de moverse. De aquellas palabras se desprendía, además, que no pertenecía al grupo de Sandra. Pero se hallaba en la Estación, cerca, y quizás en aquel mismo instante Van le estuviera entregando la carta de la Tierra.

— ¿Qué tiene que ver aquí Marina? — exclamó, asombrado, Ierijonski, y, como si pidiera su apoyo a Pavlysh, a quien, por lo visto, consideraba mejor informado, agrego —: ¿Acaso se puede comparar?

Pavlysh se encogió de hombros. No sabía si se podía comparar a Ierijonski con Marina Kim. Aunque aquello confirmaba también su sospecha de que Ierijonski llevaba una vida tranquila, y Marina, no. Ierijonski corría por las escaleras, para no perder la forma, y Marina no corría tal peligro.

— ¡Pero si él no conoce a Marina! — dijo Sandra.

— ¡Ah, si, me había olvidado por completo!

— La vi en cierta ocasión — explico Pavlysh —. Hace mucho, en la Luna, unos seis meses atrás.

— ¡No puede ser! — exclamó Ierijonski —. Se equivoca usted…

— ¿Si? ¿Es que has olvidado la que se armó en el instituto? — preguntó Sandra —. Tienes memoria de grillo.

Ierijonski nada objetó.

Entraron en un espacioso local de techo muy bajo, sustentado por pilares en alguno que otro lugar. La pared opuesta a la entrada era transparente. Tras ella verdeaba el agua.

— Aquí ve nuestro acuario — dijo Ierijonski.

— Los dejo — anunció Sandra —. Debo entregar las cartas y luego iré al trabajo.

— Suerte — le deseó Ierijonski con voz trémula —. No te fatigues demasiado.

Pavlysh se acercó a la pared transparente. Muy cerca pasó veloz una bandada de morralla, los rayos del sol se abrían paso a través del agua y se disipaban arriba, creando la impresión de una inmensa sala invadida de niebla, bajo cuyo techo lucían unas lámparas invisibles. Se mecían las largas manos de las algas. El fondo del océano descendía más y más profundo, y de allí asomaban, borrosos, los picos de unas rocas negras. Un tiburón enorme subió de la tenebrosa hondura y nadó lento y majestuoso hacia el cristal. Lo seguía otro un poco menor.

De un lado, de una portilla que Pavlysh no veía, había aparecido Sandra. Vestía un ligero equipo de goma, aletas y grandes gafas. No veía los tiburones, y Pavlysh temió por ella. La joven nadó directamente hacia un tiburón.

— ¡Sandra! — gritó Pavlysh, precipitándose hacia el cristal.

El tiburón menor dio la vuelta con gracioso movimiento y se dirigió hacia Sandra. La elegancia de su movimiento denotaba una terrible fuerza primitiva.

— ¡Sandra!

— Tranquilízate — dijo Ierijonski, de cuya presencia Pavlysh se había olvidado por completo —. A mi también me da miedo a veces.

El tiburón y Sandra nadaban uno al lado del otro. Sandra decía algo al pez. Pavlysh habría jurado que le había visto abrir la boca. Luego Sandra ascendió un poco y se tendió en el lomo del tiburón, asiéndose a una aguda aleta, y el pez se deslizo inmediatamente a lo hondo. El otro escualo lo siguió.

Pavlysh se dio cuenta de que se hallaba en una postura incomoda, con la frente casi pegada al cristal. Se pasó la mano por la sien: se le había antojado que tenía el pelo revuelto. No era así. En fin de cuentas, todo lo que había visto era verosímiclass="underline" allí amaestraban animales marinos.

Pavlysh no sabía cuanto tiempo había transcurrido ya. Se volvió para preguntar a Ierijonski que significaba todo aquello. Pero el médico no estaba allí.

Pavlysh recordó que no había convenido con Dimov el lugar en que deberían encontrarse…

Subió arriba en el ascensor y dio sin dificultad con la espaciosa sala de los retratos. Pero allí no había nadie. Entonces retornó a su cuarto, pues suponía que lo más fácil para Dimov sería buscarlo allí.

La pieza estaba también vacía. Pavlysh se acercó al retrato de Marina. Ella miraba por encima de su cabeza, como si viera detrás algo muy interesante. Se curvaban hacia arriba las comisuras de sus carnosos labios: aquello no era todavía una sonrisa, pero si su comienzo. Habían transcurrido ya más de cuarenta minutos, y Dimov no daba señales de vida. Pavlysh se llegó a la ventana. Tras ella soplaba el viento. La habitación estaba muy silenciosa: el cristal no dejaba pasar el ruido. En el pasillo reinaba también el silencio. Súbitamente se oyó un leve tecleo, como si al lado se hubiese despertado un diligente grillo. Pavlysh miro alrededor. En la punta opuesta del obrador de Van había una máquina de escribir. Funcionaba. El borde del papel apareció sobre el carro y sobresalió de el unos cuantos centímetros, dejando ver una línea ya impresa. La máquina emitió un chasquido, y la esquela, cortada, cayó en el receptor. Pavlysh creyó que tal vez fuera para el. Quizás Dimov lo estuviera buscando y lo citara de tal guisa. Se acerco a la maquina y recogió la nota.

«Van — decía —, ¿como se llama ese hombre que llego hace poco?

Si se llama Pavlysh, no le hables de mi. Marina».

Pavlysh quedó de una pieza, la esquela en la mano. Marina no quería verlo. ¿Estaría enfadada con él? Pero ¿por qué? ¿Cómo debería conducirse en adelante? Sabía que Marina estaba allí…

— Vaya, aquí esta — dijo Dimov —. Hizo bien en volver al cuarto. Lo encontré enseguida. ¿Qué, estuvo abajo?

— Si — respondió Pavlysh. Debía dejar la esquela en su sitio, y dio un paso hacia la máquina..

— ¿Ha sucedido algo? — preguntó Dimov —. ¿Está disgustado?

Pavlysh había tendido ya hacia la maquina la mano en que tenía la esquela, pero cambió de parecer. ¿Para qué ocultar nada? Pasó la esquela a Dimov.