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Drinkwater aguardaba en la popa. Al arriar la vela mayor, haló de la escota suelta, adujándola.

De repente, se oyó un grito a proa.

Al inclinarse para abrir la escotilla y dejar paso al cocinero de los prisioneros, éste derramó el contenido hirviendo de la olla sobre el rostro del centinela.

En un santiamén, los americanos se hicieron con el mosquetón del infante de marina y amenazaron a los cuatro marineros que en ese momento arriaban la vela trinquete. Durante una centésima de segundo, nadie movió un músculo en la cubierta de la Algonquin, luego, con un grito, los americanos corrían ya hacia popa. Se lanzaron contra los marineros desarmados, que soltaron las drizas; los rebeldes desengancharon las drizas de sus cornamusas y bracearon hacia popa, como una gran marea humana. La trinquete se desplomó en un instante, multiplicando la confusión.

Los marineros de proa fueron maniatados en poco tiempo, pero en la popa, Hagan contaba con varios infantes de marina. Abrieron fuego con los mosquetes, haciendo que se desplomasen varios americanos. El teniente Price desnudó su sable y saltó para alcanzar el cañón de estribor. Abrió fuego. El rugiente fogonazo rasgó la niebla y la metralla envolvía a amigos y enemigos. La marea humana se detuvo un instante y luego siguió avanzando hacia popa.

Drinkwater seguía inmóvil en su puesto. Aquello no era más que un sueño. En un instante, la niebla se levantaría y la Algonquin volvería a ser de nuevo una goleta en orden. La bala de una pistola rebotó a su lado, en el pasamanos. Vio a Price que, con una aterradora mueca, lanzaba estocadas con su esbelto sable. Primero uno y luego ya eran dos rebeldes quienes habían recibido la afilada punta en sus cuerpos. Entonces, con un estremecedor ruido sordo, un espeque blandido por un gigante indio mestizo abrió el cráneo del teniente.

De repente, Drinkwater se sintió inexplicablemente furioso. Nada podría resistir el furioso ataque de los americanos. Era apenas consciente de los tres o cuatro corsarios que mantenían a raya a los marineros e infantes de marina británicos. Supo que estaba a punto de morir y eso le enfureció. Esta rabia lo estaba asfixiando y las lágrimas le nublaban la vista. Sin saber cómo, arremetió daga en mano. El mestizo grandullón lo vio demasiado tarde. El hombre había recogido el sable de Price por pura curiosidad. Cuando se percató de que el guardiamarina corría hacia él, se inclinó y estiró el sable a modo de cuchillo de caza.

Drinkwater recordó sus prácticas de esgrima. Cuando el indio lanzó su espada hacia arriba, la daga de Drinkwater se enroscó en el foible del sable, con un movimiento semicircular. Enganchó la hoja en una finta, elevó la punta de su daga y con su propio impulso, clavó su minúscula daga en el estómago del indio.

El hombre aulló de dolor y sorpresa al chocar ambos cuerpos. Después, se derrumbó sobre Drinkwater. Durante tan sólo un instante, la rabia de Drinkwater se evaporó dejando lugar a un miedo repentino y helador, un miedo que se confundía con una irresistible sensación de alivio. Entonces, recibió un golpe en la cabeza que le hizo sumergirse en un remolino de inconsciencia.

Cuando Drinkwater volvió en sí, pasaron varios minutos antes de que fuese plenamente consciente de lo que había pasado. Estaba confundido por la oscuridad total y por el crujido que oía a intervalos regulares, rematado por una serie de golpes secos, casi simultáneos, antes de comenzar otra vez.

– ¿D… dónde demonios estoy? -preguntó en voz alta.

Por respuesta recibió un gruñido. Una mano le agarró la rodilla.

– ¿Señor Drinkwater? -preguntó una voz forzada que dejaba traslucir dolor y preocupación.

– Sí .

– Grattan, señor, infante de marina.

– Ah… ah, sí.

– Estamos en el castillo de proa… sólo los heridos, señor…

– ¿Heridos?

– Sí, señor, usted estaba inconsciente. Yo tengo el brazo roto…

– Ah… lo siento.

– Gracias, señor.

El cerebro de Drinkwater comenzaba a entender la situación, y el desproporcionado y doloroso chichón que tenía en la coronilla atestiguaba la veracidad de lo que había dicho el infante de marina. Recordó todo lo que había pasado. Se sentó y evaluó la situación.

– ¿Qué es ese ruido?

– Bogan, señor… eso es lo que hacen los demás.

Antes de que pudiera hacer otra pregunta, se abrió la escotilla. Unas cuantas gotas frías de humedad gotearon sobre el rostro de Drinkwater, que miraba hacia arriba; entonces, la silueta de un hombre que descendía bloqueó la nublada luz del día.

El hombre se dobló sobre cada uno de los prisioneros. Al llegar a Drinkwater, le dijo resoplando:

– Tú estás bien. ¡A cubierta!

Lo agarró por el brazo y lo puso de pie.

Poco después, Drinkwater se aguantaba erguido a duras penas sobre la cubierta de la Algonquin y miró a popa. Allí estaba el origen de aquel extraño sonido. Aún envuelta en un manto de niebla, la Algonquin avanzaba lenta pero segura sobre el gris y brumoso mar. Entre las portas, se habían encajado varios toletes de roble al pasamanos. En cada tolete, había un remo largo. En cada remo, dos hombres dando paladas, adelante y atrás, para que la goleta siguiese su rumbo hacia el sur. Casi todos los bogadores eran británicos. Uno de los americanos caminaba por cubierta, arriba y abajo, con el extremo de un cabo en mano. De vez en cuando, azotaba la espalda desnuda de algún marinero o la casaca roja de algún infante de marina, oscurecidas por el sudor.

A Drinkwater lo empujaron por la cubierta, le dieron un cacillo de metal lleno de agua verde del barril y, a empellones, lo colocaron al lado de un infante de marina que bogaba a babor. Era Hagan. Estaba empapado en sudor, pues de la jarcia goteaba el rocío de la niebla.

Hagan lo saludó entre dientes y Drinkwater asió el guión del remo. Estaba resbaladizo por la sangre y otros fluidos del hombre al que había reemplazado. A los quince minutos, Drinkwater supo por qué la goleta corsaria iba a remo. El avance en medio de la niebla suponía una ventaja para el capitán americano, pero también era la forma más eficiente de agotar a los británicos. Una tripulación de presa exhausta no intentaría nada.

Transcurrió una hora, Drinkwater había sucumbido a un estado de aturdimiento total. No sentía ya ni los latigazos. Parecía que le iba a estallar la cabeza, y su cerebro ya no funcionaba. Hagan lo sacó de su letargo. El sargento de los infantes de marina le susurró entre dientes:

– Se levanta viento.

Drinkwater movió la cabeza y se limpió el sudor de los ojos. Una ventolina meció la superficie grasienta del mar. El sol brillaba y calentaba ahora con más fuerza. No sabía qué hora era o cuánto tiempo había estado semiinconsciente. La niebla empezó a disiparse. Casi imperceptiblemente, el viento y el sol consiguieron atravesar las sombras.

Una hora más tarde, se había levantado la brisa. Ligera y variable, se estabilizó como un viento del noroeste. Al principio, sopló un céfiro y poco a poco, pasó a ser brisa, y el capitán americano ordenó que se guardaran los remos y se izaran las velas. Antes de que los encerraran entrecubiertas, en el castillo de proa, Drinkwater se percató de que la Algonquin se dirigía hacia el sudeste; había oído la orden para el timonel. Al cerrarse la escotilla sobre los británicos, la goleta escoró y el agua del Canal pasó silbando por encima de las falcas a una velocidad creciente.

Cambio de suerte

Agosto de 1780

El trozo de abordaje británico a bordo de la Algonquin presentaba un penoso estado. Los americanos habían retomado el barco al anochecer. Durante toda la noche, los británicos habían navegado hacia el sur, alejándose de la costa de Cornualles. Al amanecer, cuando el guardiamarina recobró la consciencia, fue conducido a cubierta. Cuando se levantó la brisa, ya había avanzado el día.