Devaux dejó escapar un silbido.
– El Congreso Continental -continuó Hope- ya ha devaluado el valor de su propia moneda hasta tal punto que si se produce una inundación de billetes en los mercados de las zonas rebeldes, arruinará toda credibilidad en su propia competencia para gobernar, atrayendo a numerosos yanquis a la causa del rey. Creo que hay previstos considerables ataques contra las plantaciones de tabaco de Virginia para arruinar aún más la economía rebelde.
– Entiendo, señor -dijo Devaux pensativo. Los dos reflexionaban sobre el asunto y, entonces, el más joven dijo:
– Lo cierto es que parece una forma muy peculiar de suprimir la rebelión, señor.
– Sin duda, lo es, señor Devaux, decididamente peculiar. Pero su señoría, lord George Germaine, secretario de Su Majestad para las Colonias, parece ser de la opinión de que resultará infalible.
– ¡Ah, Germaine! -replicó con indignación Devaux-. Esperemos que su juicio sea mejor que en la batalla de Minden.
Hope no respondió. A su edad, el desdén juvenil era un derroche de energía totalmente innecesario. Se refugió en un cinismo silencioso. Germaine, North, Sandwich, Arbuthnot y Clinton eran los comandantes en jefe militares y navales destacados en Norteamérica, todos ellos nombrados por la gracia de Dios.
– Gracias, señor Devaux.
– Gracias, señor -respondió Devaux, cogiendo su sombrero y abandonando la cabina.
Morris estaba abajo cuando el primer oficial solicitó su presencia. Irónicamente, White le transmitió el mensaje. Al no percibir amenaza alguna en el muchacho, Morris se dirigió a la cabina con aire arrogante.
– ¿Señor?
– Ah, sí, señor Morris -dijo Devaux con consideración-. Entiendo que se ha producido cierta diferencia de opiniones entre sus compañeros de rancho y usted. ¿Es eso cierto?
– Bueno, hmm, sí señor, en realidad, así ha sido, señor. Pero ya se ha solucionado, señor.
– A su entera satisfacción, creo -preguntó el primer oficial, sin apenas poder contener el sarcasmo de su voz.
– Sí, señor.
– Pero no a la mía. -Devaux le dirigió una dura mirada a Morris-. ¿Fue usted el primero en golpear?
– Bueno, señor, yo…
– ¿Fue usted, señor? ¿Lo fue?
– Sí señor -susurró Morris.
– ¿Fue provocado?
Morris sintió que era una trampa. No podía decir que le habían provocado, puesto que Cranston testificaría en su contra y ello le perjudicaría.
Se conformó con un ademán resentido.
– Señor Morris, ha sido usted fuente de problemas en este barco y debería destituirlo, por no hablar de la soga que contempla el artículo 29 de las Ordenanzas Militares…-Morris palideció y comenzó a respirar con dificultad-. Pero haré que le transfieran a otro barco cuando nos reunamos de nuevo con la flota. No intente conseguir un puesto en ningún barco del que yo sea primer oficial o, por Dios, que le haré tirar por la borda. Mientras tanto, no ejercerá influencia alguna en el sollado, ¿me entiende?
Morris asintió.
– Muy bien, y de momento, irá usted a la cofa del juanete de proa, donde permanecerá hasta que considere que se requiere su presencia en cubierta.
Acción de guerra con la Creole
Febrero de 1781
La Cyclops, fragata de su Británica Majestad, de 36 cañones, llamó a zafarrancho de combate, escorada por una constante brisa del sudoeste, ciñendo por la amura de babor. A barlovento, la presa intentaba huir con desesperación. Aún no habían izado pabellón alguno, pero en la Cyclops creían que el barco era americano.
Parecía un inchimán, pero las voces más cínicas recordaron que el capitán Pearson se había visto obligado a rendirse a Paul Jones en el Bonhomme Richard. También era un inchimán.
En el puente, Hope rezaba en silencio para que fuese un buque mercante. En ese caso, resultaría una presa fácil. Si operaba con patente de corso, podría ser un hueso mucho más duro de roer. Pero lo más importante era que Hope deseaba que su llegada a la costa se hiciese en secreto. Fuese como fuese la persecución, Hope quería asegurarse la presa.
Devaux le instó a izar insignia francesa, pero Hope puso alguna objeción. Sentía poco aprecio por esos trucos baratos y ordenó que se izase el pabellón británico. Tras un momento, la presa cazó sus velas mayores e hizo ondear la insignia americana.
– ¡Ahí está! Acepta la batalla. A sus puestos, caballeros. Se avecina mucho trabajo. Señor Blackmore, haga lo mismo con nuestras velas y abajo las juanetes.
Al reducir el trapo por las lentas y pesadas maniobras de preparación previas a entablar combate, la Cyclops se acercó a su enemigo. En la cofa del trinquete, Drinkwater se asomó bajo las relingas del velacho.
Había algo raro en aquel barco que se estaba acercando.
– Tregembo, no le quites ojo al barco. ¿Ves algo raro?
El marinero abandonó su cañón giratorio y echó un vistazo hacia el buque, que parecía aguardar a la fragata británica.
– No, señor, pero… un momento, parece como si hubiera plata en su pasamanos… no, ya no la veo -se incorporó, rascándose la cabeza.
– ¿Pudiste ver el reflejo de la plata?
– Sí, señor, al menos, eso creo.
Drinkwater miró hacia popa. Cranston, en la cofa del mayor, le saludó con la mano y él le devolvió el saludo. De pronto, tomó la decisión y se deslizó por las arraigadas.
En cubierta, chocó con Morris, que ahora era el guardiamarina de señales.
– ¿Qué demonios haces a popa? -bufó Morris-. Vete a proa, a tu puesto, ¡zopenco! -Drinkwater lo esquivó y se dirigió a Hope.
– ¡Señor! ¡Señor!
– ¡Qué demonios…! -Hope y Devaux se dieron la vuelta ante la interrupción de la estrecha vigilancia a la que mantenían al buque americano.
– Señor, creo que he visto el reflejo del sol en las bayonetas desde la cofa del trinquete.
– Bayonetas, cielo santo… -También Wheeler giró sobre sus talones al oír aquella palabra militar. Se volvió a girar, llevándose el catalejo a los ojos. Fue tan sólo un instante, pero el sol volvió a reflejarse sobre el acero.
– Sí, señor, son bayonetas, sin duda. Cuenta con una o dos malditas compañías, señor, ¡que me aspen si no las tiene! -exclamó el oficial de los infantes de marina.
– Eso será lo que suceda si lo que dice es cierto -replicó Hope-; así que quiere batallar y abordar con la infantería… Señor Devaux, manténganos en esta posición durante un momento y dispare a la parte alta de su aparejo.
– Sí, sí señor -dijo Devaux mientras comenzaba a gritar sus órdenes.
– Gracias, señor Drinkwater. Puede regresar a su puesto.
– Sí, señor.
– ¡Lameculos! -le espetó Morris al pasar por su lado.
Hope estaba en lo cierto. El buque enemigo había sido un inchimán francés, pero operaba con una patente firmada por el propio George Washington. A pesar de pertenecer a las autoridades americanas, el barco era comandado por un osado francés que había navegado bajo bandera rebelde desde que los americanos solicitasen ayuda de los jóvenes aventureros de Europa.
Este oficial tenía a bordo parte del batallón de la milicia americana que, expulsado recientemente de Georgia por sus compatriotas leales al rey británico, había recuperado su arrogancia tras recibir una arenga conmovedora de sus aliados y los soldados estaban ansiosos por disparar de nuevo sus mosquetes.
Aunque Hope había evaluado correctamente las tácticas de su adversario, era ya demasiado tarde para evitarlas. Al abrir fuego al unísono, el enemigo se retiró levemente para luego abalanzarse sobre el barco británico. En ese acercamiento pudieron leer el nombre rebelde en el espejo de popa: La Creole.