Выбрать главу

Capítulo 1

El tema de los mujeriegos se ha tratado con anterioridad en esta columna, y Esta Autora ha llegado a la conclusión de que hay mujeriegos y Mujeriegos.

Anthony Bridgerton es un Mujeriego.

Un mujeriego (con minúscula) es joven e inmaduro. Hace alarde de sus hazañas, se comporta con suma imbecilidad y se cree peligroso para las mujeres.

Un Mujeriego (con mayúscula) sabe que es peligroso para las mujeres.

No hace alarde de sus hazañas porque no siente ninguna necesidad. Sabe que tanto hombres como mujeres murmurarán sobre él. Sabe quién es y qué ha hecho; los demás cuentos son superfluos.

No se comporta como un idiota por la sencilla razón de que no lo es (no más de lo que debe esperarse de todos los miembros del género masculino). Tiene poca paciencia con las debilidades de la sociedad, y con toda franqueza, la mayoría de las veces Esta Autora no puede decir que le culpe.

Y si eso no describe a la perfección al vizconde de Bridgerton – sin duda el soltero más cotizado de esta temporada-, Esta Autora dejará Su pluma de inmediato. La única pregunta es: ¿será 1814 la temporada en la que por fin sucumba a la exquisita dicha del matrimonio?

Esta Autora piensa…

que no.

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

20 de abril de 1814

– Por favor, déjame que lo adivine -dijo Kate Sheffield a toda la habitación-, otra vez ha escrito sobre el vizconde Bridgerton.

Su hermanastra Edwina, a la que llevaba casi cuatro años, alzó la vista desde detrás del diario de una sola hoja.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque se te escapa la risa como a una loca.

Edwina soltó una risita que sacudió el sofá de damasco azul en el que las dos estaban sentadas.

– ¿Lo ves? – continuó Kate dándole un codazo en el brazo -. Siempre te ríes cuando escribe de algún libertino reprochable. -Pero Kate esbozó una sonrisa. Pocas cosas le gustaban más que tomar el pelo a su hermana. De buenas, por supuesto.

Mary Sheffield, la madre de Edwina y madrastra de Kate desde hacía casi dieciocho años alzó la vista un instante de su bordado y se subió las gafas un poco más por el caballete de la nariz.

– ¿De qué os reís vosotras dos?

– A Kate le ha dado un pronto porque lady Confidencia está escribiendo otra vez sobre ese vizconde tarambana – explicó Edwina.

– No me ha dado ningún pronto -dijo Kate, aunque nadie le hizo caso.

– ¿Bridgerton? -preguntó Mary con aire distraído.

Edwina asintió.

– Sí.

– Siempre escribe sobre él.

– Creo que la verdad es que le gusta escribir sobre mujeriegos-comentó Edwina.

– Por supuesto que le gusta -replicó Kate-. Si escribiera sobre gente aburrida, nadie compraría su periódico.

– Eso no es cierto -contestó Edwina-. La semana pasada sin ir más lejos escribió sobre nosotras, y Dios sabe que no somos la gente más interesante de Londres.

Kate sonrió ante la ingenuidad de su hermana. Kate y Mary tal vez no fueran las personas más interesantes de Londres, pero Edwina, con su cabello color mantequilla y sus ojos de aquel azul sorprendentemente claro, ya había sido nombrada la Incomparable de 1814. Por otro lado, Kate, con su vulgar pelo marrón y ojos del mismo color, era referida por lo general como «la hermana mayor de la Incomparable».

Suponía que había peores apelativos. Al menos, todavía nadie había empezado a llamarla «la hermana solterona de la Incomparable», algo que se aproximaba a la verdad muchísimo más de lo que cualquiera de los Sheffield quisiera admitir. Con veinte años (casi veintiuno, puestos a ser escrupulosamente sinceros al respecto), Kate ya estaba un poco entradita en años para disfrutar de su primera temporada en Londres.

Pero, en realidad, no había habido otra opción. La familia Sheffield no era rica ni siquiera en vida del padre de Kate, y desde su muerte cinco años atrás se habían visto obligadas a economizar aun más. Si bien era cierto que su situación no era para ingresar en la casa de caridad, tenían que mirar cada penique y cada libra.

Con tales apuros económicos, las Sheffield sólo podrían juntar los fondos para pagar un único viaje a Londres. Alquilar una casa -y un carruaje- y contratar el mínimo necesario de criados para pasar la temporada costaba dinero. Más del que podían permitirse gastar dos veces. Por consiguiente, tuvieron que ahorrar durante cinco años enteritos para poder permitirse este viaje a Londres. Y si las chicas no tenían éxito en el Mercado Matrimonial…, bien, nadie iba a encerrarles en la prisión de morosos, pero tendrían que contentarse con una vida discreta de digna escasez en alguna pequeña y encantadora casita en Somerset.

Por lo tanto las dos muchachas se vieron obligadas a hacer su debut el mismo año. Habían decidido que el momento más lógico sería cuando Edwina cumpliera los diecisiete y Kate casi tuviera veintiuno. A Mary le habría gustado esperar hasta que Edwina tuviera dieciocho y fuera un poco más madura, pero entonces Kate tendría casi veintidós, y cielos, ¿quién querría casarse entonces con ella?

Kate sonrió con gesto irónico. Ni siquiera había querido una tem porada en Londres. Desde el principio sabía que no era el tipo de chica que atraía la atención de la aristocracia más elitista. No era lo suficientemente guapa como para compensar la falta de dote, y nunca había aprendido a sonreír, a moverse con afectación, caminar con delicadeza y todas esas cosas que otras chicas parecían saber desde la cuna. La propia Edwina sabía de algún modo cómo estar de pie, caminar y suspirar para que los hombres se disputaran a golpes el honor de ayudarla a cruzar la calle, pese a no ser ninguna inválida.

Kate, por otra parte, siempre sobresalía por su altura y hombros erguidos; era incapaz de permanecer sentada quieta aunque su vida dependiera de ello y caminaba siempre como si participara en una carrera. ¿Y por qué no?, se preguntaba. Si una iba a algún sitio, ¿qué sentido tenía no intentar llegar a aquel punto lo más rápido posible?

En cuanto a la actual temporada en Londres, ni siquiera la ciudad le gustaba demasiado. Oh, se lo estaba pasando bastante bien y había conocido a unas cuantas personas agradables, pero todo aquello parecía una horrible pérdida de dinero para una joven que se habría quedado tan contenta permaneciendo en el campo y encontrando allí a algún hombre formal que quisiera casarse con ella.

Pero Mary no quería saber nada de todo eso.

– Cuando me casé con tu padre -decía- juré quererte y criarte con todo el cariño y atención que le daría a mi propia hija.

Kate había conseguido introducir tan sólo un único «Pero…» antes de que Mary siguiera adelante:

– Tengo una responsabilidad también con tu pobre madre, Dios la guarde en paz. Parte de esa responsabilidad es verte felizmente casada y con el futuro asegurado.

– En el campo también podrías yerme felizmente casada y con el futuro asegurado -había replicado Kate.

Mary rebatió:

– En Londres hay más hombres entre los que escoger.

Tras lo cual Edwina se había sumado a la conversación y había insistido en que se sentiría del todo desdichada sin ella, y puesto que Kate nunca podía soportar ver a su hermana infeliz, su destino quedó escrito.

De modo que aquí estaba ella, sentada en un salón un poco ajado en una casa alquilada de un sector de Londres casi elegante y…

Miró a su alrededor con aire travieso.

…porque estaba a punto de arrebatarle a su hermana el diario que sostenía en las manos.

– ¡Kate! -chilló Edwina. Los ojos se le salían de las órbitas mientras miraba el pequeño triángulo de papel que le había quedado entre el pulgar y el índice de la mano derecha-. ¡Aún no había acabado!