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– Cuando lo hagáis -dijo Kate volviéndose a su hermana- aseguraos de eliminar el volante de la manga. Es una distracción horrorosa. Y pica. Estuve a punto de arrancarlo allí mismo en el baile de los Ashbourne.

Mary entornó los ojos.

– Estoy sorprendida y al mismo tiempo agradecida de que te dignaras a comedirte.

– Yo estoy sorprendida pero no agradecida -dijo Edwina con una sonrisa maliciosa-. Pensad sólo en el jugo que le habría sacado a eso lady Confidencia.

– Ah, sí -dijo Kate devolviéndole la mueca-. Me lo imagino, «El narciso chamuscado se arranca los pétalos».

– Me voy arriba -anunció Mary sacudiendo la cabeza al oír las gracias de sus hijas-. Intentad no olvidar que tenemos que asistir a una fiesta esta noche. Tal vez queráis, chicas, descansar un poco antes de salir. Estoy segura de que, una noche más, regresaremos bastante tarde a casa.

Kate y Edwina asintieron y murmuraron sus promesas de tener aquello en cuenta mientras Mary recogía el bordado y salía de la habitación. En cuanto se marchó, Edwina se volvió a Kate y le preguntó:

– ¿Has decidido qué vas a llevar hoy?

– La gasa verde, creo. Debería ir de blanco, lo sé, pero temo que no me quede bien.

– Si no vas de blanco -dijo Edwina por lealtad-, entonces yo tampoco lo haré. Llevaré la muselina azul.

Kate asintió con aprobación mientras volvía a hojear el diario que tenía en la mano, a la vez que intentaba sostener a Newton, que se había puesto patas arriba, colocado para que le frotaran la barriga.

– Justo la semana pasada, el señor Berbrooke dijo que eras un ángel vestido de azul, por lo bien que le va este color a tus ojos.

Edwina pestañeó llena de sorpresa.

– ¿El señor Berbrooke dijo eso? ¿Te lo dijo a ti?

Kate volvió a alzar la vista.

– Por supuesto. Todos tus pretendientes intentan trasmitir sus cumplidos a través de mí.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué iban a hacerlo?

Kate sonrió lentamente, con aire de indulgencia.

– Bien, para tu conocimiento, Edwina, podría tener algo que ver con cierta ocasión en la que anunciaste a todo el público presente en la velada musical de los Smythe-Smith que nunca te casarías sin la aprobación de tu hermana.

Las mejillas de Edwina se sonrosaron un poco.

– No fue a todo el público -balbució.

– Pues casi. La noticia se propagó más rápido que el fuego por los tejados. Yo ni siquiera estaba en la sala en ese momento y tardé sólo dos minutos en enterarme.

Edwina cruzó los brazos y soltó un «mmf» que hizo que pareciera su hermana mayor.

– Bien, es la verdad, o sea que no me importa quién lo sepa. Sé que todo el mundo espera de mí que haga una boda grandiosa y esplendorosa, pero no tengo que casarme con alguien que no se porte bien conmigo. Alguien con condiciones para impresionarte a ti sin duda sería satisfactorio.

– ¿Así que soy tan difícil de impresionar?

Las dos hermanas se miraron la una a la otra y contestaron al unísono.

– Sí.

Pero mientras Kate se reía junto con Edwina, creció en su interior una preocupante sensación de culpabilidad. Las tres Sheffield sabían que iba a ser Edwina la que conseguiría enganchar a un noble o la que lograría casarse con una fortuna. Sería Edwina quien garantizaría el futuro a su familia, y les permitiera salir de su digna escasez. Edwina era una belleza, mientras Kate era…

Kate era Kate.

A Kate no le importaba. La belleza de Edwina era un hecho de la vida. Hacía tiempo que Kate había acabado por aceptar ciertas verdades. Kate nunca aprendería a bailar el vals sin ser ella la que intentara guiar a su pareja; siempre tendría miedo de las tormentas eléctricas, por mucho que se repitiera que estaba siendo tonta; y se pusiera lo que se pusiera, no importaba cómo se peinara o aunque se pellizcara las mejillas, nunca estaría tan guapa como Edwina.

Por otro lado, Kate no estaba segura de si le gustaría recibir toda la atención de la que Edwina era objeto. Y estaba acabando por comprender que tampoco le deleitaría la responsabilidad de tener que hacer una buena boda para mantener a su madre y a su hermana.

– Edwina -dijo Kate con voz suave y unos ojos que de repente se habían tornado serios-, no tienes que casarte con alguien que no te guste. Eso lo sabes.

Edwina asintió y de repente parecía que fuera a llorar.

– Si decides que no hay un solo caballero en Londres que no sea lo bastante bueno para ti, pues ya está. Regresaremos a Somerset y disfrutaremos de nuestra propia compañía, sin más. De todos modos, no hay nadie con quien yo me lo pase mejor.

– Ni yo -susurró Edwina.

– Y si encuentras a un hombre que te haga perder el sentido, entonces Mary y yo estaremos encantadas. Tampoco tiene que preocuparte dejarnos a nosotras dos. Disfrutaremos la una de la compañía de la otra.

– Es posible que tú también encuentres a alguien con quien casarte -indicó Edwina.

Kate notó que sus labios formaban una pequeña sonrisa.

– Es posible -concedió, aunque sabía que lo más probable era que no fuera así. No quería quedarse soltera para toda la vida, pero dudaba que fuera a encontrar un marido aquí en Londres-. Tal vez uno de tus pretendientes enfermos de amor recurra a mí una vez que se percate de que eres inalcanzable -bromeo.

Edwina intentó darle con el cojín.

– No seas tonta.

– ¡Y no lo soy! -protestó Kate. No lo era. Con toda franqueza, aquélla parecía la vía más probable para que ella encontrara un marido en la capital.

– ¿Sabes con qué tipo de hombre me gustaría casarme? -preguntó Edwina y de pronto puso ojos soñadores.

Kate sacudió la cabeza.

– Un intelectual.

– ¿Un intelectual?

– Un erudito -dijo Edwina con firmeza.

Kate se aclaró la garganta.

– No estoy segura de que vayas a encontrar muchos de estos en la ciudad durante la temporada.

– Lo sé. -Edwina soltó un pequeño suspiro-. Pero lo cierto es que, y tú lo sabes, aunque se supone que no debería soltarlo en público, soy todo un ratón de biblioteca. Preferiría pasarme el día entre libros que dando vueltas por Hyde Park. Creo que disfrutaría de la vida con un hombre que también tuviera aspiraciones intelectuales.

– Cierto. Hummm… -La mente de Kate funcionaba con frenesí. Tampoco era probable que Edwina encontrara a un intelectual en Somerset-. ¿Sabes, Edwina? Podría ser difícil encontrar un verdadero erudito fuera de las ciudades universitarias. Tal vez tengas que contentarte con un hombre al le guste leer y aprender tanto como a ti.

– Eso estaría bien -aceptó feliz Edwina-. Estaría muy contenta con un intelectual amateur.

Kate soltó un suspiro de alivio. Sin duda podrían encontrar en Londres a alguien a quien le gustara leer.

– ¿Y sabes qué? – añadió Edwina -. Nunca te puedes fiar de las apariencias. Todo tipo de personas son intelectuales en sus ratos libres. Vaya, incluso el vizconde de Bridgerton, del que no deja de hablar lady Confidencia podría ser en el fondo un erudito.

– Cuidado con lo que dices, Edwina. No vas a tener nada que ver con el vizconde de Bridgerton. Todo el mundo sabe que es un mujeriego de la peor clase. De hecho, es el peor de los mujeriegos, y sanseacabó. De todo Londres. ¡De todo el país!

– Lo sé, sólo le estaba poniendo de ejemplo. Aparte, no es probable que escoja esposa este año. Eso dice lady Confidencia, y tú misma has dicho que casi siempre está en lo cierto.

Kate dio una palmadita en el brazo a su hermana.

– No te preocupes. Te encontraremos un marido apropiado. Pero no, desde luego que no, ¡no el vizconde de Bridgerton!

En aquel preciso momento, su tema de conversación se encontraba pasando el rato en White’s con dos de sus tres hermanos más jóvenes, disfrutando de una copa por la tarde.

Anthony Bridgerton se recostó en su sillón de cuero y contempló su whisky escocés con expresión pensativa mientras lo hacía girar. Luego anunció: