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– Estoy pensando en casarme.

Benedict Bridgerton, quien llevaba un rato entregado a un vicio que su madre detestaba -oscilar tambaleante sobre las dos patas traseras de su silla- se cayó al suelo.

Colin Bridgerton se atragantó.

Por suerte para Colin, Benedict volvió a incorporarse a tiempo para darle una sonora palmada en la espalda y mandar una aceituna verde volando por encima de la mesa.

Por poco alcanza la oreja de Anthony.

Anthony dejó pasar aquella humillación sin comentarios. Era demasiado consciente de que su repentina declaración había provocado un poco de sorpresa.

Bueno, tal vez algo más que un poco. Completa, total y absoluta, eran las palabras que vinieron a su mente.

Anthony sabía que no daba la imagen de un hombre que había sentado la cabeza. Había pasado la última década como un vividor de la peor clase, buscando placer donde podía. Como bien sabía, la vida era corta y sin duda había que disfrutarla. Oh, desde luego que había mantenido un cierto código de honor. Nunca había coqueteado con jovencitas de buena familia. Cualquier muchacha que tuviera algún derecho a exigirle matrimonio quedaba estrictamente relegada a territorio prohibido.

Puesto que tenía cuatro hermanas menores, Anthony mostraba un grado saludable de respeto por la buena reputación de las mujeres de buena cuna. Ya casi se había batido en duelo por una de sus hermanas, y todo por un desaire a su honor. Y en cuanto a las otras tres… tenía que admitir sin reparos que sentía un sudor frío sólo de pensar en que se enredaran con un hombre con una reputación parecida a la suya.

No, era cierto, no iba a aprovecharse de la hermana menor de otro caballero.

Pero en cuanto a otros tipos de mujeres -viudas y actrices, que sabían lo que querían y dónde se estaban metiendo- disfrutaba de su compañía y disfrutaba a tope. Desde el día en que salió de Oxford y partió hacia al oeste, a Londres, nunca le había faltado una amante.

Y en ocasiones, pensó con ironía, no le habían faltado dos.

Podía decirse que había participado en todas las carreras de caballos que la sociedad organizaba, había boxeado en Jackson’s y había ganado más partidas de cartas de las que podía recordar. (Había perdido unas cuantas también, pero esas no las consideraba.) La década de los veinte a los treinta había transcurrido en una búsqueda consciente de placer, atenuada sólo por su abrumador sentido de la responsabilidad para con su familia.

La muerte de Edmund Bridgerton había sido repentina e inesperada; no había tenido ocasión de manifestar ninguna petición final a su hijo mayor antes de fallecer. Pero Anthony estaba seguro de que, si lo hubiera hecho, le habría pedido que cuidara de su madre, hermanos y hermanas con la misma diligencia y afecto que Edmund había mostrado.

Por lo tanto, entre las rondas de fiestas y las carretas de caballos de Anthony, había enviado a sus hermanos a Eton y a Oxford, había asistido a una cantidad apabullante de recitales de piano ofrecidos por sus hermanas (toda una proeza, tres de las cuatro carecían de oído para la música), y había seguido de cerca las finanzas familiares. Con siete hermanos y hermanas, consideraba su deber garantizar que hubiera dinero suficiente para asegurar el futuro de todos.

Según se acercaba a los treinta años, se había percatado de que pasaba cada vez más y más tiempo atendiendo su herencia y a su familia y cada vez menos en su antigua búsqueda de decadencia y placer. Y había comprendido que le gustaba de este modo. Aún tenía amantes, pero nunca más de una cada vez, y descubrió que ya no sentía la necesidad de participar en cada carrera de caballos que se organizaba o de quedarse hasta tarde en una fiesta sólo para ganar esa última mano de cartas.

Por supuesto, conservaba la misma reputación que años atrás. Eso era algo que en sí no le importaba. Había ciertas ventajas en que se le considerara el vividor más censurable de toda Inglaterra. Por ejemplo, le temían casi en todas partes.

Todo tenía un lado bueno.

Pero ahora era el momento de casarse. Tenía que sentar cabeza, tener un hijo. Al fin y al cabo, tenía que transmitir a alguien su título. Sintió una penetrante punzada de lástima -y tal vez también un toque de culpabilidad- porque era poco probable que viviera para ver a su hijo convertido en adulto. Pero ¿qué podía hacer? Era el primogénito Bridgerton de un primogénito Bridgerton de un primogénito Bridgerton, hasta ocho veces. Tenía la responsabilidad dinástica de ser fértil y multiplicarse.

Aparte, le producía cierto consuelo saber que dejaba tres hermanos competentes y bondadosos. Ellos se ocuparían de que su hijo fuera criado con el amor y el honor del que todos los Bridgerton habían disfrutado. Sus hermanas mimarían al niño, y su madre tal vez lo malcriaría…

Anthony sonrió un poco mientras pensaba en su numerosa y a veces ruidosa familia. Su hijo no necesitaría un padre para ser querido.

Y tuviera los hijos que tuviera, bien, era probable que no le recordasen una vez faltara. Serían pequeños, aún no formados. No le había pasado por alto que, de todos los niños Bridgerton, a él, el mayor, le había afectado más profundamente la muerte de su padre.

Dio otro trago a su whisky y enderezó los hombros, apartando cavilaciones tan desagradables de su mente. Necesitaba concentrarse en el tema que tenía entre manos, a saber, la búsqueda de una esposa.

Puesto que era un hombre bastante exigente y en cierto modo organizado, había hecho una lista mental de los requisitos para aquel puesto. En primer lugar, ella tenía que ser razonablemente atractiva. No hacía falta que fuera una belleza despampanante (aunque eso sería agradable), pero si tenía que acostarse con ella, imaginaba que un poco de atracción física haría la faena más agradable.

En segundo lugar, no podía ser estúpida. Esto, reflexionó Anthony, tal vez fuera el más difícil de sus requisitos. No le impresionaba demasiado la destreza mental de las debutantes londinenses. La última vez que había cometido el error de entablar conversación con una mocosa recién salida del colegio, ella no había sido capaz de hablar de otra cosa que no fuera de comida (tenía un plato de fresas en aquel momento) y del tiempo (y ni siquiera se aclaró entonces: cuando Anthony le había preguntado si le parecía que iban a tener tiempo inclemente, ella había contestado que no tenía ni idea. «Nunca he estado en Clemente.»)

Tal vez pudiera evitar conversar con una esposa que no fuera del todo lista, pero no quería unos niños estúpidos.

En tercer lugar -y éste era el punto más importante- no podía tratarse de alguien de quien él pudiera enamorarse.

Esta regla no podía quebrantarse bajo circunstancia alguna.

Tampoco era tan cínico: él sabía que el amor verdadero existía. Cualquiera que hubiera estado en la misma habitación que sus padres sabía que existía el amor verdadero.

Pero el amor era una complicación que deseaba evitar. No deseaba que se produjera aquel milagro en concreto en su vida.

Y puesto que Anthony estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, no albergaba dudas de que iba a encontrar una mujer atractiva e inteligente de la que nunca se enamoraría. ¿Qué problema había en ello? Eran muchas las posibilidades de que nunca encontrara el amor de su vida pese a buscarlo. De hecho la mayoría de los hombres no lo conseguían.

– Santo cielo, Anthony, ¿por qué frunces el ceño así? No puede ser por la aceituna. He visto con claridad que ni siquiera te ha tocado.

La voz de Benedict le sacó de su ensueño. Anthony pestañeó unas pocas veces antes de contestar.

– No es nada. Nada en absoluto.

Por supuesto, no había compartido con nadie sus ideas sobre su propia mortalidad, ni siquiera con sus hermanos. No era el tipo de cosa que alguien quisiera anunciar por ahí. Diablos, si alguien le hubiera venido a él con una historia así, era más que probable que le hubiera mandado al cuerno entre risas.