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Pero nadie más podía entender la profundidad del vínculo que mantenía con su padre. Y sin duda nadie más podía comprender lo que Anthony sentía en sus carnes y lo que sabía con convicción: que simplemente no viviría más de lo que había vivido su padre. Edmund lo había sido todo para él. Siempre había aspirado a ser un hombre tan importante como su padre pese a saber que aquello era improbable; de todos modos lo intentaba. Alcanzar más de lo que había logrado Edmund -en cualquier sentido- era del todo imposible.

El padre de Anthony era, en pocas palabras, el hombre más grande que había conocido nunca, posiblemente el hombre más grande que había vivido jamás. Pensar que podía ser más que eso parecía presuntuoso en extremo.

Algo le había sucedido la noche en que su padre había muerto, cuando permaneció en el dormitorio de sus padres a solas con el cadáver, simplemente sentado allí durante horas, observando a Edmund e intentando con desespero recordar cada momento que habían compartido. Sería tan fácil olvidar las cosas pequeñas: cómo apretaba el brazo de Anthony cuando le hacía falta ánimo o cómo podía recitar entera de memoria la canción «Sigh No More» de Balthazar de Mucho ruido y pocas nueces, no porque le pareciera significativa sino porque le gustaba, sin mas.

Y cuando por fin Anthony salió de la habitación, con los primeros rayos del amanecer tornando el cielo de rosa, en cierto modo sabía que tenía los días contados, contados del mismo modo que lo habían estado para Edmund.

– Suéltalo -dijo Benedict, interrumpiendo una vez más sus pensamientos -. No voy a ofrecer nada por saber lo que piensas, ya que sé que es imposible que tus pensamientos valgan algo, pero ¿en qué diantres estás pensando?

De repente Anthony se sentó más erguido, decidido a volver su atención al tema que tenían entre manos. Al fin y al cabo, tenía que elegir esposa, y sin duda eso constituía un asunto serio.

– ¿A quién se considera el diamante de esta temporada? -preguntó.

Sus hermanos se pararon a pensar un momento en esto y enseguida Colin dijo:

– Edwina Sheffield. Sin duda la has visto. Bastante menuda, con el pelo rubio y ojos azules. Puedes distinguirla por el rebaño de pretendientes enfermos de amor que van tras ella.

Anthony pasó por alto los intentos de su hermano de resultar sarcástico.

– ¿Es inteligente?

Colin pestañeó, como si la pregunta sobre si una mujer era lista fuera una cuestión que nunca se le hubiera pasado a él por la cabeza.

– Sí, creo que sí. En una ocasión la oí discutir de mitología con Middlethorpe, y sonaba cómo si supiera de lo que hablaba.

– Bien -dijo Anthony mientras dejaba su copa de whisky sobre la mesa con un sonido seco-. Pues entonces me casaré con ella.

Capítulo 2

En el baile de los Heartside el miércoles por la noche, se pudo ver al vizconde Bridgerton bailando con más de una joven soltera. Esta conducta sólo puede calificarse de «sorprendente», ya que normalmente Bridgerton evita a las jovencitas recatadas con una perseverancia que sería admirable si no resultara tan frustrante para todas las mamás con intenciones matrimoniales.

¿Es posible que el vizconde haya leído la columna más reciente de Esta Autora y que, haciendo gala de esa actitud perversa que todos los varones parecen compartir, haya decidido demostrar a Esta Autora que se equivocaba?

Podría dar la impresión de que Esta Autora se atribuye más importancia de la que de hecho ejerce, pero está claro que los hombres han tomado decisiones basándose en mucho, mucho menos.

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

22 de abril de 1814

Para las once de la noche, todos los temores de Kate se habían materializado.

Anthony Bridgerton le había pedido un baile a Edwina.

Y aún peor, Edwina había aceptado.

Y mucho peor todavía, Mary estaba contemplando a la pareja como si quisiera reservar la iglesia en aquel mismo minuto.

– ¿Vas a dejarlo? -le dijo Kate entre dientes, al tiempo que propinaba a su madrastra un codazo en las costillas.

– ¿Dejar qué?

– ¡De mirarles de ese modo!

Mary pestañeó.

– ¿De qué modo?

– Como si estuvieras planeando el menú de la boda.

– Oh. -A Mary se le sonrojaron las mejillas con el tipo de rubor que denotaba culpabilidad.

– ¡Mary!

– Bien, es posible que lo haya hecho -admitió la mujer-. ¿Y qué tiene de malo, me gustaría preguntar? Sería un partido inmejorable para Edwina.

– ¿No nos has escuchado esta tarde enel salón? Ya es bastante malo que Edwina tenga tal cantidad de vividores y mujeriegos pisándole los talones. No puedes imaginarte la de tiempo que me ha llevado separar a los buenos pretendientes de los malos. ¡Pero Bridgerton! -Kate se encogió de hombros-. Es muy posible que sea el peor mujeriego de todo Londres. No puedes querer que se case con un hombre como él.

– No se te ocurra decirme qué puedo y qué no puedo hacer, Katharine Grace Sheffield -respondió Mary cortante e irguió la espalda hasta enderezarse en toda su altura, que de todos modos era una cabeza más baja que Kate-. Sigo siendo tu madre. Bien, tu madrastra. Y eso cuenta para algo.

Kate se sintió de inmediato como un gusano.

Mary era la única madre que había conocido y nunca, ni una sola vez, le había hecho sentirse menos hija que Edwina. La había arropado por las noches, le había contado cuentos, la había besado y abrazado, y le había ayudado durante esos años difíciles entre la infancia y la edad adulta. Lo único que no había hecho era pedir a Kate que la llamara «madre».

– Sí cuenta -dijo Kate con voz suave, bajando avergonzada la mirada a los pies-. Cuenta mucho. Eres mi madre, en todos los sentidos y en todo lo que importa.

Mary se la quedó mirando durante un largo momento, luego empezó a pestañear de forma bastante frenética.

– Oh, cielos -dijo con voz entrecortada mientras buscaba en su cartera un pañuelo-. Ahora ya me has dejado hecha una regadera.

– Lo siento -murmuró Kate-. Mira, ven aquí, vuélvete para que nadie te vea. Así, así…

Mary sacó un pañuelo blanco de lino y se secó los ojos, del mismo azul que los de Edwina.

– Te quiero, Kate. Lo sabes, ¿verdad?

– ¡Por supuesto! -exclamó Kate, asombrada incluso de que Mary lo preguntara-. Y tú sabes… tú sabes que…

– Lo sé. -Mary le dio unos golpecitos en el brazo-. Por supuesto que lo sé. Es sólo que cuando te comprometes a ser la madre de una criatura a la que no has dado a luz, tu responsabilidad es el doble de grande. Debes trabajar incluso más para garantizar la felicidad y el bienestar del niño.

– Oh, Mary, te quiero. Y quiero a Edwina.

Nada más mencionar el nombre de Edwina, las dos se volvieron y miraron al otro lado del salón de baile, para verla mientras bailaba con suma gracia con el vizconde. Como era habitual, Edwina era una pura imagen de belleza menuda. Su cabello rubio estaba recogido en lo alto de su cabeza, con unos pocos rizos sueltos que enmarcaban su rostro, y su forma era la gracia personificada mientras iba ejecutando los pasos del baile.

El vizconde, advirtió Kate con irritación, era de un guapo deslumbrante. Vestido de negro y blanco rigurosos, evitaba los colores chillones que se habían hecho populares entre los miembros más coquetos de la élite aristocrática. Era alto, estirado y orgulloso, y tenía un espeso cabello castaño que tendía a caer hacia delante sobre su frente.

Al menos a primera vista, era todo lo que se suponía que un hombre tenía que ser.

– Forman una pareja muy guapa, ¿verdad? -murmuró Mary.

Kate se mordió la lengua. Y se hizo daño de veras.

– Es un pelín alto para ella, pero no lo veo como un obstáculo insuperable, ¿no crees?