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– Hale, Holmes, ahora es cuando pienso que podrás beber- te esto sin peligro.

En el otro extremo de la barra, el empleado y el dueño del cafetín miraban la escena con verdadera fascinación. El joven preguntó:

– ¿Oiga, patrón, qué idioma es el que están hablando?

– Pues, mira, para mí que es latín o cosa del demonio.

– ¿Y ese potingue que están haciendo, qué es?

– No sé, algún invento del caipira ese, supongo -dijo el propietario, señalando el sombrero vaquero que llevaba Watson.

– ¿Cuál dice usted, el grandote? -insistió el muchacho, señalando a Sherlock Holmes que iba de blanco de pies a cabeza.

– No, el caipira grande no hace más que beberlo. Quien lo preparó fue el pequeñín, el caipirinha -precisó el propietario, bautizando así para siempre el exótico mejunje.

El depósito oficial de cadáveres de la plazuela de Moura era un lugar más lúgubre incluso que el de la Orden Tercera. El piso era de cemento oscuro, y los azulejos blancos, agrietados y desgastados por el tiempo, que revestían las paredes no contribuían nada a animar su aspecto.

Resultaba irónico que allí, además de a desinfectante, diese también a vida; esto se debía a que las dependencias del edificio colindaban con la monumental cocina del Hospital de la Santa Casa, y los aromas culinarios que salían por la chimenea de ciento sesenta palmos, construida con treinta y seis mil ladrillos ingleses resistentes al fuego, sobrevolaban permanentemente el depósito de cadáveres. Muchos visitantes se sentían abrumados por tan almizcleña mescolanza.

Saraiva llevaba casi una hora examinando el cuerpo abierto de Carolina de Lourdes. Mello Pimenta y el doctor Watson presenciaban la autopsia de lejos, pero Sherlock Holmes, inclinado sobre la mesa de piedra, seguía atentamente cada movimiento del forense. Sus observaciones sorprendían a veces a Saraiva:

– ¿Me permite que le pregunte, señor Holmes, dónde adquirió usted tal conocimiento de mi especialidad?

– Como detective que soy, pienso que este asunto es fundamental, y por eso estudié anatomía y paleontología con sir Richard Owen, del Museo Británico. También me he interesado siempre mucho por los trabajos de Leonardo da Vinci. A Leonardo le fascinaba la figura istrumentale dell’uomo, como usted sabe muy bien.

– Sí, claro -asintió Saraiva, que no tenía la menor idea.

Holmes miró atentamente las entrañas abiertas de la muchacha:

– Profesor, aquí hay algo que me llena de extrañeza…

– ¿Qué es, señor Holmes?

– No sé, me da la impresión de que los órganos internos han sido vueltos a meter en la cavidad. Como si el asesino los hubiese arrancado desde fuera para volverlos a poner luego en su sitio.

El patólogo se inclinó sobre el cadáver:

– ¡Canastos!, ¡pero tiene usted razón! -se espantó Saraiva.

Diciendo esto, metió la mano en la cavidad abierta de par en par, apartó el estómago y sacó el hígado. Holmes le aplicó su lupa y se puso a examinarlo detalladamente. Llamó a Mello Pimenta:

– Mire, comisario, hay indicios claros de uñas y líneas microscópicas, invisibles al ojo humano, en la carne, como si el asesino hubiese pasado este hígado contra una superficie áspera. Por las impresiones profundas de los dedos y por los finos surcos, es posible que el asesino… -Sherlock vaciló-. ¡No, sería demasiado horrible!

– ¡Diga, diga, señor Holmes, por favor!

– Sé que es espantoso lo que voy a decir, pero tengo casi la certidumbre de que ese monstruo se frotó el hígado contra la cara.

Todos, menos Watson, que no entendía lo que se estaba diciendo, se sobresaltaron. El detective prosiguió:

– De noche, la barba comienza a crecer, y estas pequeñas estrías deben de haber sido causadas por frotamiento contra los pelos faciales. El demente, llevado de un frenesí, se rozó la cara con las vísceras de la pobre chica -concluyó Holmes, sombrío.

Mello Pimenta asintió, horrorizado:

– Ya no cabe la menor duda de que se trata de un loco de atar. El director del manicomio nos ha dado hora para la semana que viene. Voy a mandarle recado de que iremos a verle mañana mismo.

Holmes seguía examinando las huellas dejadas en la carne por los dedos:

– Lástima que los estudios de Juan Vucetich no sean definitivos todavía.

– Perdone usted lo inmenso de mi ignorancia, señor Holmes, pero ¿podría decirme a qué se refiere? -preguntó Mello Pimenta.

– Se trata de un policía argentino, de Buenos Aires, que está ultimando un sistema de identificación por medio de los dedos. El lo llama «dactiloscopia comparada». Según Vucetich y algunos antropólogos europeos, no hay dos seres humanos que tengan las mismas líneas de piel en las extremidades. Si examina usted esto con lupa, verá los restos de esas líneas que digo. Lástima que, por el momento, nada de esto pueda sernos útil -replicó Holmes, devolviendo el hígado de la muchacha al profesor Saraiva.

En aquel instante interrumpió su conversación un rugido de dolor que llegaba de la entrada:

– ¡Anatema!, ¡anatema!

En el vano de la puerta apareció la figura angustiada de Josué Calixto, el empresario de pompas fúnebres que era padre de la pobre muchacha. Alto, vestido de negro y con sombrero de copa, Calixto parecía una auténtica caricatura de su profesión. Profundas ojeras le surcaban el rostro, y sus ojos se habían convertido en sendos pozos de sangre por causa del llanto incontenible. Avanzando hacia los presentes, preguntó, desesperado:

– ¡Mi hija!, ¿dónde está mi hija?

Saraiva, que tenía aún en la mano el hígado de la muchacha, se lo pasó con disimulo a Holmes al tiempo que señalaba al recién llegado la mesa de autopsias. Como se encontraba entre Calixto y la mesa, el detective se llevó el hígado a la espalda y se apartó. El empresario de pompas fúnebres se abalanzó, alucinado, sobre el cadáver de su hija:

– ¡Fui yo, yo, quien la mató! ¡La culpa es enteramente mía! ¡Oh, Dios mío, qué cruel castigo! ¡Hijita querida, ya no volveré a verte viva! -gritaba Josué Calixto, cuyo dolor le inducía a declarar a voz en cuello lo que saltaba a la vista.

Cuidando de que el empresario de pompas fúnebres no le viese, Holmes tiró con buena puntería el hígado a Mello Pimenta, aproximándose acto seguido al desconsolado padre:

– ¿Me permite, señor, que le pregunte por qué razón se declara usted responsable de tan repugnante crimen?

Josué le contó el largo viacrucis de su hija, y cómo, por causa de su intransigencia, la pobre chica hubo de acabar en el Torno de los Expósitos.

– ¡Si hubiese sido yo más comprensivo, nada de esto habría ocurrido! ¡Ay, Dios mío!, ¿por qué no me llevaste a mí a tu seno en lugar de a mi Carolina? -se lamentaba el pobre hombre, consumido por el dolor.

Pimenta se acercó a Calixto, dejando el hígado, de paso, en manos de Saraiva.

– Señor Calixto, yo soy el comisario Mello Pimenta. De sobra sé que no es éste el momento más oportuno, pero, así y todo, debo hacerle algunas preguntas.

– Por favor, comisario, adelante. Todo cuanto esté en mi mano para esclarecer este terrible asesinato… -respondió entre sollozos el empresario de pompas fúnebres.

– ¿Sabía usted si su hija tenía amigos nuevos?

– No, no, la pobrecita estaba enteramente dedicada a los huérfanos.

– ¿Observó usted últimamente si rondaba alguien su casa?

– No, tampoco. Vivimos en un barrio muy tranquilo. Cualquier anomalía me habría llamado la atención enseguida.

– Si recuerda usted en algún momento algo que crea que puede interesarme, ya sabe, estoy en la comisaría número tres -le informó Pimenta.

Mientras el comisario hacía estas preguntas, Holmes examinaba por su cuenta la ropa rasgada de Carolina de Lourdes, que estaba hecha un rebuño en un rincón. Notó, perdida entre los pliegues de la falda, una larga crin de caballo que había pasado inadvertida en los primeros exámenes. Sin que nadie le viese, Holmes la enrolló entre los dedos y se la guardó en el bolsillo.