Uno de los camareros se les acercó para decirles que los visitantes tenían que desembarcar. El Kaikoura estaba a punto de levar anclas. Mello Pimenta apretó la mano a Watson y abrazó, emocionado, al detective:
– Adiós, señor Holmes, para mí ha sido un honor y un privilegio conocerle. Les deseo buen viaje.
Y sin dar tiempo a Sherlock de reaccionar, le estampó sendos besos en las mejillas.
El marqués de Salles se despidió de Watson, y, buen conocedor de las razones del corazón, cogió a Holmes del brazo: -Amigo mío -le dijo-, no hay como una larga travesía para olvidar las penas del amor.
El detective sonrió, agradecido. Luego, sacando un paquete de un bolsillo de la levita, se lo entregó al marqués:
– Esto es lo que me ha quedado del cannabis. Acéptelo, por favor. No podría fumarlo sin acordarme de Anna Candelária. Esa mujer quedará fija para siempre en mi mente como un símbolo, como la mujer -le confesó, llevándose a la boca la pipa vacía.
El vapor se apartó perezosamente del muelle, como si la indolencia del trópico estuviese asida a su casco. Desde el combés, Sherlock Holmes miraba pensativo a sus dos amigos ya lejanos que le hacían señales de despedida desde el muelle de Pharoux. Acarició su viejo estuche de violín, que ahora albergaba en secreto el Canto del Cisne. Vio que Watson, a su lado, anotaba algo en un cuadernito.
– ¿Qué es eso? -le preguntó-. ¿Son tus impresiones del viaje lo que apuntas?
– No, no, Holmes, lo que estoy haciendo es seguir, por fin, el consejo de madame Sarah Bernhardt. Voy a escribir todos tus casos. La francesa tiene razón, este pasatiempo puede darnos muy buen dinero. ¿Qué te parece? Ya tengo título y todo: «Las aventuras de Sherlock Holmes».
– Pues me parece estupendo, Watson, pero esta aventura que hemos pasado en tierras brasileñas es la única que no podrás contar nunca -dijo el detective inglés, acariciando bajo la camisa el amuleto de colores de Xangó. Y, de pronto, inexplicablemente, le salió de la garganta un grito ronco, el inconfundible saludo del orixá.
– ¡Kawó-Kabiyésilé!
24
Bajo el cielo estrellado de una noche cálida y sin nubes, el Kaikoura hiende perezosamente el océano. Y él está solo en la cubierta superior del viejo navío, respirando la brisa caliente del Atlántico. Piensa con desdén en el extranjero que no ha sabido leer las señales dejadas por él en su sanguinario rastro. Sonríe. Reconoce que ha jugado con las cartas trucadas. En Inglaterra, las notas musicales de la escala diatónica se designan siempre con letras. Para aquel inglés estúpido, las cuerdas del violín que él nunca ha tenido el valor de tocar en público son G, D, A, E, mientras para los latinos son el SOL, RE, LA, MI . Eufórico, deletrea a los cuatro vientos, en la soledad de la madrugada:
– MI, de Miguel; SOL , de Solera; LA, de Lara; RE, de Rincón[2] de Afrodita.
Rincón de Afrodita, el nombre de su librería. Y se dice que ése sí que es un verdadero golpe de genio. Afrodita. Está visto que el obtuso investigador no se acordaba de la diosa mitológica. El bárbaro sajón no sabía que la hija de Urano, nacida de las espumas espérmicas de los órganos genitales cercenados de su padre, era venerada por las putas y protectora dé todas las rameras. Afrodita, entronizada en su concha. El estúpido detective ignora que a la vagina la llaman concha. Concha, cona[3], «cunt » en inglés. El ríe ante tal juego de palabras. La concha, la vulva, donde él iba dejando las cuerdas del violín, endulzadas por el sudor del pánico, en aquella pelambre de pecado. Bueno, y luego las orejas. Tan evidentes. Prorrumpe de nuevo en carcajadas. En el fondo, siempre había sabido que aquel británico tonto nunca le relacionaría con ellas. Orejas. Orejas de libro. Libro, librero. Miguel Solera de Lara. El pobre tonto sabía bien la lengua, pero la hablaba como un lusitano, para quien esas orejas son abas [4]. El saca un pañuelo del bolsillo y contempla los cartílagos resecos, amputados a sus cuatro víctimas. Se asoma a la amurada y tira al mar los últimos vestigios de su crimen impune. Se siente, por fin, en paz. El, la Bestia redimida; él, el Angel avieso; él, Miguel Solera de Lara; él, el Oluparun. Un pensamiento inquietante perturba su armonía: ¿y si la Mesalina oculta en alguna falda hiciera surgir de nuevo en él el Avatar apaciguado'? Se encoge de hombros, displicente. Bueno, da igual. Lleva consigo el puñal de los ritos paganos de su infancia. La hoja fría, guardada junto al vientre, le apacienta el espíritu. Mira, por última vez, a lo lejos, el país-continente donde nació, minúsculo ahora en la distancia, casi una sombra sin contornos. Adiós, Brasil, adiós, tierra del Sol. Ahora le esperan las brumas de Albión.
THE STAR
LONDRES, 2 DE SEPTIEMBRE DE 1888
WHITECHAPEL. Nunca se había visto un asesinato tan brutal. El cuchillo, probablemente largo y afilado, penetró en la mujer por la parte inferior del abdomen y se le hincó hacia arriba, no una, sino dos veces. El primer corte torció en ángulo hacia la derecha, cortándole la ingle y pasando sobre la cadera izquierda; y el segundo subió en línea directa por el centro del cuerpo, alcanzándole el esternón. Tal barbaridad sólo puede ser obra de un demente.
THE TIMES
LONDRES, 4 DE OCTUBRE DE 1888
Al Jefe
Central News Office
London City
Estimado Jefe:
No hago más que oír que la policía me ha cogido, pero lo cierto es que todavía no ha dado conmigo. Me hace mucha gracia verles hacerse los expertos y decir que tienen una pista segura…
…Estoy reventando a las putas, y pienso seguir así hasta que me cojan. Buen trabajo el que hice la última vez. La madama en cuestión no tuvo tiempo ni de gritar. ¿Cómo van a dar conmigo ahora? Adoro mi trabajo, y quiero recomenzar.
No tardarás en oír hablar nuevamente de mí y de mis bromitas.
En mi próximo servicio, y sólo por gracia, pienso cortarle las orejas a la moza y mandárselas a la policía…
Firmado: Jack el Destripador.
Londres, a 3 de octubre de 1888.
Ésta es una obra de ficción, incluso los personajes históricos que aparecen en ella están tratados de forma ficticia.
BIBLIOGRAFÍA
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