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– ¿Qué hora es, amigo mío? -le preguntó Diego, simulando un buen humor que estaba lejos de sentir.

García contestó con morisquetas y gestos de los dedos.

– ¿Las nueve de la mañana del martes, dices? Eso significa que he estado aquí dos noches y un día. ¡Qué bien he dormido! ¿Sabes cuáles son las intenciones de Moncada?

García negó con la cabeza.

– ¿Qué te pasa? ¿Tienes órdenes de no hablarme? Bueno, pero nadie te dijo que no podías escucharme, ¿verdad?

– Hmmm -asintió el otro.

Diego se estiró, bostezó, se bebió el agua y saboreó con parsimonia la comida, que le pareció deliciosa, como le comentó a García, mientras charlaba sobre tiempos pasados: las aventuras estupendas de la infancia, el valor que siempre demostró García cuando se enfrentó con Alcázar y atrapó a un oso vivo. Con razón era tan admirado por los rapaces de la escuela, concluyó. No era exactamente así como el sargento recordaba aquella época, pero esas palabras cayeron como un bálsamo sobre su alma magullada.

– En nombre de nuestra amistad, García, tienes que ayudarme a salir de aquí -concluyó Diego.

– Me gustaría, pero soy soldado y el deber está antes que todo -respondió el otro en un susurro, mirando por encima del hombro para verificar que nadie los oía.

– Nunca te pediría que faltaras a tu deber o cometieras un acto ilegal, García, pero nadie puede culparte si la puerta no queda bien atrancada…

No hubo tiempo de continuar la conversación, porque llegó un soldado a indicarle al sargento que don Rafael Moncada esperaba al prisionero.

García se enderezó la casaca, sacó pecho y chocó los talones con aire marcial, pero le guiñó un ojo a Diego. Alzaron al detenido por los brazos y lo condujeron al salón principaclass="underline" sosteniéndolo casi en vilo hasta que pudo afirmarse en las piernas dormidas por la inmovilidad.

Con pesar, Diego comprobó una vez más los cambios, su hogar tenía aspecto de cuartel. Lo sentaron en una de las sillas del salón y lo ataron por el pecho al respaldo y por los tobillos a las patas del mueble. Se dio cuenta de que el sargento cumplía su obligación a medias, las amarras no quedaron bien apretadas y con algo de maña podría soltarse, pero había soldados por todas partes. «Necesito una espada», le susurró a García en un momento en que el otro uniformado se alejó un par de pasos.

El gordo casi se ahoga de susto ante semejante solicitud; a Diego se le pasaba la mano, ¿cómo iba a darle un arma en esas circunstancias? Le costaría varios días en el cepo y su carrera militar. Lo palmoteo con cariño en el hombro y se fue, cabizbajo y arrastrando los pies, mientras el guardia se apostaba en un rincón a vigilar al cautivo.

Diego estuvo en la silla por más de dos horas, que empleó para sustraer con disimulo las manos de las cuerdas, pero no podía desamarrarse los tobillos sin llamar la atención del soldado, un inconmovible mestizo con aspecto de estatua azteca. Intentó atraerlo fingiendo que se ahogaba de tos, después le rogó que le diera un cigarro, un vaso de agua, un pañuelo, pero no hubo forma de que se aproximara. Por toda respuesta aprontaba el arma y lo observaba con sus ojillos de piedra, que apenas asomaban sobre sus pómulos prominentes. Diego concluyó que si ésa era una estrategia de Moncada para bajarle los humos y ablandarle la voluntad, estaba dando buen resultado.

Por fin, a media tarde hizo su entrada Rafael Moncada, pidiendo disculpas por haber incomodado a una persona tan fina como Diego. Nada más lejos de su ánimo que hacerle pasar un mal rato, dijo, pero dadas las circunstancias no podía actuar de otro modo. ¿Sabía Diego cuánto rato estuvo encerrado en el cuarto de servicio? Exactamente el mismo número de horas que él permaneció en la cámara secreta de Tomás de Romeu, antes de que acudiera su tía a sacarlo. Una curiosa coincidencia. Aunque él se preciaba de tener sentido del humor, la broma aquella había sido algo pesada.

En todo caso, le agradecía que lo hubiese librado de Juliana; desposar a una mujer de condición inferior habría arruinado su carrera, tal como le había advertido tantas veces su tía, pero en fin, no estaban allí para hablar de Juliana, ése era un capítulo cerrado. Suponía que Diego -¿o debía llamarlo el Zorro?- deseaba conocer la suerte que le aguardaba. Era un delincuente de la misma calaña que su padre, Alejandro de la Vega; de tal palo, tal astilla. Apresarían al viejo, de eso no cabía duda, y se secaría en un calabozo. Nada le daría más placer que ahorcar al Zorro con su propia mano, pero no era ése su papel, añadió. Lo mandaría a España, en cadenas y bajo estricta vigilancia, para que fuese juzgado donde mismo había iniciado su carrera criminal y donde dejó suficientes pistas para condenarlo.

En el gobierno de Fernando VII se aplicaba el peso de la ley con la firmeza adecuada, no como en las colonias, donde la autoridad era un chiste. A los delitos cometidos en España se sumaban los de California: había asaltado la prisión de El Diablo, provocado un incendio, destruido propiedades del reino, herido a un militar y conspirado en la fuga de prisioneros.

– Entiendo que un sujeto llamado el Zorro es el autor de esas tropelías. Y creo que además se apoderó de unas perlas. ¿O prefiere su excelencia no hablar de ese tema? -replicó Diego.

– ¡El Zorro sois vos, De la Vega!

– Quisiera serlo, el hombre parece fascinante, pero mi delicada salud no me permite tales aventuras. Sufro de asma, dolores de cabeza y palpitaciones al corazón.

Rafael Moncada le puso ante las narices un documento, redactado de su puño y letra, a falta de escribano, y le exigió que estampara su nombre. El prisionero objetó que sería una imprudencia firmar algo sin conocer el contenido. En ese momento no podía leerlo, ya que había olvidado sus lentes y era corto de vista, otra diferencia con el Zorro, a quien se le atribuían prodigiosa puntería con el látigo y celeridad con la espada. Ningún cegatón poseía tales habilidades, añadió.

– ¡Basta! -exclamó Moncada, cruzándole la cara de un bofetón.

Diego estaba esperando una reacción violenta, pero igual debió realizar un tremendo esfuerzo para controlarse y no saltar contra Moncada. No había llegado aún su oportunidad. Mantuvo las manos atrás, sujetando las cuerdas, mientras sangre de la nariz y la boca le manchaba la camisa. En aquel mismo instante irrumpió el sargento García, quien al ver a su amigo de infancia en ese estado se detuvo en seco, sin saber qué partido tomar. La voz de mando de Moncada lo sacó de su estupor.

– ¡No te he llamado, García!

– Excelencia… Diego de la Vega es inocente. ¡Le dije que no podía ser el Zorro! Acabamos de ver al verdadero Zorro afuera… -tartamudeó el sargento.

– ¿Qué diablos dices, hombre?

– Cierto, excelencia, todos lo vimos.

Moncada salió como una exhalación, seguido por el sargento, pero el guardia permaneció en la sala, apuntando con su arma a Diego. En el portón del jardín, Moncada vio por primera vez la teatral figura del Zorro, recortada con nitidez contra el cielo violeta del atardecer, y la sorpresa lo paralizó por unos segundos.

– ¡Seguidle, imbéciles! -gritó, desenfundando su pistola y disparando sin apuntar.

Algunos soldados volaron a buscar sus caballos y otros dispararon sus armas, pero ya el jinete se alejaba al galope. El sargento, más interesado que nadie en descubrir la identidad del Zorro, saltó a la montura con inesperada agilidad, clavó las espuelas y partió en su persecución seguido por media docena de sus hombres.