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Todos, menos Alejandro de la Vega, los consideraban hermanos, no sólo porque eran inseparables, sino porque a primera vista se parecían. El sol les había quemado la piel del mismo tono de madera, Ana les hacía pantalones iguales de lienzo, Regina les cortaba el cabello al estilo de los indios. Había que mirarlos con atención para ver que Bernardo tenía nobles facciones de indio, mientras que Diego era alto y delicado, con los ojos color caramelo de su madre.

En los años siguientes aprendieron a manejar el florete según las utilísimas instrucciones del maestro Escalante, a galopar sin montura, a usar el látigo y el lazo, a colgarse del alero de la casa por los pies, como murciélagos. Los indios les enseñaron a sumergirse en el mar para arrancar mariscos de las rocas, a seguir a una presa durante días hasta darle caza, a fabricar arcos y flechas, a soportar el dolor y el cansancio sin quejumbre.

Alejandro de la Vega los llevaba al rodeo en la época de marcar el ganado, cada uno con su reata o lazo, para que ayudaran en la tarea. Era la única ocupación manual de un hidalgo, más deporte que trabajo. Se juntaban los dones de la región con sus hijos, vaqueros e indios, rodeaban a los animales, los separaban y les ponían sus marcas, que después se registraban en un libro, para evitar confusiones y robos. Era también el tiempo de la matanza, cuando había que recolectar las pieles, salar la carne y preparar la grasa.

Los nuqueadores, fabulosos jinetes, capaces de matar de una puñalada en la nuca a un toro en plena carrera, eran los reyes del rodeo y solían ser contratados para esa faena con un año de anticipación. Llegaban de México y de las praderas americanas, con sus caballos entrenados y sus dagas largas de filo doble. A medida que las reses se desplomaban, les caían encima los peladores para quitarles la piel, que sacaban entera en pocos minutos, los tasajeros, encargados de cortar la carne, y por último las indias, cuya humilde tarea era juntar la grasa, derretirla en inmensos calderos y luego almacenarla en botas hechas con vejigas, tripas o pieles cosidas. A ellas también les tocaba curtir los cueros, raspándolos con piedras afiladas, en una interminable labor de rodillas.

El olor de la sangre enloquecía al ganado y nunca faltaban caballos destripados y algún vaquero pisoteado o muerto de una cornada. Había que ver al monstruo de millares de cabezas resollando a la carrera en un infierno de polvo suspendido en el aire; había que admirar a los vaqueros con sus sombreros blancos, pegados a sus corceles, con los lazos bailando sobre sus cabezas y los refulgentes cuchillos en el cinturón; había que oír el trepidar del ganado en el suelo, los gritos de los hombres exaltados, los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros; había que sentir el vaho de la espuma en los animales, el sudor de los vaqueros, el olor tibio y secreto de las indias, que perturbaba a los hombres para siempre.

Al término del rodeo, el pueblo celebraba el trabajo bien cumplido en una parranda de varios días, en la que participaban pobres y ricos, blancos e indios, jóvenes y los pocos viejos de la colonia. Sobraba comida y licor, se bailaba hasta que las parejas caían aturdidas al son de los músicos llegados de México, se cruzaban apuestas en peleas de hombres, de ratas, de gallos, de perros, de osos con toros. En una noche se podía perder lo ganado en el rodeo.

La fiesta culminaba al tercer día con una misa ofrecida por el padre Mendoza, quien arreaba a los borrachos con una fusta rumbo a la iglesia y obligaba, mosquete en mano, a casarse a los seductores de las doncellas neófitas, porque había sacado la cuenta de que nueve meses después de cada rodeo nacía un escándalo de criaturas sin padre conocido.

Durante un año de sequía hubo que sacrificar a los caballos salvajes para dejar el pasto al ganado. Diego acompañó a los vaqueros, pero por una vez Bernardo se negó a ir con él, porque sabía de qué se trataba y no podía soportarlo. Rodeaban a las manadas de caballos, las espantaban con pólvora y perros, las perseguían al galope tendido, guiándolas hacia los acantilados, donde se precipitaban en ciega estampida. Caían al vacío por centenares, unos encima de otros, desnucándose o quebrándose las patas en el fondo del barranco. Los más afortunados morían con el golpe, otros agonizaban durante días en una nube de moscas y una fetidez de carne macerada que atraía a osos y buitres.

Dos veces a la semana Diego debía hacer el viaje hasta la misión San Gabriel para recibir del padre Mendoza rudimentos de escolaridad. Bernardo siempre lo acompañaba y el misionero terminó por aceptarlo en la clase, a pesar de que consideraba innecesario y hasta peligroso educar demasiado a los indios, porque les ponía ideas atrevidas en el cerebro. El chiquillo no tenía la misma rapidez mental de Diego y solía quedarse atrás, pero era porfiado y no cejaba, aunque pasara las noches quemándose las pestañas a la luz de las velas. Tenía un carácter reservado y quieto, que contrastaba con la alegría explosiva de Diego.

Secundaba a su amigo con lealtad incuestionable en todas las trastadas que a éste se le ocurrían y, si llegaba el caso, se resignaba sin aspavientos a ser castigado por algo que no había sido idea suya, sino de Diego. Desde que pudo tenerse en pie asumió el papel de proteger a su hermano de leche, a quien creía destinado a grandes proezas, como los heroicos guerreros del repertorio mitológico de Lechuza Blanca.

Diego, para quien estar quieto y puertas adentro era un tormento, se las arreglaba a menudo para escabullirse de la tutela del padre Mendoza y salir al aire libre. Las lecciones le entraban por una oreja y las recitaba deprisa, antes de que le salieran por la otra. Con su desparpajo lograba engañar al padre Mendoza, pero después tenía que enseñárselas letra por letra a Bernardo y así, de puro repetirlas, terminaba por aprenderlas.

Estaba tan empeñado en jugar, como Bernardo en estudiar. Al cabo de mucho tira y afloja llegaron al acuerdo de que instruiría a Bernardo a cambio de que éste practicara el lazo, el látigo y la espada con él.

– No veo para qué esmerarnos en aprender cosas que no nos servirán de nada -reclamó Diego, un día que llevaba horas repitiendo la misma cantaleta en latín.

– Todo sirve tarde o temprano -replicó Bernardo-. Es como la espada. Probablemente nunca seré un dragón, pero no está de más aprender a usarla.

Muy pocos sabían leer y escribir en Alta California, salvo los misioneros, que siendo hombres rudos, casi todos de origen campesino, al menos tenían un barniz de cultura. No había libros disponibles y en las contadas ocasiones en que llegaba una carta, seguro contenía una mala noticia, de modo que el destinatario no se apuraba demasiado en llevársela a un fraile para que la descifrara. Pero Alejandro de la Vega tenía el prurito de la educación y luchó por años para traer un maestro de México. Entonces Los Ángeles era algo más que el pueblo de cuatro calles que él viera nacer; se había convertido en paso obligado de los viajeros, en lugar de reposo para los marineros de los barcos mercantes, en centro del comercio de la provincia. Monterrey, la capital, quedaba tan lejos, que la mayoría de los asuntos de gobierno se ventilaban en Los Ángeles. Aparte de las autoridades y los oficiales militares, la población era mezclada y se hacía llamar gente de razón, para distinguirse de los indios puros y la servidumbre. Clase aparte eran los españoles de buena sangre.

El pueblo ya contaba con plaza de toros y un flamante prostíbulo compuesto por tres mestizas de virtud negociable y una mulata opulenta de Panamá cuyo precio era fijo y bastante alto. Había un edificio especial para las reuniones del alcalde y los regidores, que también servía de tribunal y teatro, donde solían representarse zarzuelas, obras morales y actos patrióticos. En la plaza de Armas se construyó una glorieta para músicos, que animaban las tardes a la hora del paseo, cuando los jóvenes solteros de ambos sexos, vigilados por sus padres, se lucían en grupos, las niñas caminando en un sentido y los muchachos en el contrarío. Hotel, en cambio, aún no existía; en realidad pasarían diez años antes de que se creara el primero; los viajeros se alojaban en las casas pudientes, donde nunca faltó comida y camas para recibir a quienes solicitaran hospitalidad. En vista de tanto progreso, Alejandro de la Vega consideró indispensable que también hubiese una escuela en el pueblo, aunque nadie compartía su inquietud. Con su propio dinero, solo y a pulso, logró fundar la primera de la provincia, que por muchos años habría de ser la única.

La escuela abrió sus puertas justo cuando Diego cumplió nueve años y el padre Mendoza anunció que ya le había enseñado todo lo que sabía, menos decir misa y exorcizar demonios. Era un galpón tan oscuro y polvoriento como la cárcel, situado en una esquina de la plaza principal, provisto de una docena de bancos de hierro y un látigo de siete colas colgando junto a la pizarra. El maestro resultó ser uno de esos hombrecillos insignificantes a quienes el menor ápice de autoridad convierte en seres brutales. Diego tuvo la mala suerte de ser uno de sus primeros alumnos, junto a un puñado de otros niños varones, retoños de las familias honorables del pueblo. Bernardo no pudo asistir, a pesar de que Diego le suplicó a su padre que le permitiera estudiar. A Alejandro de la Vega le pareció encomiable la ambición de Bernardo, pero decidió que no se podía hacer excepciones, porque si era aceptado se debía dar entrada a otros como él, y el maestro había anunciado, con claridad meridiana, su intención de marcharse si cualquier indio asomaba la nariz en su «digno establecimiento del saber», como lo llamaba. La necesidad de enseñarle a Bernardo, más que el látigo de siete colas, motivó a Diego a prestar atención en las clases.

Entre los alumnos estaba García, hijo de un soldado español y la dueña de la taberna, un niño sin muchas luces, gordinflón, con los pies planos y sonrisa bobalicona, víctima favorita del maestro y de los otros estudiantes, que le atormentaban sin tregua. Por un anhelo de justicia que él mismo no lograba explicar, Diego se convirtió en su defensor, ganándose la admiración fanática del gordo.