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– ¿Puedes dormir?

– Desde luego. Al principio me costaba un poco, pero ahora me lo han solucionado.

– ¿Hablas con un médico durante el día?

– Sí. -Brad se echó a reír, y por primera vez pareció él mismo-. No sirve de nada. Es simpático. Te dice que levantes el ánimo y que todo se va a arreglar.

– Escucha, Bradford. ¿Recuerdas cuando te enfadaste por algo con Clarence y le diste dos semanas de preaviso antes de marcharte? Te dije que no lo hicieras. «Pero ya he presentado la dimisión», me dijiste. «Pues rescíndela», te dije. Y tú me hiciste caso. ¿Quién más, aparte de Clarence, y qué otra agencia habría tolerado semejante actitud por parte de un redactor? Recuerdo que lo hiciste en dos ocasiones. Y te quedaste otros diez años.

Logró que Brad volviera a reír.

– Sí, siempre he estado como una cabra -comentó.

– Trabajamos juntos durante muchos años. Interminables y silenciosas horas juntos, cientos y cientos, tal vez miles y miles de silenciosas horas juntos en tu despacho o el mío, tratando de sacar el trabajo adelante.

– Eso era algo serio -dijo Brad.

– Ya lo creo. Tú eras algo serio. No lo olvides.

– Gracias, amigo.

– ¿Cuándo van a darte el alta? ¿Cuándo crees que será?

– Pues la verdad es que no lo sé. Imagino que será cuestión de un par de semanas. Desde que estoy aquí me siento mucho menos deprimido que cuando estaba fuera. Me siento bastante centrado. Creo que voy a recuperarme.

– Esa es una buena noticia. Volveré a llamar. Espero que hablemos muy pronto en mejores circunstancias.

– Muy bien -replicó Brad-. Gracias por llamarme. Muchísimas gracias. No puedes imaginarte cuánto me alegra que me hayas llamado.

Después de colgar el aparato, se preguntó: ¿Sabía que era yo? ¿Recordaba de veras lo que yo recordaba? Tan solo por su voz no puedo imaginar que pueda salir jamás de ahí.

Luego hizo la tercera llamada. No podía dejar de hacerla, aunque enterarse de la hospitalización de Brad y de la muerte de Clarence y ver el daño causado por la apoplejía de Phoebe le daban bastante motivo para reflexionar durante un tiempo. Como también que Gwen le recordara cómo enseñó a Nancy a cantar «Smile» igual que Nat «King» Cole. Llamó a Ezra Pollock, de quien no se esperaba que llegara vivo a fin de mes pero que, asombrosamente, cuando respondió al teléfono parecía feliz, satisfecho y no menos arrogante que de costumbre.

– ¿Qué pasa, Ez? -le dijo-. Pareces eufórico.

– Me siento con ánimo para conversar porque es la única diversión que tengo.

– ¿Y no estás deprimido?

– En absoluto. No tengo tiempo para estar deprimido. Estoy totalmente concentrado. -Ezra se echó a reír y añadió-: Ahora veo cómo son realmente las cosas.

– ¿Incluido tú mismo?

– Sí, por increíble que parezca. He prescindido de todas las chorradas y por fin voy al grano. He empezado mis memorias sobre el negocio publicitario. Antes de irte has de enfrentarte a los hechos. Si vivo, escribiré algo bueno.

– Estupendo, y no te olvides de incluir la ocasión en que entraste en mi despacho y me dijiste: «Muy bien, aquí tienes la terrorífica fecha límite: mañana a primera hora debo tener ese esquema argumental en mis manos».

– Y funcionó, ¿verdad?

– Eras diligente, Ez. En una ocasión te pregunté por qué aquel puñetero detergente era tan suave para las delicadas manos de una dama. Me entregaste veinte páginas sobre los áloes. Obtuve el premio a la dirección de arte por aquella campaña, y fue gracias a esas páginas. Deberían habértelo dado a ti. Cuando estés mejor, iremos a comer y te llevaré la estatuilla.

– Trato hecho -dijo Ez.

– ¿Y el dolor, si es que tienes?

– Sí, está ahí, lo tengo, pero he aprendido a dominarlo. Me dan medicamentos especiales y me atienden cinco médicos. Cinco. Un oncólogo, un urólogo, un especialista en medicina interna, una enfermera de pacientes terminales y un hipnotizador para ayudarme a superar las náuseas.

– ¿A qué se deben las náuseas, a la terapia?

– Sí, y el cáncer también te provoca náuseas. Vomito mucho.

– ¿Es eso lo peor?

– A veces tengo la sensación de que voy a excretar la próstata.

– ¿No te la pueden extirpar?

– No serviría de nada. Ya es demasiado tarde para eso. Y es una operación importante. He perdido mucho peso. Tengo anemia. La intervención me debilitaría tanto que también debería abandonar el tratamiento. Eso de que avanza lentamente es una gran mentira. Avanza a la velocidad del rayo. A mediados de junio no tenía nada en la próstata, pero a mediados de agosto el tumor se había extendido demasiado para poder extirparlo. Así que hazte mirar la próstata, muchacho.

– Siento mucho todo esto, pero me alegra oír que sigues siendo el de siempre. Eres tú mismo, incluso más aún.

– Lo único que quiero es escribir esas memorias-replicó Ez- Ya he hablado bastante de ello, ahora tengo que escribirlo. Todo lo que me ocurrió en ese negocia Si puedo escribir esas memorias, le habré dicho a la gente quién soy. Si puedo escribirlas, moriré con una sonrisa en los labios. ¿Y qué me dices de ti? ¿Eres feliz con lo que haces? ¿Te dedicas a pintar? Siempre decías que eso era lo que harías. ¿Estás pintando?

– Sí, lo hago -le mintió-. Todos los días. Va bien.

– Nunca pude escribir ese libro, ¿sabes? Nada más jubilarme, empecé a bloquearme una y otra vez. Pero en cuanto se me declaró el cáncer, la mayor parte de mis bloqueos desaparecieron. Ahora puedo hacer lo que quiera.

– Es una terapia brutal contra el bloqueo del escritor.

– Sí -replicó Ez-. Así es. No lo aconsejo. Mira, puede que salga de esta. Entonces podremos ir a comer juntos y me darás la estatuilla. Si lo supero, los médicos dicen que podré llevar una vida normal.

Si ya le habían asignado una enfermera de pacientes terminales, parecía improbable que los médicos le hubieran dicho tal cosa. Aunque tal vez lo hubieran hecho para levantarle el ánimo, o tal vez Ez se imaginaba que lo habían hecho, o puede que la arrogancia le hiciera hablar así, aquella maravillosa arrogancia suya, imposible de erradicar.

– Bueno, te deseo suerte, Ez -le dijo-. Si quieres hablar conmigo, toma nota de mi número. -Se lo dio.

– Estupendo -dijo Ezra.

– Estoy siempre aquí. Si te apetece, hazlo, llámame. Cuando quieras. ¿Lo harás?

– Muy bien. Lo haré.

– De acuerdo. Bueno, adiós.

– Adiós, hasta pronto -replicó Ezra-. Sácale brillo a la estatuilla.

Durante horas, después de las tres llamadas consecutivas (y tras la predecible banalidad e inutilidad de la charla para levantar la moral, tras el intento de revivir el espíritu de antaño al evocar recuerdos de las vidas de sus colegas, tratando de encontrar algo que decir para animar a los que carecían de esperanzas y apartarlos del borde del abismo), lo que quería hacer no solo era telefonear a su hija, a la que había encontrado en el hospital con Phoebe, sino revivir su propio espíritu telefoneando a sus padres. Sin embargo, lo que había sabido no era nada comparado con el ataque inevitable que es el final de la vida. De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran destruidos, habría tenido que permanecer junto al teléfono todo el día hasta la noche, haciendo otro centenar de llamadas por lo menos. La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.

La siguiente vez que fue al hospital para la revisión anual de las carótidas, el sonograma reveló que la segunda carótida estaba seriamente obstruida y requería una intervención quirúrgica. Aquel iba a ser el séptimo año seguido que le hospitalizaban. La noticia le sobresaltó, en particular porque aquella mañana le habían comunicado por teléfono la muerte de Ezra Pollock, pero por lo menos le operaría el mismo cirujano vascular y la intervención sería en el mismo hospital, y esta vez sabría lo suficiente para no conformarse con anestesia local y pedir que le durmieran del todo. Se esforzó tanto por convencerse, tras su experiencia de la primera operación de carótida, de que no en nada preocupante, que no se molestó en informar a Nancy, sobre todo mientras ella todavía tuviera que ocuparse de su madre. Sin embargo, se empeñó en localizar a Maureen Mrazek, aunque en pocas horas agotó todas las pistas que podía haber tenido sobre su paradero.