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– ¿Sabe por qué se comporta así?

– Creo que sí -susurró él.

Su respuesta significaba: Porque esto es para ella como siempre lo ha sido para mí desde que era un niño. Porque es para ella como lo es para todo el mundo. Porque la fuerza más intensamente turbadora de la vida es la muerte. Porque la muerte es muy injusta. Porque una vez que has saboreado la vida, la muerte ni siquiera parece natural. Yo había pensado -y en secreto estaba seguro de ello- que la vida prosigue indefinidamente.

– Pues bien, se equivoca -replicó el hombre con rotundidad, como si le hubiera leído el pensamiento-. Ella siempre es así. Lleva cincuenta años en este plan -añadió con un fruncimiento de ceño implacable-. Se comporta así porque ya no tiene dieciocho años.

Sus padres estaban situados cerca del perímetro del cementerio, y tardó un tiempo en localizar las tumbas junto a la vega que separaba la última hilera de parcelas de una calle estrecha que parecía ser una improvisada zona de descanso para camioneros que hacían un alto en su viaje por la autopista. En los años transcurridos desde la última vez que estuvo allí había olvidado el efecto que la lápida tuvo sobre él la primera vez que la vio. Distinguió los dos nombres grabados en la piedra y le sobrevino un ataque de llanto como el que se apodera de los bebés y los deja sin fuerzas. No tuvo ninguna dificultad para evocar su último recuerdo de cada uno de ellos -el recuerdo del hospital-, pero cuando trató de evocar el más antiguo, el esfuerzo por retroceder tanto como pudiera en su pasado común hizo que le abrumara una segunda oleada de sentimiento.

No eran más que huesos, huesos en una caja, pero los huesos de ellos también eran los suyos, y se acercó tanto como pudo a los huesos, como si la proximidad pudiera unirle a ellos y mitigar el aislamiento surgido de la pérdida de su futuro y enlazarlo de nuevo con todo cuanto había desaparecido. Durante una hora y media, aquellos huesos fueron los objetos que más le importaban. Eran lo único que importaba, pese a la intrusión del deteriorado ambiente de aquel cementerio sumido en el abandono. Una vez que estuvo con aquellos huesos no podía dejarlos, no podía sino hablar con ellos, no podía sino escucharlos cuando le hablaban. Entre él y aquellos huesos había mucha comunicación, mucha más de la que existía ahora entre él y los que aún estaban revestidos de carne. La carne se disuelve, pero los huesos aguantan. Los huesos eran el único consuelo que existía para alguien que no daba ningún crédito a la vida ultraterrena y sabía sin la menor duda que Dios es una ficción y que esta es la única vida que tenemos. Como la joven Phoebe podría haberle dicho cuando se conocieron, no resultaba descabellado decir que ahora su placer más profundo estaba en el cementerio. Solo allí podía encontrar satisfacción.

No tenía la sensación de estar jugando a algo. No se sentía como si tratara de hacer que algo se convirtiera en realidad. Aquello era lo real, la intensidad de su relación con los huesos allí enterrados.

Su madre había muerto a los ochenta años, su padre a los noventa.

– Tengo setenta y un años -les dijo en voz alta-. Vuestro chico tiene setenta y un años.

– Muy bien -replicó su madre-. Has vivido.

– Mira atrás y repara lo que puedas reparar -le dijo su padre-, y saca el máximo provecho del tiempo que te queda.

No podía marcharse. La ternura estaba descontrolada. También el deseo vehemente de que todo el mundo viviera. Y de que todo comenzara de nuevo.

Cruzaba el cementerio de regreso a su coche cuando se encontró con un negro que cavaba una fosa. El hombre estaba como a medio metro de profundidad en la fosa sin terminar y, cuando el visitante se le acercó, dejó de recoger tierra con la pala y arrojarla a un lado. Vestía un mono de trabajo y llevaba una vieja gorra de béisbol, y por el color gris de su bigote y las arrugas de la cara parecía tener por lo menos cincuenta años. Pero su cuerpo era todavía macizo y fuerte.

– Creía que hacían esto con una máquina -le dijo al sepulturero.

– En los grandes cementerios, donde hay muchas tumbas, a menudo se usan máquinas, es verdad. -Hablaba como un sureño, pero con mucha naturalidad y precisión, más como un maestro de escuela pedante que como un trabajador manual-. Yo no las uso -siguió diciendo el sepulturero- porque pueden hundir las otras tumbas. El suelo puede ceder y aplastar la caja. Y hay que tener en cuenta las lápidas. En mi caso es mucho más fácil hacerlo todo a mano. Mucho más limpio. Es más fácil sacar la tierra sin arruinar todo lo demás. Uso un tractor muy pequeño que puedo maniobrar con facilidad, y cavo a mano.

Entonces reparó en el tractor que estaba en el sendero cubierto de hierba entre las tumbas.

– ¿Para qué sirve el tractor?

– Lo utilizo para llevarme la tierra. Lo he hecho durante tanto tiempo que sé cuánta tierra he de llevarme y cuánta debo dejar. Me llevo los diez primeros remolques de tierra. La que queda la echo sobre unas tablas. Coloco unas tablas de madera contrachapada. Son esas de ahí. Pongo tres tablas, de modo que la tierra no quede sobre la hierba. La última mitad de la tierra la echo sobre las tablas. Para el relleno posterior. Entonces lo cubro todo con esta alfombra verde. Intento que tenga buen aspecto para la familia. Da la impresión de que es hierba.

– ¿Cómo la cava? ¿Le importa que se lo pregunte?

– En absoluto -respondió el sepulturero, que seguía dentro de la fosa, donde había estado cavando-, A la mayoría de la gente no le interesa. Para la mayoría de la gente, cuanto menos sepan mejor.

– Quiero saberlo -le aseguró. Y era cierto. No quería irse.

– Bueno, tengo un plano. En él aparecen todas las tumbas que se han vendido o trazado en el cementerio. Por medio del plano localizas la parcela, comprada Dios sabe cuándo, hace cincuenta, setenta y cinco años. Una vez que la he localizado, vengo aquí con una sonda. Mírela, ese pincho de dos metros que está en el suelo. Tomo la sonda y la introduzco en el suelo unos sesenta o noventa centímetros, y así es como localizo la siguiente tumba. Me lo indica el sonido al tocarla. Entonces, con un palo, señalo en el suelo dónde está la nueva tumba. A continuación tengo un marco de madera que pongo en el suelo y que me sirve para establecer los lados de la fosa. Primero, con un cortabordes, hago un rectángulo en el suelo que tiene el tamaño del marco. Entonces lo mido, hago tepes cuadrados de treinta centímetros y las pongo detrás de la tumba, donde no puedan verlas, porque no quiero que se vea mucho jaleo en el lugar donde estarán los asistentes al entierro. Cuanta menos tierra, más fácil resulta de limpiar. Pongo una tabla junto a la tumba vecina, adonde puedo transportar los tepes cuadrados con la horqueta. Los coloco en forma de cuadrícula, de forma que parece el mismo sitio de donde los saqué. Eso me lleva cerca de una hora. Es una parte dura del trabajo. Entonces empiezo a cavar. Voy a buscar el tractor y le engancho el remolque. Lo que hago primero es cavar. Eso es lo que estoy haciendo. Mi hijo cava la parte difícil. Es más fuerte de lo que yo soy ahora. Le gusta intervenir una vez que he terminado. Cuando está ocupado o no puede venir por algo, cavo yo solo, pero si está aquí le dejo cavar la parte difícil. Tengo cincuenta y ocho años. No cavo como solía hacerlo. Cuando empecé, él siempre estaba conmigo, y nos turnábamos para cavar. Era divertido, porque mi hijo era joven y así tenía tiempo para hablar con él, aquí solos los dos.