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Una hora después de haber llegado al hospital ya estaba en cama, aunque la intervención no tendría lugar hasta la mañana siguiente; así es como se atendía entonces a los pacientes.

En la cama vecina había un muchacho al que habían operado del estómago y aún no le permitían levantarse y caminar. Su madre estaba sentada al lado de la cama y le tomaba una mano entre las suyas. Cuando su padre le visitó, al salir del trabajo, los progenitores hablaron en yiddish, y eso le hizo pensar que estaban demasiado preocupados para hablar un inglés comprensible en presencia de su hijo. El único lugar donde él había oído hablar en yiddish era la joyería, cuando los refugiados de la guerra entraban en busca de relojes Schaffhausen, una marca difícil de encontrar, y su padre trataba de localizarlos llamando a sus conocidos. «Schaffhausen… quiero un Schaffhausen», todos sus conocimientos de inglés se reducían a decir esa Por supuesto el yiddish solo se hablaba cuando los judíos hasídicos de Nueva York viajaban a Elizabeth una o dos veces al mes para reponer las existencias de brillantes de la tienda, pues para su padre mantener un extenso inventario en su propia caja fuerte habría sido demasiado costoso. Antes de la guerra había en Estados Unidos muchos menos comerciantes de brillantes hasídicos de los que hubo después, pero, desde el mismo comienzo, su padre prefirió tratar con ellos en lugar de hacerlo con las grandes casas dedicadas a la venta de brillantes. El comerciante que acudía con más frecuencia (y cuya ruta de emigración le había llevado a él y a su familia en unos pocos años desde Varsovia a Amberes y de allí a Nueva York) era un anciano que llevaba un gran sombrero negro y un largo abrigo negro de una clase que ya nadie usaba en las calles de Elizabeth, ni siquiera otros judíos. Tenía barba y bucles a los lados, y la bolsa que contenía los brillantes, atada a la cintura, estaba oculta bajo unas prendas interiores con flecos cuya importancia religiosa escapaba al incipiente partidario del laicismo, y a quien de hecho le parecía ridícula, incluso después de que su padre le explicara por qué los hasidim seguían llevando lo que sus antepasados llevaban dos siglos atrás en el viejo país y vivían más o menos como lo hicieron ellos, aunque, como puntualizaba él a su padre una y otra vez, ahora estaban en Norteamérica y tenían libertad para vestirse, afeitarse y comportarse como desearan. Cuando se casó uno de los siete hijos del comerciante de brillantes, este invitó a toda la familia a la boda en Brooklyn. Todos los hombres que estaban allí tenían barba y todas las mujeres llevaban peluca, y se sentaban en distintos lados de la sinagoga, según su sexo, separados por una pared (luego los hombres y las mujeres ni siquiera bailaban juntos), y tanto a él como a Howie aquella boda les pareció totalmente aborrecible. Cuando el comerciante de brillantes llegaba a la tienda, se quitaba el abrigo pero no el sombrero, y los dos hombres se sentaban detrás de la vitrina y charlaban afablemente en yiddish, la lengua que sus abuelos paternos siguieron hablando mientras vivieron en sus viviendas de inmigrantes con sus hijos nacidos en Estados Unidos. Pero cuando llegó el momento de examinar los brillantes, los dos entraron en la trastienda con el suelo de linóleo marrón, donde había una caja fuerte, un banco de trabajo y, encajado detrás de una puerta que nunca cerraba del todo, ni siquiera cuando habías logrado correr el pestillo desde dentro, un váter y un minúsculo lavabo. Su padre siempre pagaba en el acto con un cheque.

Después de cerrar la tienda con la ayuda de Howie -bajar la puerta metálica provista de candados del escaparate, conectar la alarma antirrobo y echar todos los cerrojos de la puerta principal-, el padre fue al hospital para ver a su hijo menor y le dio un abrazo.

Estaba allí cuando entró el doctor Smith para presentarse. El cirujano llevaba traje de calle en vez de bata blanca y su padre se apresuró a levantarse en cuanto lo vio entrar.

– ¡Es el doctor Smith! -exclamó.

– De modo que este es mi paciente -dijo el médico. Se acercó a la cama para pasarle un brazo por el hombro y estrecharlo con firmeza-. Bueno, mañana arreglaremos esa hernia y quedarás como nuevo. ¿En qué posición te gusta jugar?

– De extremo.

– Bien, muy pronto estarás jugando otra vez de extremo. Podrás jugar a lo que quieras. Pasa una buena noche y te veré por la mañana.

Su padre se atrevió a bromear con el eminente cirujano.

– Y que usted pase también una buena noche.

Cuando le trajeron la cena, sus padres se sentaron y hablaron con él como si estuvieran en casa. Hablaron en voz baja para no molestar al chico enfermo o a sus padres, que ahora guardaban silencio, la madre todavía sentada a su lado y el padre paseando sin cesar delante de la cama, saliendo al pasillo y volviendo a entrar. El muchacho ni siquiera se había movido mientras estuvieron allí.

Cinco minutos antes de las ocho una enfermera asomó la cabeza para anunciar que la visita había terminado. Los padres del otro chico volvieron a hablar entre ellos en yiddish y, después de que la madre le besara repetidamente la frente, salieron de la habitación. Al padre le corrían lágrimas por las mejillas.

Entonces sus padres se marcharon a casa para estar con su hermano y tomar una cena tardía en la cocina sin él. Su madre lo besó y abrazó con fuerza.

– Puedes hacerlo, hijo -le dijo su padre, inclinándose para besarle también-. Es como cuando te pido que hagas un recado y tomes el autobús, o te encargo una tarea en la tienda. Sea lo que sea nunca me defraudas. Eres responsable… ¡mis dos muchachos responsables! No puedo sentirme más orgulloso cuando pienso en mis hijos. Siempre hacéis el trabajo como los chicos meticulosos, cuidadosos y trabajadores que os enseñé a ser. A vuestra edad no os intimida ir a Newark y volver con brillantes de un cuarto de quilate, de medio quilate en el bolsillo. Por vuestro aspecto se diría que es alguna baratija que os ha salido en una caja de Cracker Jacks. Pues bien, si puedes hacer ese trabajo, puedes hacer este. Por lo que a ti respecta, no es más que otra tarea. Haz el trabajo, déjalo listo, y mañana todo habrá terminado. Oyes la campana y sales a pelear. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¡Mis dos muchachos geniales!

Entonces se marcharon y él se quedó a solas con el chico de la cama de al lado. Extendió el brazo hacia la mesilla de noche, donde su madre había depositado los libros, y empezó a leer El Robinsón suizo. Después trató de leer La isla del tesoro. Luego pasó a Kim. A continuación metió la mano bajo la sábana para tocarse la hernia. La hinchazón había desaparecido. Sabía por experiencia que había días en los que la hinchazón remitía temporalmente, pero esta vez estaba seguro de que había remitido para siempre y ya no hacía falta que le operasen. Cuando entró una enfermera para tomarle la temperatura, él no supo cómo decirle que la hernia había desaparecido y que deberían llamar a sus padres para que lo llevaran a casa. La mujer dirigió una mirada aprobadora a los títulos de los libros que había traído y le dijo que podía levantarse para ir al lavabo, pero que por lo demás debería adoptar una postura cómoda y leer hasta que ella regresara para apagar las luces. No le dijo nada del otro niño, del que él estaba seguro que iba a morir.

Al principio no logró conciliar el sueño porque estaba esperando que el chico se muriese, y luego tampoco lo consiguió debido a que no podía dejar de pensar en el ahogado que el mar arrojó a la playa el verano pasado. Era el cadáver de un marino cuyo buque cisterna había sido torpedeado por un submarino alemán. La patrulla de la guardia costera que recorría la playa había encontrado el cuerpo entre los restos de petróleo y las destrozadas cajas del cargamento, en la orilla de la playa, que estaba a solo una manzana de distancia de la casa donde los cuatro miembros de la familia alquilaban una habitación durante un mes cada verano. La mayor parte de los días el agua estaba limpia y a él no le preocupaba que un hombre ahogado pudiera chocar contra sus piernas desnudas cuando se adentraba en el suave oleaje. Pero cuando el petróleo de los buques cisterna torpedeados formaba coágulos en la arena y le cubría las plantas de los pies al cruzar la playa, le aterraba tropezar con un cadáver. O tropezar con un saboteador que llegara a tierra para colaborar con Hider. Armados con fusiles o metralletas y con frecuencia acompañados por perros adiestrados, los guardias costeros patrullaban de día y de noche para impedir que los saboteadores desembarcaran en los miles de kilómetros de playas desiertas. Sin embargo, algunos lograban penetrar sin que los detectaran, y se sabía que, junto con oriundos del país simpatizantes de los nazis, establecían desde la costa comunicación con los submarinos que merodeaban por las rutas de navegación de la Costa Este y que habían hundido barcos frente a la costa de Nueva Jersey desde el comienzo de la guerra. La guerra estaba más cerca de lo que imaginaba la mayoría de la gente, y el horror también. Su padre había leído que las aguas de Nueva Jersey eran «el peor cementerio de barcos» a lo largo de toda la costa norteamericana, y ahora, en el hospital, no lograba que la palabra «cementerio» dejara de atormentarle, como tampoco podía borrar de su mente aquel cuerpo hinchado que los guardias costeros habían retirado de la orilla donde yacía bañado por el suave oleaje, mientras él y su hermano miraban desde el paseo marítimo entarimado.