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Don Rigoberto estaba tumbado de espaldas, desnudo sobre la colcha granate con estampados que semejaban alacranes. En el cuarto sin luz, apenas aclarado por el resplandor de la calle, su larga silueta blanquecina, vellosa en el pecho y en el pubis, permaneció quieta mientras doña Lucrecia se descalzaba y se tendía a su lado, sin tocarlo. ¿Dormía ya su marido?

– ¿Dónde fuiste? -lo oyó murmurar, con la voz pastosa y demorada del hombre que habla desde el crepitar de la ilusión, una voz que ella conocía tan bien-. ¿Por qué me abandonaste, mi vida?

– Fui a darle un beso a Fonchito. Me escribió una carta de cumpleaños que no sabes. Por poco me hizo llorar de lo cariñosa que es.

Adivinó que él apenas la oía. Sintió la mano derecha de don Rigoberto rozando su muslo. Quemaba, como una compresa de agua hirviendo. Sus dedos escarbaron, torpes, por entre los pliegues y repliegues de su camisón de dormir. «Se dará cuenta que estoy empapada», pensó, incómoda. Fue un malestar fugaz, porque la misma ola vehemente que la había sobresaltado en la escalera volvió a su cuerpo, erizándolo. Le pareció que todos sus poros se abrían, ansiosos, y aguardaban.

– ¿Fonchito te ha visto en camisón? -fantaseó, enardecida, la voz de su marido-. Le habrás dado malas ideas al chiquito. Esta noche tendrá su primer sueño erótico, quizás.

Lo oyó reírse, excitado, y ella se rió también: «Qué dices, tonto». A la vez, simuló golpearlo, dejando caer la mano izquierda sobre el vientre de don Rigoberto. Pero lo que tocó fue un asta humana empinándose y latiendo.

– ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? -exclamó doña Lucrecia, apresándola, estirándola, soltándola, recuperándola-. Mira lo que me he encontrado, pues, vaya sorpresa.

Don Rigoberto ya la había encaramado sobre él y la besaba con delectación, sorbiéndole los labios, separándoselos. Largo rato, con los ojos cerrados, mientras sentía la punta de la lengua de su marido explorando la cavidad de su boca, paseando por las encías y el paladar, afanándose por gustarlo y conocerlo todo, doña Lucrecia estuvo sumida en un atontamiento feliz, sensación densa y palpitante que parecía ablandar sus miembros y abolirlos, haciéndola flotar, hundirse, girar. En el fondo del torbellino placentero que era ella, la vida, como asomando y desapareciendo en un espejo que pierde su azogue, se delineaba a ratos una carita intrusa, de ángel rubicundo. Su marido le había levantado el camisón y le acariciaba las nalgas, en un movimiento circular y metódico, mientras le besaba los pechos. Lo oía murmurar que la quería, susurrar tiernamente que con ella había empezado para él la verdadera vida. Doña Lucrecia lo besó en el cuello y mordisqueó sus tetillas hasta oírlo gemir; luego, lamió despacito aquellos nidos que tanto lo exaltaban y que don Rigoberto había lavado y perfumado cuidadosamente para ella antes de acostarse: las axilas. Lo oyó ronronear como un gato mimoso, retorciéndose bajo su cuerpo. Apresuradas, sus manos separaban las piernas de doña Lucrecia, con una suerte de exasperación. La acuclillaron sobre él, la acomodaron, la abrieron. Ella gimió, adolorida y gozosa, mientras, en un remolino confuso, divisaba una imagen de san Sebastián flechado, crucificado y empalado. Tenía la sensación de ser corneada en el centro del corazón. No se contuvo más. Con los ojos entrecerrados, las manos detrás de la cabeza, adelantando los pechos, cabalgó sobre ese potro de amor que se mecía con ella, a su compás, rumiando palabras que apenas podía articular, hasta sentir que fallecía.

– ¿Quién soy? -averiguó, ciega-. ¿Quién dices que he sido?

– La esposa del rey de Lidia, mi amor -estalló don Rigoberto, perdido en su sueño.

2 Candaules, rey de Lidia

Soy Candaules, rey de Lidia, pequeño país situado entre Jonia y Caria, en el corazón de aquel territorio que siglos más tarde llamarán Turquía. Lo que más me enorgullece de mi reino no son sus montañas agrietadas por la sequedad ni sus pastores de cabras que, cuando hace falta, se enfrentan a los invasores frigios y eolios y a los dorios venidos del Asia, derrotándolos, y a las bandas de fenicios, lacedemonios y a los nómadas escitas que llegan a pillar nuestras fronteras, sino la grupa de Lucrecia, mi mujer.

Digo y repito: grupa. No trasero, ni culo, ni nalgas ni posaderas, sino grupa. Porque cuando yo la cabalgo la sensación que me embarga es ésa: la de estar sobre una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. Es una grupa dura y acaso tan enorme como dicen las leyendas que sobre ella corren por el reino, inflamando la fantasía de mis súbditos. (A mis oídos llegan todas pero a mí no me enojan, me halagan.) Cuando le ordeno arrodillarse y besar la alfombra con su frente, de modo que pueda examinarla a mis anchas, el precioso objeto alcanza su más hechicero volumen. Cada hemisferio es un paraíso carnal; ambos, separados por una delicada hendidura de vello casi imperceptible que se hunde en el bosque de blancuras, negruras y sedosidades embriagadoras que corona las firmes columnas de los muslos, me hacen pensar en un altar de esa religión bárbara de los babilonios que la nuestra borró. Es dura al tacto y dulce a los labios; vasta al abrazo y cálida en las noches frías, una almohada tierna para reposar la cabeza y un surtidor de placeres a la hora del asalto amoroso. Penetrarla no es fácil; doloroso más bien, al principio, y hasta heroico por la resistencia que esas carnes rosadas oponen al ataque viril. Hacen falta una voluntad tenaz y una verga profunda y perseverante, que no se arredran ante nada ni nadie, como las mías.

Cuando le dije a Giges, hijo de Dáscilo, mi guardia y ministro, que yo estaba más orgulloso de las proezas cumplidas por mi verga con Lucrecia en el suntuoso bajel lleno de velámenes de nuestro tálamo que de mis hazañas en el campo de batalla o de la equidad con que imparto justicia, él festejó con carcajadas lo que creía una broma. Pero no lo era: lo estoy. Dudo que muchos habitantes de Lidia puedan emularme. Una noche -estaba ebrio- sólo por averiguarlo llamé al aposento a Atlas, el mejor armado de los esclavos etíopes. Hice que Lucrecia se inclinase ante él y le ordené que la montara. No lo consiguió, por lo intimidado que estaba en mi delante o porque era un desafío excesivo para sus fuerzas. Varias veces lo vi adelantarse, resuelto, empujar, jadear y retirarse, vencido. (Como el episodio mortificaba la memoria de Lucrecia, a Atlas lo mandé luego decapitar.)

Porque lo cierto es que a la reina yo la quiero. Todo en mi esposa es dulce, delicado, en contraste con la esplendidez exuberante de su grupa: sus manos y sus pies, su cintura y su boca. Tiene una nariz respingada y unos ojos lánguidos, de aguas misteriosamente quietas que sólo el placer y la cólera agitan. Yo la he estudiado como, hacen los eruditos con los viejos infolios del Templo, y aunque creo saberla de memoria, cada día -cada noche, más bien- descubro en ella algo nuevo que me enternece: la suave línea de los hombros, el travieso huesecillo del codo, la finura del empeine, la redondez de sus rodillas y la transparencia azul del bosquecillo de sus axilas.