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Acontecería lo mismo con sus uñas. Don Rigoberto se dijo que esta deprimente perspectiva era un irrebatible argumento en favor de la incineración. Sí, el fuego impediría la imperfección póstuma. Las llamas lo desaparecerían aún perfecto, frustrando a los gusanos. Ese pensamiento lo alivió.

Mientras enrollaba unas bolitas de algodón en la punta de la horquilla y las humedecía en agua y jabón para limpiarse la cera acumulada en el interior del oído, anticipó lo que esos limpios embudos escucharían dentro de poco, descendiendo de los pechos al ombligo de su esposa. Allí no tendrían que esforzarse para sorprender la secreta música de Lucrecia, pues una verdadera sinfonía de sonidos líquidos y sólidos, prolongados y breves, difusos y nítidos, acudiría a revelarle su vida soterrada. Anticipó con gratitud cuánto lo emocionaría percibir, a través de esos órganos que ahora escarbaba con afecto prolijo, desembarazándolos de la película grasosa que se formaba en ellos cada cierto tiempo, algo de la existencia secreta de su cuerpo: glándulas, músculos, vasos sanguíneos, folículos, membranas, tejidos, filamentos, tubos, trompas, toda esa rica y sutil orografía biológica que yacía bajo la tersa epidermis del vientre de Lucrecia. «Amo todo lo que existe dentro o fuera de ella», pensó. «Porque todo en ella es o puede ser erógeno».

No exageraba, llevado por la ternura que hacía brotar siempre en él la irrupción de ella en sus fantasías. No, en absoluto. Pues gracias a su perseverante obstinación, había conseguido enamorarse del todo y de cada una de las partes de su mujer, amar por separado y en conjunto todos los componentes de ese universo celular. Se sabía capaz de responder eróticamente, con una pronta y robusta erección, al estímulo de cualquiera de sus infinitos ingredientes, incluido el más ínfimo, incluido -para el homínido común- el más inconcebible y repelente. «Aquí yace don Rigoberto, que llegó a amar el epigastro tanto como la vulva o la lengua de su esposa», filosofó que sería un justo epitafio para el mármol de su tumba. ¿Mentiría aquella divisa funeraria? En lo más mínimo. Pensó en cómo se iría encandilando, dentro de breve, con los apagados desplazamientos acuosos que sorprenderían sus orejas, cuando se aplastaran avariciosas sobre su blando estómago, y, ahora, ya estaba oyendo los graciosos borborigmos de aquel flato, el alegre pedillo restallante, la gárgara y bostezo vaginal o el lánguido desperezarse de su intestina sierpe. Y ya se oía susurrando, ciego de amor y de lujuria, las frases con que solía homenajear a su esposa mientras la acariciaba. «También esos ruiditos eres tú, Lucrecia; ellos son tu concierto, tu persona sonora». Estaba seguro de que podría reconocerlos de inmediato, distinguirlos de los sonidos producidos por los vientres de cualquier otra mujer.

Era una hipótesis que no tendría ocasión de verificar, pues nunca intentaría la experiencia de oír el amor con alguna otra. ¿Para qué lo haría? ¿No era Lucrecia un océano sin fondo que él, buzo amante, jamás terminaba de explorar? «Te amo», murmuró, sintiendo nuevamente el amanecer de una erección. La conjuró de un capirotazo que, además de doblarlo en dos, le provocó un ataque de risa. «¡Quién se ríe a solas, de sus maldades se acuerda!», oyó que lo sermoneaba, desde el dormitorio, su mujer. Ah, si Lucrecia supiera de qué se reía.

Oír la voz de ella, confirmar su vecindad y su existencia, lo colmó de dicha. «La felicidad existe», se repitió, como todas las noches. Sí, pero a condición de buscarla donde ella era posible. En el cuerpo propio y en el de la amada, por ejemplo; a solas y en el baño; por horas o minutos y sobre una cama compartida con el ser tan deseado. Porque la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva, municipal. Ella estaba escondida, perla en su concha marina, en ciertos ritos o quehaceres ceremoniosos que ofrecían al humano ráfagas y espejismos de perfección. Había que contentarse con esas migajas para no vivir ansioso y desesperado, manoteando lo imposible. «La felicidad se esconde en el hueco de mis orejas», pensó, de buen talante.

Había terminado de limpiarse los conductos de ambos oídos y allí tenía, bajo sus ojos, las bolitas de algodón húmedo, impregnadas con el humor amarillo grasoso que acababa de quitarles. Faltaba todavía que se los secara, a fin de que aquellas gotas de agua no fueran a cristalizar en ellas alguna mugre antes de evaporarse. Una vez más enrolló dos bolitas de algodón a la horquilla y se restregó los conductos tan suavemente que parecía estar haciéndoles un masaje o acariciándolos. Echó luego las bolitas al excusado y tiró de la cadena. Limpió la horquilla y la guardó en la cajita de áloe de su mujer.

Se miró los oídos en el espejo para una última inspección. Se sintió satisfecho y animoso. Ahí estaban esos conos cartilaginosos, limpios por fuera y por dentro, prestos para inclinarse a escuchar con respeto e incontinencia el cuerpo de la amada.

4 Ojos como luciérnagas

«Cumplir cuarenta años no es, pues, tan terrible», pensó doña Lucrecia, desperezándose en el cuarto a oscuras. Se sentía joven, bella y feliz. ¿La felicidad existía, entonces? Rigoberto decía que sí, «por momentos y para nosotros dos». ¿No era una palabra hueca, un estado que sólo alcanzaban los tontos? Su marido la quería, se lo demostraba a diario en mil detalles delicados y casi todas las noches solicitaba sus favores con ardor juvenil. También él parecía rejuvenecido desde que, cuatro meses atrás, decidieron casarse. Los temores que tanto tiempo la inhibieron de hacerlo -su primer matrimonio había sido desastroso y el divorcio una pesadillesca agonía de tinterillos ávidos- se habían esfumado. Desde el primer momento tomó posesión de su nuevo hogar con mano segura. Lo primero que hizo fue cambiar la decoración de todas las habitaciones para que nada recordara a la difunta esposa de Rigoberto, y ahora gobernaba esta casa con soltura, como si hubiera sido aquí el ama desde siempre. Sólo la cocinera anterior le mostró cierta hostilidad y debió reemplazarla. Los demás criados se llevaban muy bien con ella. Justiniana sobre todo, quien, promovida por doña Lucrecia a la categoría de doncella, resultó un hallazgo: eficiente, despierta, limpísima y de una devoción a toda prueba.

Pero el éxito mayor era su relación con el niño. Había sido su mayor desvelo, antes, algo que creyó un obstáculo insalvable. «Un entenado, Lucrecia», pensaba, cuando Rigoberto insistía en que debían acabar con sus amores semiclandestinos y casarse de una vez. «No funcionará nunca. Ese niño te odiará siempre, te hará la vida imposible y tarde o temprano terminarás también odiándolo. ¿Cuándo ha sido feliz una pareja donde hay hijos ajenos?»

Nada de eso había ocurrido. Alfonsito la adoraba. Sí, ése era el verbo justo. Tal vez demasiado, incluso. Bajo las tibias sábanas, doña Lucrecia se desperezó de nuevo, estirándose y encogiéndose como una remolona serpiente. ¿No se había sacado ese primer puesto para ella? Recordó su carita arrebolada, el triunfo de sus ojos color cielo cuando le alcanzó la libreta de notas: