– ¡Ah, Ramsés!, pobre viejo -dijo él, dándole unas palmadas sobre la frente de granito-. ¿No puedes hablar?… ¿Ni cantar la belleza de esa aquea encerrada en tu palacio? ¿Debo hacerme eco de tus pensamientos de piedra? Está bien.
El desconocido se volvió hacia Helena, que se había sonrojado, y recitó un poema compuesto treinta y cinco siglos antes:
– ¡Señor! Me está usted molestando…
– Pero ¿no es usted aquea? -preguntó asombrado.
¡Menudo loco! Ese hombre debía de haber perdido la razón en el desierto. Helena retrocedió.
– ¡Es rusa!
La voz de Paulos se hizo oír al fin. El desconocido se enfrentó al copto y dijo feliz:
– ¡Metamon! ¡Viejo crápula! ¿Qué haces tú por aquí?
– Ya ti, Linant, ¿qué demonios te ha traído a Tebas?
Ambos hombres se echaron uno en brazos del otro y se congratularon durante un buen rato, dándoles las gracias a los dioses por haberlos reunido una vez más.
– Helena -dijo Paulos acompañando a su amigo-, te presento a Louis-Maurice Linant de Bellefonds, pirata del mar, cartógrafo, aventurero, buscador de tesoros, guerrero del desierto. Linant fue el primer europeo que llegó a Mesaurat y a Naga, y que cruzó la sexta catarata del Nilo. Remontó el Nilo Blanco hasta el yebel Fungi, luchó contra los árabes de Melik, el Pastor, contra los rebeldes de Hasan Reged y los hipopótamos de Sudán. Por todas estas hazañas guerreras, sus descubrimientos y su contribución a la revolución agrícola por la construcción de canales de irrigación, nuestro añorado Mehemet Alí lo ascendió a bey.
– Se convertirá en ministro; después, cuando el gran canal esté acabado, se le concederá la dignidad de bajá -añadió Helena con la mirada perdida.
Esa intervención dejó a Linant atónito.
– ¿Qué gran canal? -preguntó Paulos.
– No lo sé… -dijo Helena-. Desemboca en el mar Rojo.
– Me parece que se refiere a esa locura de proyecto del sansimoniano Paulin Talabot, que consistiría en construir un canal del mar Rojo al Mediterráneo -dijo Linant acercándose a la joven.
Le pasó la mano ante los ojos: seguía en un estado de trance.
– No se llama Talabot -respondió ella-. Será otro francés el que se convierta en su amigo [3]. No consigo leer su nombre.
– La princesa Helena Petrovna Blavatski, llegada directamente de la santa Rusia después de haber desbaratado las trampas de la nación cosaca que la perseguía por obra y gracia de su marido, y que posee el don maravilloso de predecir los acontecimientos -dijo Metamon.
– Bueno, al menos sé que todavía me quedan veintiún años por vivir. Es una muy buena noticia.
Quería creer a la rusa. Esa idea del canal, un proyecto faraónico, le seducía. Y el título de bajá lo hacía mucho más.
– Usted no debería estar en Egipto, sino en Francia -le espetó a Helena.
– ¿Y por qué, señor?
– Porque mis compatriotas se vuelven locos por los videntes y los médiums. Usted amasaría una fortuna en París.
– Lo pensaré.
Amasar una fortuna utilizando sus dones era una idea que tenía que considerar. Así, se podría liberar de la generosidad de su amiga María y de la influencia que su padre no tardaría en ejercer. Le escribía regularmente, y esperaba encontrar una importante suma de dinero a su regreso a El Cairo. Entonces, podría pensar en ir a Francia e instalarse en París.
Metamon, que seguía el hilo de los pensamientos de su discípula, levantó las manos en un gesto de fatalidad.
– Acabas de inocularle un veneno contra el que no puedo hacer nada -le dijo a Linant-. Antes de Navidad, se embarcará con destino a Marsella, y no habrá terminado su iniciación.
La iniciación consistía en aprender a elevar su pensamiento de lo visible a lo invisible, de lo pasajero a lo eterno, de lo humano a lo divino. Helena estudiaba las numerosas representaciones de los dioses que había en los templos y en las tumbas. Se pasaba horas intentando comprenderlas con el corazón, como hacían los antiguos egipcios. Evocaba a Bastis, señora del doble país, a Amón-Ra, el señor de Karnak, Nefthis, la señora de los dioses, Mut, la dama del cielo, y a Thot, Montu, Anukis, Sobek, Jonsu, Osiris…
Eran numerosos, poderosos y misteriosos.
Cada amanecer, Helena y Paulos se iban al valle de los Reyes. La condesa Kisselev había renunciado a acompañarlos. Ya no podía aguantar el sol.
– Tengo sed -dijo Helena al campesino que cargaba con el odre del agua.
El hombre pareció preocuparse. La extranjera bebía demasiado. Esperó a que Metamon le diera su consentimiento.
– Puedes dársela -dijo Paulos-, pero no tomará más hasta mañana. Tres sorbos y no más.
El agua tibia apaciguó su garganta reseca. Había retrasado ese momento durante más de dos horas. Ahora el campamento de Linant estaba lejos. Pensó en la tumba de Seti I, que habían explorado la víspera. Se guardó un poco de agua en la boca y se la tragó con delicadeza antes de retomar su marcha tras el infatigable copto. ¿Cómo podría aguantar sin beber hasta el día siguiente? Una simple mirada a su alrededor bastaba para avivar su sed.
Las montañas eran áridas y blancas, salpicadas de una luz cegadora; riadas de guijarros dificultaban el camino. A lo largo de las pendientes, agazapados sobre los peñascos, los ladrones de tumbas esperaban a los escasos europeos que pasaban por allí para ofrecerles los objetos que habían saqueado. Esperaban durante horas, jugando con su rosario, su bastón o su sable.
Algunos acudieron al encuentro de Paulos y lo saludaron con respeto, fijando sus miradas febriles en Helena, que era para ellos una criatura exótica salida de un harén: una mujer deseable, más resplandeciente que la bella Isis de senos blancos pintada en las paredes de las sepulturas que profanaban desde hacía milenios.
– Ya hemos llegado -le dijo Paulos a Helena, señalándole una excavación en los peñascos.
Enseguida, los tres soldados de su escolta ocuparon sus posiciones a uno y otro lado del camino, al tiempo que escrutaban las alturas; mientras, un guardia del valle se presentó ante Metamon. Era un jefe de comunidad, un ancestro huesudo con el rostro hundido y moreno. Impasible, escuchó a Paulos y después examinó a Helena sin complacencia. Ella le devolvió la mirada. El hombre apoyaba las leyes rígidas del Corán: las mujeres debían ir tapadas con el velo y estar encerradas. Tenía el corazón tan seco como una piedra del desierto.
Paulos le tocó el brazo a Helena y le ordenó en griego:
– Baja la mirada y no tendremos problemas.
Ella obedeció. El viejo guardia pareció satisfecho.
– No tiene mal de ojo -dijo.
Hizo una señal en dirección a los acantilados pelados, donde aparecieron unos quince hombres.
– Estos extranjeros son nuestros amigos. Ya conocéis a Paulos Metamon que, aunque no es musulmán, no por ello es un hombre menos justo y recto.
Se reunieron con los soldados de la escolta y entablaron una animada conversación, mientras examinaban los fusiles alemanes que poseían los turcos y los probaban, sin esperar ni un segundo, con los buitres del cielo.