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Los ecos de los tiros se multiplicaron por el valle de los Reyes.

– Tienes mi protección -dijo el jefe a Metamon.

– Que Alá te proteja -respondió Paulos deslizando en la mano del ancestro una decena de piastras de plata.

Helena no pasó por alto la transacción.

– Es el precio que pagan los arqueólogos por su seguridad a partir del cuarto día de estancia en la necrópolis… ¿Sigues decidida a probar la experiencia? -preguntó.

– Sí -afirmó Helena.

– Sumergirse en la eternidad exige un coraje fuera de lo común -insistió él.

– ¡Ya lo hemos discutido, estoy lista!

Metamon le mostró la entrada a la tumba de Ramsés VI, en la que el viejo guardián acababa de desaparecer. Ella se dirigió hacia allí con paso firme.

Con la única luz de las antorchas que llevaban Metamon y su felah, se adentraron por un pasillo decorado con el Libro de las Puertas. Lo seguía el Libro de la Dual, y éste precedía al Libro de los Muertos. Por último, llegaron a la cámara astrológica, en la que estaba empotrado el sarcófago de granito rojo.

– Este lugar recibe el nombre de la cámara de la Metempsicosis. Como puedes constatar tú misma, se ven muchos grafitos griegos y coptos. Muchos magos y hechiceros han tenido aquí experiencias con el más allá, y muchos han perdido la razón. Te lo volveré a preguntar una vez más: ¿estás segura de querer llegar hasta el final?

Helena no respondió, pero se estremeció. Estaba decidida. En contra de la opinión de María y de Linant, creía que estaba lista para pasar la noche entera en el sarcófago y visitar «el país del sueño y de las profundas tinieblas en las que habitan los que se han ido».

Como Metamon, quería saber qué había más allá de la vida. Para eso tendría que encontrar a Osiris, el dios de los muertos.

– Es el momento -dijo ella pasando por encima de los rebordes del sarcófago.

Metamon contenía la respiración. Helena se acomodó en el sarcófago helado, cruzó los brazos sobre el pecho y escuchó a Paulos iniciar la plegaria de los muertos, en la que alababa a la diosa que reside en la montaña tebana, la diosa de la cima, la que ama el silencio, Meret-Seger.

– Vela por tu hija Helena.

Metamon se retiró. Helena se quedó sola en la oscuridad, sin intentar romper el misterio de las tinieblas que la rodeaban.

Pasó una hora, luego la segunda. Le pareció ver a Sokaris, el dios momia con cara de halcón, inclinándose sobre ella. Poco a poco, entraba en el mundo de los muertos. Su cuerpo perdía toda consistencia. Se elevaba hacia una luz lejana. Los tiempos pasados se volvieron presentes. Volvió a ver al faraón tal y como era en vida: dulce y delicado. Escuchó tocar el arpa, la lira, el sistro, y más lejos, el cheneb [4] y los tambores. La melancolía de esa música le oprimía el alma.

Seguía subiendo… Una diosa le habló: «La muerte está hoy ante ti, como la curación de una enfermedad, como un paseo después de un sufrimiento».

La diosa le mostró una tierra en la que el trigo, amarillo y alto, ondeaba hasta el infinito. Todos los muertos estaban allí, miles, millones de ellos.

«La muerte está hoy ante ti, como el perfume de la mirra, como un descanso, como una vela en un día de mucho viento.»

Sí, el descanso. Helena aspiró con toda su alma. «La muerte está hoy ante ti, como el perfume de las flores de loto, como un apeadero en las orillas de la embriaguez.»

¡Ah! Seguir subiendo. Dejarse flotar en la luz como un claro en un cielo nublado, una gota de rocío sobre una piedra…

«La muerte está hoy ante ti, la muerte está hoy ante ti, la muerte está hoy ante ti, ante ti, ante ti, ante ti…»

Una sombra entró de repente en la luz dorada. ¿Qué podría esconderse en el seno de esas transparencias? El miedo se apoderó de ella. La sombra volvió. Anubis la acompañaba. El dios de cabeza de chacal había venido a buscarla para llevarla ante el tribunal de los dioses.

Ella no quería morir. Anubis le tendía la mano. La muerte con su túnica negra estaba de pie tras él.

«¡La muerte llegará siempre demasiado pronto!», gritó una voz dentro de ella.

Vivir, vivir a cualquier precio y recuperar la posesión de su cuerpo, allá abajo, en el sarcófago.

La muerte se presentaba ante ella ahora. Su mirada sin pupila la penetraba con su brillo helado.

– ¡No quiero morir!

– ¡Estás viva!

La voz de Paulos. El rostro de Paulos. Recuperó la posesión de su cuerpo de repente.

El copto la ayudó a salir de su sarcófago. Estalló en grandes sollozos. Necesitaba que alguien la abrazara para olvidar el mundo de los muertos. Paulos la había dejado sola en el sarcófago durante dieciséis horas. Incluso había visto a Anubis bajar a la tumba, pero ella ¡seguía viva!

Helena había llegado a El Cairo en compañía de sus tres amigos. María había sido la primera en dejarlos y se había marchado a Inglaterra. Linant de Bellefonds, por su parte, había elegido ir a Palestina. Antes de irse, le recomendó que se pusiera en contacto con el escritor Paul Féval, que le haría de guía en los ambientes espiritistas de París.

Tres semanas más tarde, en Alejandría, había recibido la bendición de su querido maestro Paulos, su amante de una noche y de una eternidad, y se había embarcado en un navío inglés cargado de momias destinadas a fertilizar los campos de Sussex y Cornualles.

En la escala de Argelia, aprovechó para subirse a bordo de un vapor que salía hacia Marsella. Ahora, en tren, cruzaba Francia, que acababa de entregarse a un nuevo oportunista: el príncipe Bonaparte.

32

Cuando Paul Féval entraba en un café, había algo glorioso en el chirrido de la puerta, y parecía que un clamor de trompetas lo acompañaba. El último romántico en llegar, era el rey del folletín y del bulevar, y debía su éxito a sus Misterios de Londres.

– ¡Paul, Paul, Paul!

Lo reclamaban en todas las mesas. Cuántas sonrisas, bocas abiertas, gargantas ofrecidas y llamadas prometedoras… Pero en la sala llena de humo también se veían muecas, miradas de odio y de celos. Se guarda para sus amigos sus secretos de novelista: para el príncipe de la comedia y del vodevil, Eugène Scribe; para los escritores Petrus Borel d'Hauterive, Auguste Barbier, Théophile Gautier y Henri Monnier, y para Helena Petrovna Blavatski, que, desde hacía cinco meses, mantenía en vilo a los parisinos por sus revelaciones.

Dio docenas de apretones de manos, pero besó las de Helena.

– ¡Ah! ¡Nuestro ángel guardián! -exclamó-. Me hace muy feliz que nos acompañes esta noche, Helena. ¿Qué seríamos nosotros sin ti?

– Celebridades, Paul, ni más ni menos.

– ¿Qué ves? -preguntó Petrus.

– ¿Alguno de ellos entrará en la Academia francesa? -prosiguió Auguste Barbier.

Helena observó que todos los rostros se inclinaban atentos sobre ella. ¿Qué más querían saber? ¿No tenían bastante? La fuerza de su imaginación maravillaba a miles de personas, así como la complejidad de sus intrigas y la vivacidad de sus diálogos. Esperaban demasiado de ella. Sus peticiones le resultaban un poco violentas.

– Éste no es momento ni lugar -respondió con tranquilidad.

– ¿No le da vergüenza? -exclamó Paul Féval-. ¿No se da cuenta de que está sufriendo? ¿Quiere convertirla en un fenómeno de feria? ¿Una máquina para fabricar horóscopos? Sometiéndola a semejantes interrogatorios, la están vaciando. Ya da bastante de sí misma en las reuniones organizadas por Alcide Rebaud. Entre nosotros, a ese Alcide le dan completamente igual los talentos de nuestra Helena; sólo actúa por interés.

Helena se sonrojó. Paul estaba en lo cierto. Alcide Rebaud, al que había conocido a su llegada a París, la explotaba sin escrúpulos.

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[4] Trompeta utilizada en las necrópolis.