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Como buen hipnotizador y fino psicólogo, Alcide había visto inmediatamente el provecho que podía sacarle a la joven rusa. Había sabido encandilarla, la había tentado con la gloria y con el dinero que podría conseguir de una clientela rica. No obstante, ella seguía obteniendo sustanciosos dividendos, después de haberle entregado el sesenta por ciento de comisión a ese curioso agente.

Paul continuó con su verborrea habituaclass="underline"

– ¿Quieren conocer su destino, señores? Entonces, pregúntense qué los empuja a escribir, pregúntense por los miedos que les persiguen desde la infancia. Nunca se sentirán en paz, ni vencedores de una batalla ni mártires. Porque para morir cubierto de gloria, no basta con que las musas y los críticos lo hayan perseguido a uno. También es necesaria la fe que nos falta a todos. Un día, dentro de mil o diez mil años, sus obras acabarán en la basura… Ven, Helena -dijo sin aliento-, dejémoslos para que sigan soñando con su futuro mausoleo de mármol.

Helena se dejó llevar. Féval, fogoso, se abrió camino a golpes de bastón.

– ¡Paso! ¡Paso! ¡Abran paso a la princesa Helena Petrovna Blavatski!

Todavía no era medianoche. Las calles del barrio de Saint-Michel, completamente iluminadas, bullían de animación. En medio de los trajes negros, las rameras vestidas con ropas chillonas esperaban con aspecto resignado. Otras adoptaban posturas provocadoras, se apretaban los pechos y enseñaban los muslos. Impregnadas de absenta, pisaban su parte de la acera en el frío y sonreían a los hombres que pasaban.

Su mirada se iluminaba cuando uno de ellos hacía crujir los billetes; el elegido podía entonces palpar la mercancía. Y la pareja desaparecía por un pasillo sórdido.

Esas mujeres forzadas a vender su cuerpo, su miseria, sublevaban a Helena. De repente, se dio cuenta de algo: «¡Yo también vendo mi espíritu!». Presa del horror, apretó con fuerza el brazo de Paul.

– ¿Qué ocurre, princesa?

– ¡Tienes razón, debo alejarme de Alcide lo antes posible!

– ¡A buenas horas! Por fin lo has comprendido. Ese bufón no le llega ni a la suela de los zapatos a Hippolyte-Léon Denizart Rivail [5], con quien deberías haberte asociado. Es un don nadie que sólo es capaz de hacer mezquindades; tú estás ayudando a que su zafiedad triunfe. ¡Vales mil veces más que eso!

– Sufro, Paul. Sufro continuamente. Posee mi espíritu, ha invadido mi alma. Pertenezco a su mirada, a su discurso. Me domina mediante el verbo y me fuerza a ponerme en contacto con entidades que aborrezco, a buscar almas malvadas, a aproximarme a espectros, espíritus pérfidos, inmundos e impuros. Odio a Alcide y a todos los espíritus que conciben sólo el lado más sórdido de la mente. Esas personas son vampiros que buscan sólo lo sensacional. Las sesiones me agotan. Si esto continúa así, acabaré perdiendo la razón.

– Ven a vivir a mi casa.

Paul la tomó entre sus brazos y la besó en la frente.

Helena se sintió turbada.

– Eso es imposible -le susurró ella al oído.

– ¿Por qué?

– Te haría infeliz.

– Entonces, ¿no me quieres?

– No puedo darte lo que necesitas. Mi querido Paul, sigamos siendo amigos.

Paul se sintió extremadamente triste. Helena era sincera…, ocupaba un lugar muy especial en su corazón, y se parecía mucho a las heroínas apasionadas de las novelas. Se sentía el único hombre capaz de quererla sin medida.

Ante el hotel en el que ella se alojaba, intentó una vez más robarle un beso, pero ella se apartó.

Esa noche, Helena juró que la sesión de espiritismo del día siguiente sería la última.

Un criado taciturno la recibió en la casa del barón de Goustine. Helena avanzó sola bajo los artesonados dorados y cruzó la puerta del salón chino, y después la del salón egipcio. El barón, gran viajero y esteta, miembro de la sociedad secreta del Priorato de Sión, había transformado el edificio en un museo. En las vitrinas o colgados de las paredes se exponían mil objetos extraños, como monedas de plata chinas antiguas con gatos embalsamados.

Un espejo de pie le devolvió su imagen: estaba pálida, con su vestido negro de satén. Sus largos cabellos rizados permanecían ocultos por un velo oscuro. Una sola joya brillaba sobre su pecho: un broche con esmeraldas y diamantes engarzados que pertenecía a su abuela. Su padre le había hecho llegar una carta en la que le suplicaba que volviera. Al ver la joya, había pensado en los suyos. Ella le había respondido que volvería cuando fuera viuda.

Había escrito otra carta dirigida a la atención de Alcide Rebaud. Su asociado la esperaba en la cueva espiritista. Cuando abriera otra puerta, estaría en su presencia. Sentiría inmediatamente sus ojillos redondos sobre ella, en ella. Oiría cómo la alababa, con su voz de falsete, ante los asistentes; después le pondría encima una mano seca y dura y la guiaría hasta el sillón para que iniciara la sesión.

«Esta vez no me tendrás», se dijo cuando empujó la puerta.

Un resplandor amarillento iluminaba parcamente la habitación, que estaba invadida por el olor de perfumes fuertes e indefinibles. En el centro del salón oscuro habían instalado una minúscula mesa cuadrada cubierta con un mantel de damas rojo. Alcide estaba a un lado, de pie y sonriente.

– La estábamos esperando -le dijo, y se acercó a ella apresuradamente.

Su pecho se contrajo cuando él la cogió por el codo y la presentó a los personajes sentados en la oscuridad. Descubrió, uno a uno, a esos adoradores de la muerte, discípulos de Eleusis, enamorados de los aparecidos. Estaban allí el futuro Kardec, distante y secreto; el fervoroso Désiré Laverdant, que tenía como proyecto socializar a los católicos; el viejo barón de Pontet, fundador del Journal du magnétisme; Chevénard y Ménart, los aspirantes a magos; Louis de Tourreil, el inventor del culto de Mapah; Joséphine Coler, ardiente discípula de la señora Krüdener, el hada de las nieves, que había pedido la salvación a Satán; el pobre Auguste Comte, devastado por la muerte de su amante Clotilde; la condesa de Brinville, rota por la desaparición de su hija; y su única amiga, la condesa de Ségur, Sophie Rostopchine.

La presencia de Sophie la tranquilizó. Helena ocupó su sitio en el sillón colocado bajo la llama de un siniestro candelabro negro. Mientras, Alcide alababa los beneficios del espiritismo y recordaba las diez leyes fundamentales que regían su movimiento.

– Los espíritus se manifiestan a los hombres para instruirlos. Hemos descubierto un medio para comunicarnos con los muertos y para recibir una nueva revelación llamada a reformar todas las certezas metafísicas. Dios quiso el cosmos. Mucho antes de que la Tierra apareciera, los hombres preexistían, virtualidades en estado latente, análogas y diferentes a la vez. Después, aparecieron tallos de diversas razas humanas. ¡Amigos míos! Muertos, sobreviviremos, vagaremos, algunos de nosotros se reencarnarán y alcanzarán el conocimiento y la pureza…

Helena se asombró. Ya no soportaba más ni esa voz ni el discurso que había oído cien veces. No creía que los muertos pudieran hacer revelaciones a los vivos. Estaba segura de que el don de la videncia era propio del que lo poseía, de que la precognición era innata, de que algunos seres eran receptáculos de fuerzas que rigen el universo y que podían actuar de manera inexplicada sobre su ambiente. Ella era uno de esos seres.

– Vamos a empezar -dijo Alcide sacando del bolsillo de su chaqueta un péndulo dorado.

Se puso delante de Helena. Ése era el momento que más temía. Jamás había podido resistir la hipnosis. El péndulo oscilaba al final de la cadena. Se acercaba a sus ojos.

¿En qué momento había empezado? La sensación de caída, no, no exactamente de caída, sino de hundirse, de un completo derrumbe de la conciencia, de sumirse irremisiblemente en la nada. Helena ya no era nada, ya no sentía nada. Se encontraba en un lugar sin horizonte, sin altos ni bajos, sin color, sin olor, sin ruido.

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[5] El futuro Allan Kardec.