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Helena no se parecía en nada a Agua Risueña, Luna Dorada o Nutria Maliciosa, que se pasaban el tiempo soñando. Helena sentía que crecía en ella la sed de aventuras. El mundo era grande, estaba lleno de cosas inesperadas, de misterios y de bellezas. Comprendió que el primer movimiento musical de su vida se acababa. El día en el que debería abandonar a sus amigos indios se acercaba.

Unos gritos la sacaron de su ensimismamiento. Momentos después, tenía a Nutria Maliciosa entre sus brazos.

– Me ha vuelto a pegar -dijo ella, enjugándose las lágrimas.

– Quédate conmigo esta noche.

– Dice que tú tienes la culpa de que yo lo rechace.

– Ahora ya no puede hacerte nada.

– ¡Quédate conmigo para siempre!

Helena no respondió; se sentía oprimida por ese aliento tibio que le calentaba el rostro. Apretó contra ella a la india palpitante y la meció con dulzura. No dejó de hacerlo cuando los pasos pesados de Oso Sentado rompieron el silencio. Jadeando, el jefe daba vueltas alrededor de las dos mujeres como un perro hambriento.

– ¡Devuélvemela! -gritó él de repente.

– ¡Has vuelto a beber el agua de fuego de los blancos! -constató Helena al verlo inclinarse sobre una canoa y vomitar.

– El agua de fuego te vuelve fuerte -dijo él entre hipidos.

– Os destruirá tanto a ti como a tu pueblo.

Helena se sentía triste. El alcohol causaba terribles estragos entre los indios, aunque Lobo Solitario y Helena habían intentado combatirlo en la comunidad.

– No tengas miedo -le dijo a Nutria Maliciosa, que estaba acurrucada contra ella y volvía a llorar-. Ese cerdo no volverá a levantarte la mano.

– ¡Ella es mía! -le espetó él avanzando dos o tres pasos.

– Ella es libre -respondió Helena, que sacó de repente su colt.

Oso Sentado estaba atónito. La Mujer Liebre era intocable. Eso lo había entendido al volver de cazar el oso, hacía muchas lunas. Sus labios se fruncieron con malevolencia, después farfulló una imprecación antes de cruzar el pueblo zigzagueando; allí, otros hermanos silenciosos titubeaban bajo la pálida luz de la luna creciente que había aparecido encima del bosque.

– Se ha ido.

– Sedmitchka…

– No digas nada, Nutria, escucha los latidos de mi corazón.

Estaba dispuesta a entregarle su corazón a esa mujer. Helena se puso a cantar un aria de su Rusia perdida, de las ninfas del Dniéper. Se la cantó a esa india del Nuevo Mundo. Se le empañaron los ojos. Su voz cálida y grave iba al encuentro de la luna.

– Es hora de volver -murmuró Nutria Maliciosa.

La india había roto el hechizo. Helena la contempló con tristeza.

– Debe de estar esperándome… Soy su esposa… No me lo reproches.

Helena no se lo reprochaba. Acababa de cortarse el último lazo. Su lugar ya no estaba allí. Al día siguiente, retomaría su camino hacia el sur.

42

En Montreal, Helena había recibido la sorpresa de encontrarse con una buena suma de dinero y una carta de su padre en la que le suplicaba que volviera, pero no estaba dispuesta a restablecer tan rápido los lazos con su terrible pasado.

«Volveré cuando me anuncies la muerte de mi querido esposo -le había respondido-. Mientras espero a que llegue el feliz día, tengo la intención de continuar mis viajes e irme a California o a México, no lo sé todavía…»

En Buffalo, había asistido al ahorcamiento de un renegado. En Fort Wayne, se había jugado a cara o cruz la elección del camino que debía tomar en una encrucijada. Uno partía hacia el sur, a través del territorio de los potowatomis, de los neutrales y por el dominio de la tribu conocida como la nación del gato. El otro se adentraba de pleno en el oeste, en el territorio de los miamis, los sioux, los crows y los bannocks. La suerte decidió que cogería el segundo camino, el que llevaba a las montañas Rocosas: el California-Oregon Trail, que recorrían miles de carros. Un verdadero vía crucis.

Centenares de inmigrantes se dejaban allí la piel. En ese bulevar de polvo que llevaba a Council Bluffs, caravanas, jinetes y peatones iban a la misma velocidad que los bueyes. Helena caminaba en medio de esos colonos que no se quejaban ante los obstáculos. Familias enteras se amontonaban en sus carretas conestoga. Helena descubrió esas «goletas de plegarias», rodeadas de tela, flanqueadas por toneles, repletas de instrumentos de labranza y tiradas por seis mulas y un par de bueyes. Avanzaban en medio de un estruendo de cacerolas, perseguidas por bandadas de niños, de perros, de corderos y de cerdos.

Council Bluffs, en el margen del río Misuri, era la joya de la civilización occidental, construida deprisa y corriendo, y el punto de encuentro de los pioneros. Los peores crápulas se mezclaban con santos. Al ver a esos miles de personas errantes, Helena no pudo evitar pensar en el Éxodo. ¿Qué hacía ella allí? ¿Qué fuerza la había empujado hacia ese río? ¿Qué había más allá que mereciera vivirse? Unos hombres fervorosos pasaron por delante de ella. Eran mineros. Sus mulas sufrían bajo el peso de los picos, las lonas y los víveres. Tenían la cabeza llena de pepitas. Un número de ocho cifras parpadeaba ante sus miradas: 41.273.106. Ésa era la cantidad de oro, en dólares, que se había generado el año anterior. ¡Cuatro veces más que en 1849!

«Persiguen un fin», se dijo Helena viéndolos alejarse por el campamento que se extendía por la orilla derecha del Misuri. Abandonó los accesos al puente y se coló entre las carretas que se habían reagrupado esperando una hipotética salida. De repente, una voz atrajo su atención. Un hombre encaramado a una silla arengaba a un grupo de personas vestidas con trajes negros: mormones.

Ya se había cruzado con alguno. Atraída por el magnetismo del predicador, se acercó.

El hombre, alto y mayor, parecía no tener ni carne ni músculos. Sin embargo, ese esqueleto recubierto de piel daba la impresión de poseer una fuerza invencible. Helena notó en él una formidable energía contenida. Era como la flecha de una ballesta dispuesta a volar tras el objetivo.

– ¡Hermanos míos, hermanas mías! -clamó el hombre al tiempo que señalaba con su dedo índice a los fieles que lo escuchaban con respeto-. ¡Recordad las palabras de nuestro añorado Joseph Smith! ¡Coged el libro y leedlo!

En su mano izquierda blandía el Libro del Mormón, escrito en 1830 a partir de un largo texto grabado en placas de oro que Joseph Smith encontró en 1827. No fue un hallazgo casuaclass="underline" un ángel le reveló a Joseph la ubicación del libro sagrado del rey mormón. Ése es el origen de la nación mormona, y el pequeño campesino de Manchester cambió el nombre de Smith por el título de profeta.

Gracias a la adoración de sus miles de discípulos, reinó sin rival y promulgó la poligamia, medida que causó su perdición, porque, desde entonces, los gentiles lo persiguieron hasta que lo asesinaron en la prisión de Cartago, en Illinois, en 1848.

Helena admiraba la ley y la tenacidad de esos mormones perseguidos, que no tenían otra opción que la de lanzarse a la conquista del oeste tras el fracaso de su comunidad en Nauvoc, su capital, en aquel momento destruida por católicos y protestantes. Pero no podía dar su apoyo a ese movimiento.

– El Señor me ha dicho -continuó el hombre de negro-: «Aunque no tengan caridad, no importa, has sido fiel. Por eso tu ropa será purificada. Y, como has visto tu debilidad, te volverás fuerte, incluso hasta llegar a sentarte en el lugar que he preparado en la morada de mi Padre. Y ahora yo, Moroni [7], digo adiós a los gentiles, sí, y también a los hermanos que amo, hasta que nos reencontremos en el Juicio de Cristo, donde todos los hombres sabrán que en mis ropas no hay ni una gota de vuestra sangre…».

Helena se acercó más al orador. Con cierta inquietud, los mormones se apartaban a su paso. Esa aventurera de ojos claros les recordaba a las mujeres desatadas de los colonos que habían atacado sus casas blandiendo horcas y antorchas.

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[7] El nombre del ángel que se le apareció a Joseph Smith.