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Silencio, mientras se alejaba el chirrido de las botas del capitán. Hitler estudió a todos sus oficiales, con ojos suplicantes y la violencia terrible del color rojo del mapa que tenía debajo reflejada en la cara. El mariscal de campo Keitel, con rostro tembloroso de emoción, dio un paso adelante con un chasquido estruendoso del tacón de la bota y rugió por encima del silencio mortaclass="underline"

– Mein Führer, conservaremos Stalingrado.

Al día siguiente, en el desayuno, Voss comió bien por primera vez en semanas. Después, mientras iba de camino a la sala de operaciones, le llamaron al puesto de mando de Seguridad. Se sentó en la silla dura de Weiss. Éste se inclinó hacia delante y le tendió un sobre. Contenía su carta a Julius sin abrir acompañada de una nota.

El Kessel 12 de enero de 1943

Apreciado capitán Voss:

Hoy ha llegado un oficial para comunicar que venía a recoger a su hermano. Es mi triste deber comunicarle que el comandante Julius Voss murió el 10 de enero. Somos sus hombres y nos gustaría que supiera que abandonó esta vida con el mismo valor con el que la soportó. Nunca tuvo un pensamiento para él sino sólo para los hombres a su mando…

No pudo seguir leyendo. Volvió a introducir la nota y la carta en el sobre, saludó al coronel de las SS Weiss y regresó al edificio principal, donde dio con los lavabos y vació en el retrete su primer desayuno sólido en semanas.

Las noticias de esa tarde, sobre el asalto final al abandonado Sexto Ejército, llegaron a Voss desde una extraña distancia, como palabras que penetraran la mente de un niño enfermo. ¿Había pasado de verdad?

No había nada que hacer y terminó pronto su trabajo. La sensación de fatalidad de la sala de operaciones resultaba insoportable. Los generales se agolpaban junto a los mapas como junto al ataúd de un velatorio. Volvió a sus dependencias y llamó a la puerta de Weber. Le respondió un desconocido. Preguntó por su compañero. El hombre no lo conocía. Fue a la puerta de al lado y encontró a otro capitán, sentado en su cama fumando.

– ¿Dónde está Weber? -preguntó.

El capitán torció la boca hacia abajo y sacudió la cabeza.

– Infracción de seguridad o algo así. Se lo llevaron ayer. No sé, no preguntes. No con esta… atmósfera, en cualquier caso. Ya me entiendes -dijo el capitán, y Voss no se movió, se quedó mirándole hasta que el hombre sintió la necesidad de añadir algo-. Se dice que… Bueno, es sólo un rumor… No es que me lo crea. Si conocías a Weber tú tampoco te lo creerás.

Voss siguió sin decir nada y el capitán llegó a encontrarse lo bastante incómodo para levantarse e ir hasta la puerta.

– Conocía a Weber -dijo Voss, con la certeza de alguien a punto de que le demuestren que se equivoca.

– Lo encontraron encamado en el pueblo con el chico de los repartos de la carnicería.

Voss fue a su habitación y escribió a su madre y a su padre. Fue una carta que le dejó exhausto, vacío por completo, hasta que sus brazos quedaron exangües e imposibles de levantar en sus costados. Se metió pronto en la cama y durmió; se despertó dos veces y notó lágrimas en la cara. Por la mañana le despertó un ordenanza y le dijo que se presentara en el despacho del general Zeitzler.

El general le hizo sentarse y no se quedó tras su escritorio sino que se apoyó en el borde delante de Voss. Parecía paternal, ajeno a su habitual personalidad castrense. Le concedió permiso para fumar.

– Tengo malas noticias -dijo, haciendo tamborilear los dedos en el muslo-. Su padre murió anoche…

Voss fijó la vista en el omoplato izquierdo de Zeitzler. Las únicas palabras que le llegaron fueron «permiso por motivos familiares». Al mediodía se encontró bajo una luz medio muerta, de pie en el linde del pinar oscuro junto a las vías del tren, con un petate gris de ropa a un lado y un maletín marrón al otro. El tren de Berlín salía a la 1:00 p.m. y, aunque se encaminaba hacia el dolor de su madre, no podía por menos que sentir que aquello era un nuevo principio y que existían mejores posibilidades lejos de ese lugar, ese reino oculto: la Wolfsschanze.

5

11 de enero de 1943, residencia de los Voss, Berlín-Schlachtensee.

– No, no, nos enviaron a alguien -dijo frau Voss-. Enviaron al coronel Linge, lo recordarás, un viejo amigo de tu padre, retirado, buena persona, no tan estirado como los demás, tiene no sé qué, cierta sensibilidad, no es uno de esos que da por sentado que los demás son como él, sabe diferenciar, un rasgo extraño en los círculos militares. Desde luego, en cuanto tu padre lo vio supo de qué se trataba. Pero ya ves… -Parpadeó pero las lágrimas se acumularon con demasiada rapidez y se deslizaron por sus mejillas antes de que se llevara el pañuelo arrugado y bordeado de encaje a la cara.

Karl Voss se inclinó hacia delante y tomó la mano libre de su madre, una mano que recordaba diferente, no tan huesuda, frágil y venosa. Cuan presto el dolor se bebe el tuétano: unos cuantos días sin comer, tres noches en vela, con el pensamiento sumido en una espiral oscura, dentro y fuera, pero siempre en torno a la misma idea, dura y terrible, una y otra vez. Era una fuerza más destructiva que una enfermedad atroz, contra la que el cuerpo tiene el instinto de luchar. El dolor presenta todos los síntomas pero no la lucha. No hay nada por lo que luchar. Ha desaparecido. Privada de propósito, la mente se vuelve contra el cuerpo y lo reduce. Le apretó la mano a su madre y trató de insuflarle algo de su juventud, su sensación de futuro.

– Fue un error -dijo ella, con cuidado de no personalizar-. El no tendría que haber puesto tantas esperanzas en tu carta. Yo no lo hacía, al principio, pero me contagió las suyas… El deambulaba por casa a todas horas, me fue arrastrando hasta que nos convertimos en dos velas en la ventana, esperando.

Se sonó y tomó un aliento profundo y tembloroso.

– Pese a todo, el coronel Linge llegó. Fueron a su estudio. Hablaron bastante rato y después tu padre acompañó al coronel a la puerta. Entró aquí a hablar conmigo y estaba tranquilo. Me dijo que Julius había muerto y todas las cosas maravillosas que había contado de él el coronel Linge. Y entonces volvió a su estudio y se encerró. Yo estaba preocupada pero no tanto, aunque ahora sé a qué se debía su tranquilidad. Estaba decidido. Después de pasar unas cuantas horas sentada aquí, me fui a la cama y llamé a su puerta al pasar. Me dijo que subiera, que él ya vendría, cosa que hizo horas después, a lo mejor a las dos o las tres de la mañana. Durmió, o quizá no, como mínimo estuvo tumbado de lado y no se movió. Cuando desperté ya estaba levantado. En la cocina me dijo que iba a ver al doctor Schulz. Más adelante hablé con el doctor Schulz y es verdad que fue a verlo. Le pidió algo para estar tranquilo y el doctor Schulz, que es muy bueno, le dio unas tisanas y le tomó la presión, que era alta, como es lógico. Incluso llegó a preguntarle «¿No estará pensando en hacer alguna tontería, verdad, general?», y tu padre respondió «¿Cómo? ¿Yo? No, no, ¿por qué se cree que estoy aquí?», y partió. Fue en coche hasta el Havel, entró en Wannsee y volvió a salir, aparcó, paseó por la orilla y se pegó un tiro.

Esa vez no hubo lágrimas. Frau Voss se echó hacia atrás respirando de forma regular, sin más, con la mirada perdida, más allá del corto horizonte de sus pensamientos, que eran: «No lo hizo en su estudio, ni en el coche, siempre tan considerado. Salió al campo duro y congelado, apuntó con la pistola al órgano culpable, el corazón, no la cabeza, y le disparó dos balas. Se quedó congelado, al raso. Para cuando lo encontraron ya estaba rígido, a estas alturas del año ya no pasea nadie, con estas tardes tan cortas y heladoras».