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– No lo verán mis ojos -dijo Cardew-. Aunque puede que eso no signifique gran cosa.

– Pego si es usted muy joven -insistió Thérèse, con un ademán de sus dedos enjoyados-. Y muy guapo.

– Le deprime cumplir ochenta en noviembre -dijo Dorothy.

– No hace falta que se entere todo el mundo -protestó su marido.

A principios de octubre Andrea se compró una televisión y un perro. Eran dos cosas que jamás había pensado que compraría, pero le gustaba la sensación de que hubiera alguien más en la casa. El animal, un perro salchicha de pelo largo, le pareció lo bastante arrogante para recibir el nombre de Ashley.

Una semana después la televisión la compensó. Gorbachev fue a Berlín y le dijo al viejo seco de Honecker: «Cuando nos retrasamos, la vida nos castiga». Andrea alzó el puño de alegría. Ashley se mostró más circunspecto.

Se sentó en el suelo del salón, todavía vacío, a leer la prensa, mientras miraba y escuchaba cada minuto de noticias en la televisión y la radio. Volvía a sentir aquella emoción, el tirón del hilo de plata.

El principio de noviembre fue incluso mejor: la osadía de los alemanes del Este iba en aumento. Andrea empezó a vivir en su propio mundo, como había visto hacer a otros viejos, que se habían consagrado a un torneo de golf, un campeonato de tenis o, peor aún, al billar. No se atrevía a salir por si se perdía algo. Vivía de tabaco y café. Ashley iba a la casa de al lado a que Venetia le diera de comer.

El 9 de noviembre se había servido su primer gintonic de la tarde cuando oyó la extraña declaración de que a los alemanes del Este se les permitía viajar libremente con efecto inmediato. Andrea no sabía lo que significaba aquello. Era demasiado banal. Sonaba como si hubiesen rendido su carta más fuerte: el Muro. ¿Así era como acababa un régimen? ¿Con una metedura de pata?

Cinco horas más tarde estaba de rodillas en el centro del salón, con un cenicero lleno, una botella de champán a la derecha y el teléfono a la izquierda. Las escenas de la televisión eran más de lo que una podía creer. Gente de pie encima del Muro, occidentales que bailaban con orientales por la calle, todos empapados de cerveza y sekt, muchos en bata y zapatillas y algunos con criaturas en brazos; detrás de Andrea se acumulaba una estela de Kleenex extra resistentes. Ashley descansaba con la barbilla en el suelo, mirando de un lado a otro, deseoso de que todo acabara para poder volver al régimen habitual de comidas y paseos.

Jim Wallis había sido el primero en llamar.

– ¿Lo has visto? -rugió.

– ¿Que si lo he visto? Lo he vivido, Jim. Esto es mejor que el veinticinco de abril del 74.

– ¿El veinticinco de abril?

– La Revolución Portuguesa. El final del fascismo en Europa, Jim. -Lo había olvidado por completo, amiga mía. El final del fascismo, claro.

– Pero esto supone el final, el final de verdad de todo ese… de todo eso.

– Por un momento me ha parecido que ibas a decir la palabra esa que empieza por «O».

Se despertó a las 4:00 a.m., tirada en el suelo, con la pantalla de la televisión en blanco, la botella a su lado, el cenicero desbordado y la boca como el interior de un saco de pienso para animales. ¿Era ése el comportamiento adecuado para una pensionista? Se arrastró hasta la cama. Durmió y al despertarse se sentía muerta y vacía, como si le hubieran privado de un plumazo todo el sentido de su existencia. Deambuló de habitación en habitación, la mayoría vacías aún de mobiliario porque había vendido hasta el último palillo de la casa de Clapham. Decidió que aquél era el día para dejar de fumar. Cuando se está deprimida, agudizar la depresión haciendo algo que es bueno para una.

Quería que sonara el teléfono. Quería que él la llamara, pero ¿cómo iba a saber él dónde encontrarla? Jim Wallis había perdido el contacto operativo con él años atrás. Le habían perdido la pista porque era demasiado peligroso seguírsela. Pensó en volar a Berlín a buscarlo. Después empezó a preocuparse porque él era de la Stasi y se avecinaban represalias, linchamientos. Iba a tener que ser discreto y no le haría ningún bien que Andrea rebuscase en el cadáver del sistema para encontrarlo.

Se lo quitó de la cabeza. Se puso a trabajar en la casa. Remodeló la buhardilla por el único motivo de que le parecía correcto empezar por arriba, reordenar primero la cabeza. Redecoró los dormitorios y puso camas aunque rara vez tuviera visitantes que se quedasen a dormir. Hizo un estudio en el piso de abajo y compró un ordenador nuevo que le cabía en el escritorio y que tenía la misma potencia que el que había empleado en Cambridge años atrás, que había ocupado una habitación entera. Decidió involucrarse más en la vida del pueblo y empezó a frecuentar la tienda del lugar, en la que compraba poco y se quedaba mucho porque le caía bien la divorciada, Kathleen Thomas, que la regentaba, con la advertencia permanente de que la cerraría al día siguiente por culpa de la competencia de Waitrose, en Witney.

Sólo cinco personas compraban en la tienda del pueblo hasta esa Navidad, cuando una sexta se apuntó a un club tan caro. Morgan Trent tenía cuarenta y cinco años, era un comandante recién salido del Ejército y estaba de alquiler mientras trataba de encontrar algo que comprar. Quería montar un centro de jardinería. A Andrea no le caía bien. Se ajustaba a la descripción que su madre había hecho de Longmartin, lo cual parecía una razón tan buena como cualquier otra para justificar una animosidad natural. Además, Kathleen Thomas se había encaprichado de él, lo cual suponía que Andrea tenía que aguantar sus interminables chanzas mientras Morgan compraba productos que no necesitaba tres o cuatro veces al día.

A lo mejor fue por los planes empresariales de Trent por lo que esa primavera empezó a trabajar en el jardín. No quería tener que comprarle nada cuando abriera su establecimiento, aunque esos planes no parecían prosperar con la velocidad que él daba a entender. En verano contrató a un mozuelo enclenque de las casas de protección oficial de las afueras del pueblo para que viniera a cortarle el césped. Tenía dieciséis años y se llamaba

Gary Brock. A Andrea le parecía buen muchacho pero Kathleen le contó que esnifaba pegamento y era una amenaza para la sociedad. Morgan Trent le dio la razón, aunque a esas alturas ya se acostaba con ella y no le quedaba otro remedio.

A finales de verano Andrea regresó de una traicionera excursión de compras a Waitrose y descubrió que el cortacésped había desaparecido. Se lo comentó a Kathleen, quien le dijo que había visto que Gary Brock se lo llevaba del pueblo a primeras horas de la tarde. Andrea anunció que iba a acercarse a las viviendas de protección oficial a hablar con él.

– Cuidado con los perros -le advirtió Kathleen.

– ¿Qué perros?

– Su padre cría pit bull terriers.

– Se los vende a los traficantes de Brixton -gritó Morgan desde el salón.

– Cállate, Morgan -dijo Kathleen. -Es verdad, caramba.

– Sea como sea, ya te haces a la idea -prosiguió Kathleen-. El señor Brock padre no es lo que una diría refinado.

– No es de la gente para quien luchaste en la guerra, Andrea -gritó Morgan.

– ¿Cómo sabes que hice algo en la guerra, Morgan? -Todos los de tu generación lo hicieron.

Encima de la puerta de Marvin Brock había un letrero de contrachapado pintado a mano que rezaba «hatencion del perro». Llamó al timbre y despertó un alud de ladridos feroces por toda la casa. Retrocedió dos pasos como si eso fuera a darle un asomo de posibilidad de escapar. A través del cristal esmerilado distinguió a una persona corpulenta que avanzaba por el pasillo.

– Tranquilo, campeón -dijo la voz.

Marvin Brock abrió la puerta. De alguna habitación a sus espaldas surgía el estruendo de la programación televisiva diurna. Llevaba la cabeza rapada, téjanos y una camiseta del equipo de fútbol de Swindon Town; enrollada a la muñeca tenía una gruesa correa de cuero, enganchada a un perro de tan alarmante poderío y potencial ferocidad que en vez de collar llevaba un arnés completo. Andrea dio un respingo al ver el nombre escrito con tachuelas en la gruesa tira que le cruzaba el pecho. ¿De dónde venía ese nombre? El perro tiraba de la correa y tendía en su dirección el hocico negro e inquieto.