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Delante del hotel Andrea lo cogió del brazo, lo llevó por delante de la iglesia y la estatua de la Rainha Santa Isabel y se sentaron sobre la muralla. Le dio su regalo y él lo abrió. Admiró la caja africana y se lo agradeció con un beso torpe.

– Mira dentro -dijo ella-. El regalo está dentro.

Encima estaba el retrato de familia de los Voss. Él lo sacó con mano temblorosa. Su cuerpo escuálido se estremecía al pasar de una cara a otra, cada una con su propia sensación de triunfo por ser alguien dentro del grupo familiar, delante de un fotógrafo. Sacó las cartas de su padre y las hojeó hasta llegar a la que contenía la petición de que sacara a Julius de Stalingrado. La leyó, después la suya a Julius y por último la de uno de los hombres de su hermano. Se secó los ojos con el dorso de la muñeca.

– Me las llevé de tu habitación antes de escapar por el tejado, en el 44. Pensé que tal vez fuera lo único que iba a tener de ti de modo que me las quedé. Son tuyas -dijo ella-. Es probable que a ti no te quede nada.

Él sacudió la cabeza, con la barbilla apoyada en el pecho.

– Te he perdido, Karl -siguió ella, bajando la mirada a su cabeza gacha-. Esta última vez te has presentado en mi vida pero no estás aquí. Algo más te ha consumido y yo quiero que vuelvas. Espero que esto te recuerde el hombre que fuiste porque sigues siendo el único que ha significado algo y todo para mí.

Subieron a la habitación del hotel. Karl, exhausto, durmió boca arriba con la caja sobre el pecho mientras su contenido se le filtraba en el cuerpo como un nuevo fármaco. Por la noche volvieron a la misma tasca en la que habían comido. En esa ocasión él pidió vino y cerveza. Comió del queso y las aceitunas. Pidió carrilladas de cerdo asadas y se lo comió todo, hasta no dejar ni la piel crujiente. Tomó pudin -bizcocho con ciruelas confitadas-, café y un bagaço, porque quería recordar el áspero licor, la apetencia de él que sentía en Lisboa durante la guerra. Seguía sin decir gran cosa pero la miraba de hito en hito, apreciándola como si reparara en ella por primera vez. Sus ojos seguían hundidos en la cabeza pero habían perdido la mirada angustiada, la mirada torturada y suplicante.

Algo borrachos, se sostuvieron mutuamente, encontraron un pequeño café cerca de unos jardines junto al cuartel y pidieron aguárdente velho, menos fuerte, más refinado, más apropiado para pensionistas. Él brindó con ella:

– Por lo que me has devuelto -dijo-. Y por recordarme lo que es importante.

– ¿Y? -preguntó ella, severa, pero con ojos sonrientes por el alcohol. Voss hizo una pausa y chasqueó los labios.

– Por ser la criatura más hermosa de la Tierra a la que nunca he dejado de querer.

– Más -exigió ella-. Creo que me merezco más que eso. Dime lo mucho que me quieres. Venga, Karl Voss, físico de la Universidad de Heidelberg. ¿Cuánto? Cuantifícalo. Necesito medidas.

– Te quiero… -dijo él, y se lo pensó por espacio de treinta segundos.

– Me alegro de que haga falta tanto para calcularlo.

– Te quiero más que moléculas de agua hay en los océanos del mundo.

– No está mal -dijo ella-. Eso es bastante. Ahora puedes besarme.

– Ese trabajo -dijo él, mientras llenos de osadía le pedían al camarero que dejara la botella de aguárdente velho en la mesa-, ese libro en el que he estado trabajando, que pensaba, hasta esta tarde, que era tan importante, se llama…, lo he titulado El evangelio de las mentiras. Pretendía ser una visión personal de lo que ha sido pasar la vida entera siendo un espía, siempre trabajando contra los estados que me han empleado. Pensaba que eso sería el modo de encontrarle sentido a todo. Pero no iba a ser sólo eso. También iba a exponer una revelación extraordinaria… Que durante todo el periodo de posguerra, hasta que se volvió irrelevante, los rusos tuvieron a alguien infiltrado en los más altos niveles de la Inteligencia Británica.

»En 1977 me retiré, pero solicité seguir trabajando con los archivos de la Stasi. Ya había robado muchos documentos, que guardaba enterrados en el jardín de un sitio llamado villa Elena en las afueras de Berlín, al que tenía acceso. De 1977 a 1982 trabajé exclusivamente en robar documentos que me otorgaran pruebas irrefutables de que hubo un traidor de forma permanente entre los cinco superiores del SIS británico. En 1986, cuando Elena enfermó, me la llevé de vuelta a Moscú y allí me las apañé para encajar la última pieza del rompecabezas. La confirmación final y verbal de todas mis evidencias documentales. Hablé con Kim Philby en tres ocasiones antes de que muriera en 1988.

«Resultaba difícil trabajar en el libro en Moscú y después, cuando Elena empeoró, yo también enfermé. Tengo cáncer, que a mi edad avanza lentamente aunque me han dicho que puede empeorar de repente. De modo que me creía abocado a esa importante misión, contarle al mundo todo lo que sé, pero sin saber de cuánto tiempo disponía para ello.

»Me sentía obligado a hacer ese trabajo porque el hombre, ese traidor, ha sido honrado por su país por los servicios prestados y no me parecía bien que semejante persona fuera tan apreciada por haber enviado a la muerte a sus compatriotas.»

– ¿Y ahora?

– Y ahora, en las últimas cuarenta y ocho horas, he llegado a descubrir una cosa. Que lo que tenía por más importante, el trabajo que habría dejado mi huella en el mundo, es tan valioso como toda la información jamás recopilada y presentada a esos líderes que la exigían para tomar sus brillantes decisiones. Es insignificante. Es polvo. Y ahora que lo sé, o más bien ahora que me has ayudado a recordarlo, y con todo lo que me has enseñado, con todo lo que me has dado… soy, por fin, feliz.

Andrea echó un sorbo de aguárdente y le besó en la boca para que notara la punzada del alcohol en los labios.

– Pero ¿quién es? -preguntó ella-. Aún tienes que contarme de quién se trata.

Se rieron.

– Es tan insignificante, todo este polvo -dijo él-, que no creo que valga la pena decirlo.

– Si no lo haces dormirás sólo.

– Quería contártelo ayer mientras dábamos el paseo. Nuestro paseo por el Bairro Alto. El que hizo que nos viera el bufo que se lo comunicó al general Wolters. Eso, para mí, fue lo más sorprendente que reveló Philby. Fue en mi último encuentro con él. No le había contado que estuve en Lisboa durante la guerra. Al principio pensaba que sería demasiado arriesgado, aunque a esas alturas Philby ya estaba acabado del todo. Un caso muy triste. Creo que al final hasta los rusos recelaban de él. De modo que le dije quién era. Recordaba incluso mi nombre en clave, porque era muy extraño. Le dije que era «Childe Harold». Rompió a reír y reír, tanto que me preocupé por él. Me cogió de la mano y me dijo a la cara: «Y ahora estamos en el mismo bando». De modo que empecé a reír con él, deseoso de que me lo contara pero sin querer preguntar, porque preguntarle a alguien así es diferente de que te lo digan. Me contó que él había dado la orden de que le pasaran mi nombre a Wolters como agente doble y traidor… pero que había que hacerlo con sutileza. Nada que se pudiera rastrear.

– ¿Por qué quería Philby libarse de ti?

– Porque atiborraba a sus agentes ingleses de información que quizá nos hubiera dado la posibilidad a nosotros, los alemanes, de firmar una paz separada con Estados Unidos e Inglaterra. El no quería que hubiese ninguna posibilidad de que los rusos quedaran excluidos. En conclusión, le ordenó a uno de sus hombres que me delatara. Fue ese hombre quien le dijo al bufo que se lo contara a Wolters para ocasionar mi arresto.

– Lo sabía -dijo Andrea-. Sabía que sería él. i,

– ¿Quién?

– Richard Rose.

– Esto es muy triste, Andrea, porque sé lo mucho que significa este hombre para ti, pero…