– ¿Adónde vamos ahora, tío?
– En busca de un granjero que tiene algo de estiércol. Mañana volveremos con el camión y lo recogeremos. Haremos una pila de dinero. No te preocupes de nada.
– Estamos todos en el negocio -aulló Ponzo. Comprendí que así era… fuéramos adónde fuéramos todos estábamos en el negocio. Cruzamos a toda pastilla las locas calles de Fresno, y subimos valle arriba para visitar a algunos granjeros por caminos apartados. Ponzo bajaba del coche y mantenía confusas conversaciones con los viejos granjeros mexicanos; claro, que no sacaba nada en limpio.
– ¡Lo que necesitamos es un trago! -aulló Rickey, y bajamos del coche entrando en un saloon que había en un cruce. Los americanos siempre beben en los saloones de los cruces los domingos por la tarde; van con sus hijos; discuten y se pelean sobre qué cerveza es mejor; todo marcha bien. Llega la noche, los niños empiezan a llorar y sus padres están borrachos. Vuelven haciendo eses a casa. He estado bebiendo con familias enteras en saloones de los cruces de carreteras de todas las partes de América. Los niños comen palomitas y patatas fritas y juegan en la parte de atrás. Y eso hicimos. Rickey y yo y Ponzo y Terry nos sentamos y bebimos y alborotamos con la música; el pequeño Johnny jugó con otros niños alrededor de la máquina de discos. El sol empezó a ponerse rojo. No habíamos conseguido nada en concreto. Pero, ¿es que había algo que conseguir?
-Mañana * -dijo Rickey-. Mañana*, tío, lo haremos; toma otra cerveza, tío, vamos allá, ¡allá vamos!
Salimos dando tumbos y subimos al coche; fuimos a un bar de la autopista. Ponzo era un tipo enorme, ruidoso, que conocía a todo el mundo en el valle de San Joaquín. Desde el bar de la autopista fui en el coche solo con él a ver a un granjero; en vez de eso, nos quedamos atascados en el barrio mexicano de Madera, mirando a las chicas y tratando de ligarnos un par de ellas para Rickey y él. Y después, cuando el polvo púrpura descendía sobre los viñedos, me encontré sentado estúpidamente en el coche mientras él discutía con un mexicano bastante viejo a la puerta de una cocina sobre el precio de una sandía de las que el viejo cultivaba en la huerta de la parte trasera de su casa. Conseguimos la sandía; la comimos allí mismo y tiramos las cortezas a la sucia acera del viejo. Todo tipo de chicas preciosas pasaban por la calle que se iba oscureciendo.
– ¿Dónde coño estamos? -dije.
– No te preocupes, tío -respondió el enorme Ponzo-. Mañana haremos una pila de dinero; esta noche no hay que preocuparse de nada.
Regresamos y recogimos a Terry y a su hermano y al niño y rodamos hasta Fresno bajo las luces nocturnas de la autopista. Todos teníamos mucha hambre. En Fresno saltamos por encima de las vías del tren y llegamos a las ruidosas calles del barrio mexicano. Chinos extraños se asomaban a la ventana contemplando las calles nocturnas del domingo; grupos de chicas mexicanas pasaban contoneándose con sus pantalones; los mambos estallaban desde las máquinas de discos. Había guirnaldas de luces como en la víspera de todos los santos. Entramos en un restaurante mexicano y comimos tacos y tortilla de judías pintas; todo estaba delicioso. Saqué el último billete de cinco dólares que quedaba entre mí y Nueva Jersey y pagué la comida de Terry y la mía. Ahora tenía cuatro dólares. Terry y yo nos miramos.
– ¿Dónde vamos a dormir esta noche, guapa?
– No lo sé.
Rickey estaba borracho; todo lo que decía era:
– ¡Allá vamos, tío! ¡Allá vamos! -con voz tierna y cansada.
Había sido un día muy largo. Ninguno de nosotros sabía qué iba a pasar, o qué nos había dispuesto el Señor. El pobre Johnny se quedó dormido en mis brazos. Volvimos a Sabinal. En el camino paramos en seco ante un parador de la autopista 99. Rickey quería la última cerveza. En la parte trasera del parador había remolques y tiendas de campaña y unas cuantas destartaladas habitaciones tipo motel. Pregunté el precio y costaban dos dólares. Consulté a Terry al respecto y dijo que sí porque ahora tenía a su hijo con ella y el niño debía estar cómodo. Así que tras unas cuantas cervezas en el saloon, donde unos tétricos okies seguían con el pie la música de una orquesta vaquera, Terry y yo y Johnny fuimos a una habitación y nos dispusimos a meternos en el sobre. Ponzo andaba atravesado por allí; no tenía dónde dormir. Rickey dormiría en casa de su padre, en la casucha de los viñedos.
– ¿Y tú dónde vives, Ponzo? -le pregunté.
– En ninguna parte, tío. Debería vivir con Big Rosey, pero anoche me echó. Iré a mi camión y dormiré allí.
Se oían guitarras. Terry y yo miramos las estrellas y nos besamos.
-Mañana * -dijo ella-. Todo se arreglará mañana, ¿verdad que sí, Sal querido?
– Seguro que sí, guapa, mañana* -y siempre era mañana*. Durante la semana siguiente no oí otra cosa… mañana*, una palabra hermosa que probablemente quiera decir cielo.
El pequeño Johnny saltó a la cama vestido y se quedó dormido; de sus zapatos salió arena, arena de Madera. Terry y yo tuvimos que levantarnos en mitad de la noche para limpiar las sábanas de arena. Por la mañana me levanté, me lavé, y di una vuelta por aquel sitio. Estábamos a ocho kilómetros de Sabinal entre campos de algodón y viñedos. Pregunté a la enorme y gordísima dueña del campamento si quedaba alguna tienda libre. La más barata, un dólar diario, estaba libre. Le di el dólar y nos trasladamos a ella. Había una cama, un hornillo, y un espejo roto colgado de un poste; era delicioso. Tuve que agacharme para entrar, y cuando lo hice allí estaba mi novia y el hijo de mi novia. Esperamos a que Rickey y Ponzo llegaran con el camión. Llegaron con botellas de cerveza y empezaron a emborracharse dentro de la tienda.
– ¿Qué hay del estiércol?
– Hoy ya es demasiado tarde. Mañana, tío, mañana haremos una pila de dinero; hoy tomaremos unas cuantas cervezas. ¿Qué te parece una cerveza? -yo no necesitaba que me tentaran mucho-. ¡Vamos allá! ¡Vamos allá! -gritó Rickey, y empecé a comprender que nuestros planes de hacernos ricos con el camión de estiércol nunca se materializarían. El camión estaba aparcado a la puerta de la tienda. Olía como Ponzo.
Esa noche Terry y yo nos acostamos y respiramos el suave aire de la noche bajo nuestra tienda cubierta de rocío. Me disponía a dormir cuando ella dijo:
– ¿No quieres hacer el amor ahora?
– ¿Y qué pasará con Johnny? -le respondí.
– No te preocupes. Está dormido -pero Johnny no estaba dormido y no dijo nada.
Los otros dos volvieron al día siguiente con el camión de estiércol y se fueron en seguida a buscar whisky; volvieron y pasamos un buen rato en la tienda. Esa noche Ponzo dijo que hacía demasiado frío y durmió en el suelo de nuestra tienda, envuelto en una lona que olía a mierda de vaca. Terry le detestaba; dijo que siempre andaba con su hermano para estar cerca de ella.
No iba a pasarnos nada a Terry y a mí, excepto morirnos de hambre, así que por la mañana me dirigí al campo buscando un trabajo de recogedor de algodón. Todos me dijeron que fuera a la granja del otro lado de la autopista. Fui allí, y el granjero estaba en la cocina con su mujer. Salió, oyó lo que le contaba, y me avisó de que sólo pagaba tres dólares por cada cuarenta kilos de algodón recogido. Me imaginé que por lo menos recogería cien kilos diarios y acepté el trabajo. Sacó varios sacos enormes del granero y me dijo que la recolección se iniciaba al amanecer. Corrí a ver a Terry muy contento. En el camino un camión cargado de uva dio un salto debido a un bache y dejó caer tres grandes racimos sobre el ardiente alquitrán. Terry estaba contenta.