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«Algún día nos encontraremos y secarás todas mis lágrimas y me susurrarás cosas dulces al oído, abrazándonos, acariciándonos, oh, lo que nos estamos perdiendo, amado mío, oh dónde estás…», y más que la letra es la música y el modo en que Billie canta, lo mismo que una mujer acariciando el pelo de su amante en la penumbra. El viento aullaba. Tenía mucho frío.

Terry y Ponzo volvieron y subí al bamboleante camión para reunimos con Rickey. Rickey ahora vivía con la mujer de Ponzo, Big Rosey; lo llamamos tocando la bocina en las míseras callejas. Big Rosey lo echó. Todo se iba al carajo. Esa noche dormimos en el camión. Terry se mantuvo apretada contra mí y me dijo que no me fuera. Podía trabajar recogiendo uvas y ganaría bastante dinero para los dos; entretanto, yo podría vivir en el granero de la granja de Heffelfinger, carretera abajo, cerca de su familia. No tendría otra cosa que hacer que pasarme el día entero sentado en la yerba comiendo uvas.

– ¿No te gusta eso?

Por la mañana vinieron a vernos unos primos de Terry en otro camión. De pronto, me di cuenta de que miles de mexicanos de toda aquella zona estaban enterados de lo de Terry y mío y que para ellos constituía un jugoso y romántico tema de conversación. Los primos eran muy educados y, de hecho, muy simpáticos. Estuve en su camión intercambiando amabilidades, hablando de dónde habíamos estado en la guerra y con qué grado. Eran cinco, estos primos, todos muy agradables. Al parecer, pertenecían a una rama de la familia de Terry que no alborotaba tanto como su hermano. Pero yo quería al salvaje de Rickey. Me juró que iría a Nueva York para reunirse conmigo. Me lo imaginé en Nueva York dejándolo todo para mañana *. Aquel día estaba borracho en un campo de no sé dónde.

Me bajé del camión en el cruce y los primos llevaron a Terry a casa. Cuando llegaron, me hicieron señas de que el padre y la madre no estaban en casa, sino recogiendo uva. Así que corrí a la casa para pasar la tarde. Era una casucha de cuatro habitaciones; no conseguí imaginarme cómo se las arreglaban para vivir allí. Las moscas volaban sobre el fregadero. No había persianas, justo como en la canción: «La ventana está rota y entra la lluvia.» Terry, ahora en su casa, trajinaba con los cacharros de la cocina. Sus dos hermanas me sonrieron. Los niños gritaban en la carretera.

Cuando el sol enrojeció tras las nubes de mi último atardecer en el valle, Terry me llevó al granero de la granja de Heffelfinger. Este Heffelfinger poseía una próspera granja junto a la carretera. Reunimos unas cuantas cestas, Terry trajo mantas de su casa y quedé instalado sin más peligro que una enorme tarántula peluda que acechaba desde el remate del techo. Terry me dijo que no me haría nada si no la molestaba. Me tumbé y la miré. Fuimos luego al cementerio y trepé a un árbol. En el árbol canté «Blue Skies». Terry y Johnny estaban sentados en la yerba; teníamos uvas. En California se chupa el zumo de la uva y se tiran los pellejos, un auténtico lujo. Cayó la noche. Terry fue a su casa a cenar y volvió a las nueve con tortillas deliciosas y puré de judías. Encendí una hoguera en el suelo de cemento para alumbrarnos. Hicimos el amor sobre los cestos. Terry se levantó y corrió a la casucha. Su padre la reñía, le oía desde el granero. Ella me había dejado un poncho para que me defendiera del frío; me lo puse y salí a la luz de la luna, entre los viñedos, a ver qué pasaba. Llegué hasta el final del surco y me arrodillé en la tierra caliente. Sus cinco hermanos entonaban melodiosas canciones en español. Las estrellas titilaban sobre el techo, salía humo por la chimenea. Olí a puré de judías y a chiles. El viejo gruñía. Los hermanos seguían canturreando. La madre estaba en silencio. Johnny y los niños se reían en el dormitorio. Un hogar californiano; escondido entre las viñas yo lo veía todo. Me sentí dueño de un millón de dólares; me estaba aventurando en la enloquecida noche americana.

Terry salió dando un portazo. La abordé en la oscura carretera.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Estamos riñendo todo el rato. Quiere que vaya a trabajar mañana. Dice que no quiere verme haciendo tonterías. Sal, quiero irme a Nueva York contigo.

– ¿Pero, cómo?

– No lo sé, queridísimo. Necesito estar contigo. Te quiero.

– Pero tengo que marcharme.

– Sí, sí. Vamos a acostarnos una vez más, luego te irás.

Volvimos al granero; hicimos el amor bajo la tarántula. ¿Qué estaba haciendo allí la tarántula? Dormimos un poco sobre los cestos mientras la hoguera moría. Terry volvió a su casa a medianoche; su padre estaba borracho; le oí rugir; luego se durmió y se hizo el silencio. Las estrellas velaban sobre el campo dormido.

Por la mañana, Heffelfinger el granjero asomó la cabeza por la puerta de los caballos y dijo:

– ¿Cómo van las cosas, amigo?

– Bien. Espero que no le molestará que esté aquí.

– Claro que no. ¿Andas con esa putilla mexicana?

– Es una chica muy buena.

– Y también muy guapa. Creo que el toro saltó la cerca. Tiene los ojos azules la chica, ¿eh? -hablamos de su granja.

Terry me trajo el desayuno. Tenía preparado mi saco de lona y estaba listo para partir hacia Nueva York en cuanto recogiera mi dinero en Sabinal. Sabía que ya había llegado. Le dije a Terry que me iba. Ella había pensado aquella noche en el asunto y se había resignado. Dominando su emoción me besó en el viñedo y caminó surco abajo. Nos volvimos tras una docena de pasos, porque el amor es triste, y nos miramos por última vez.

– Te veré en Nueva York, Terry -le dije. Habíamos hablado de que dentro de un mes iría a Nueva York con su hermano. Pero los dos sabíamos que no lo haría. Unos cincuenta metros después me volví para mirarla. Seguía caminando hacia la casucha llevando la bandeja de mi desayuno en la mano. Incliné la cabeza y la seguí observando. Bueno, ya estaba bien, tenía que seguir, estaba en marcha de nuevo.

Caminé hasta Sabinal autopista abajo comiendo nueces negras de un nogal. Me dirigí a las vías del tren y seguí por ellas haciendo equilibrios. Pasé por delante del depósito de agua y de una fábrica. Era el final de algo. Fui a la oficina de telégrafos de la estación en busca de mi giro de Nueva York. Estaba cerrada. Lancé un juramento y me senté en las escaleras a esperar. El que vendía los billetes volvió y me invitó a entrar. El dinero había llegado; mi tía me había salvado de nuevo.

– ¿Quién cree usted que ganará el campeonato mundial de este año? -dijo el viejo y flaco empleado. De repente, comprendí que había llegado el otoño y regresaba a Nueva York.

Caminé de nuevo por las vías a la triste luz de octubre del valle, con la esperanza de que pasara un tren de carga y unirme así a los vagabundos que comían uvas y leían tebeos. No pasó ningún tren. Bajé hasta la autopista y me recogieron en seguida. Fue el más rápido y estimulante trayecto de toda mi vida. El conductor era un violinista de una orquesta californiana de vaqueros. Tenía un coche último modelo y corría a ciento treinta por hora.

– No bebo cuando conduzco -dijo tendiéndome una botella. Tomé un trago y se la pasé-. ¡Qué coño! -añadió y bebió.

Cubrimos la distancia de Sabinal a LA en el tiempo asombroso de cuatro horas justas para los cuatrocientos kilómetros. Me dejó exactamente delante de la Columbia Pictures de Hollywood; tuve el tiempo justo de entrar y recoger mi guión rechazado. Entonces compré un billete de autobús hasta Pittsburgh. No tenía bastante dinero para ir hasta Nueva York. Ya me preocuparía de ello cuando llegara a Pittsburgh.

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* Así en el original (N. del T.)