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Eddie resultó ser un compañero de carretera muy poco seguro. Se acercó un aparato muy raro conducido por un viejo; era de aluminio o algo parecido, cuadrado como una caja: un remolque, sin duda, pero un remolque de fabricación casera de Nebraska, raro y disparatado. Iba muy despacio y se detuvo. Corrimos; el viejo dijo que sólo podía llevar a uno; sin decir ni una sola palabra, Eddie saltó dentro y desapareció poco a poco de mi vista llevándose mi camisa de lana. Bueno, una verdadera pena; lancé un beso de adiós a la camisa; en cualquier caso sólo tenía un valor sentimental. Esperé en nuestro infierno personal de Shelton durante mucho, muchísimo tiempo, varias horas, y pensando que se hacía de noche; en realidad, era sólo por la tarde, pero estaba oscuro. Denver, Denver, ¿cómo conseguiría llegar a Denver? Estaba a punto de dejar todo aquello e irme a tomar un café cuando se detuvo un coche bastante nuevo conducido por un tipo joven. Corrí hacia él como un loco.

– ¿Adónde vas?

– A Denver.

– Bien, puedo acercarte a tu meta unos ciento cincuenta kilómetros.

– Estupendo, maravilloso, acabas de salvarme la vida.

– Yo también solía hacer autostop, por eso recojo siempre a quien me lo pide.

– Yo haría lo mismo si tuviera coche -y hablamos y me contó su vida, que no era muy interesante, y me dormí un poco y desperté en las afueras de Gothenburg, donde me dejó.

4

Iba a comenzar el más grande trayecto de mi vida. Un camión con una plataforma detrás y unos seis o siete tipos desparramados por encima de ella, y los conductores, dos jóvenes granjeros rubios de Minnesota, recogían a todo el que se encontraban en la carretera: la más sonriente y agradable pareja de patanes que se pueda imaginar; ambos llevaban camisas y monos de algodón, sólo eso; ambos tenían poderosas muñecas y eran animados, y sonreían como si dijeran ¿qué tal estás? a todo el que se cruzara en su camino.

Corrí, salté a la caja y dije:

– ¿Hay sitio?

– Claro que sí, sube. Hay sitio para todo el mundo -me respondieron.

Todavía no me había instalado del todo en la caja cuando el camión arrancó; vacilé, pero uno de los viajeros me agarró y pude sentarme. Alguien me pasó una botella de aguardiente y bebí el último trago que quedaba. Respiré profundamente el aire salvaje, lírico y húmedo de Nebraska.

– ¡UUiii, allá vamos! -gritó un chico con visera de béisbol, y el camión se puso a más de cien kilómetros por hora y adelantaba a todos.

– Venimos en este cacharro hijoputa desde Des Moines. Estos tipos nunca paran. De vez en cuando hay que gritarles que queremos mear, pues si no hay que hacerlo al aire y agarrarse bien, hermano, agarrarse bien.

Observé a los pasajeros. Había dos jóvenes campesinos de Dakota del Norte con viseras de béisbol rojas, que es el modelo habitual de gorro que usan los chicos campesinos de Dakota del Norte. Iban a la recolección; sus viejos les habían dado permiso para andar por la carretera durante el verano. Había dos chicos de ciudad, de Columbus, Ohio, jugadores de fútbol y estudiantes, chicle, guiños, cánticos, y diciendo que hacían autostop por los Estados Unidos durante el verano.

– ¡Vamos a Los Angeles! -gritaron.

– ¿Y qué vais a hacer allí?

– Joder, no lo sabemos. Además, ¿eso qué importa?

Después estaba un individuo alto y delgado que tenía una mirada atravesada.

– ¿De dónde eres? -le pregunté. Estaba tumbado junto a él; se volvió lentamente hacia mí, abrió la boca, y dijo:

– Montana.

Finalmente estaban Mississippi Gene y su compañero. Mississippi Gene era un chico moreno y bajo que recorría el país en trenes de carga, un vagabundo de unos treinta años con aspecto juvenil; tanto que resultaba imposible determinar qué edad tenía exactamente. Se sentaba con las piernas cruzadas, observando la pradera sin decir nada durante cientos de kilómetros. En una ocasión se volvió hacia mí y dijo:

– ¿Tú adónde vas?

Dije que a Denver.

– Tengo una hermana allí pero no la he visto desde hace bastantes años -su hablar era melodioso y pausado. Era tranquilo. Su compañero era un chico de dieciséis años alto y rubio, también con harapos de vagabundo; es decir, llevaban ropa muy vieja que se había puesto negra con el hollín de los trenes y la suciedad de los vagones de carga y el dormir en el suelo. El chico rubio también era muy tranquilo y parecía huir de algo, y supuse que sería de la ley por el modo en que miraba y humedecía los labios con aspecto preocupado. Montana Slim les hablaba de vez en cuando con sonrisa sardónica e insinuante. Pero ellos no le prestaban atención. Slim era todo insinuación. Me asustaba su mueca y que abriera la boca justo delante de mi cara y la mantuviera semiabierta como un retrasado mental.

– ¿Tienes dinero? -me preguntó.

– Coño, claro que no. Quizá para comprar un poco de whisky hasta llegar a Denver. ¿Y tú?

– Sé donde conseguirlo.

– ¿Dónde?

– En cualquier sitio. Siempre puedes hacértelo con un tipo en la carretera, ¿no crees?

– Sí, supongo que tú sí puedes.

– Lo haría si realmente necesitara pasta. Me dirijo a Montana a ver a mi padre. Tendré que bajar de este trasto en Cheyenne y tomar otro camino. Ese par de locos va a Los Angeles.

– ¿Directamente?

– Sin detenerse. Si quieres ir a LA has subido al vehículo adecuado.

Medité el asunto; la idea de zumbar toda la noche a través de Nebraska, Wyoming y el desierto de Utah por la mañana, y después lo más probable que el desierto de Nevada por la tarde, y llegar a LA en un espacio de tiempo previsible casi me hizo cambiar de planes. Pero tenía que ir a Denver. También me tenía que apear en Cheyenne, y hacer autostop hacia el sur para recorrer los ciento cincuenta kilómetros hasta Denver.

Me alegré cuando los dos granjeros de Minnesota dueños del camión decidieron detenerse a comer en North Platte; quería echarles una ojeada. Salieron de la cabina y nos sonrieron.

– A mear tocan -dijo uno.

– Parada y fonda -dijo el otro.

Pero eran los únicos del grupo que tenían dinero para comer. Todos nos arrastramos detrás de ellos hasta un restaurante atendido por un grupo de mujeres, y nos sentamos ante unas hamburguesas y unas tazas de café mientras ellos tragaban platos rebosantes como si estuvieran de vuelta en la cocina de su madre. Eran hermanos; transportaban maquinaria agrícola de Los Angeles a Minnesota y hacían su buena pasta. En su viaje de vacío a la costa recogían a cuantos se encontraban en la carretera. Ya lo habían hecho otras cinco veces; les divertía muchísimo. De hecho, todo les gustaba. Nunca dejaban de sonreír. Intenté hablar con ellos -una especie de estúpido intento de trabar amistad con los capitanes del barco- y sus únicas respuestas fueron dos cordiales sonrisas y unos blancos dientes enormes de comedores de cereales.

Todos nos habíamos unido a ellos en el restaurante excepto los dos vagabundos, Gene y su chico. Cuando volvimos seguían sentados en el camión tristes y desconsolados. Ahora caía la noche. Los conductores fumaban; yo expuse mis deseos de ir a comprar una botella de whisky para mantener el calor durante el frío de la noche.

– Vete, pero apresúrate.

– Tomaréis unos tragos -les ofrecí.

– No, no, nosotros nunca bebemos. Pero vete.

Montana Slim y los dos estudiantes me acompañaron por las calles de North Platte hasta que encontré una tienda de bebidas. Los chicos bebieron un poco, Slim otro poco, y yo compré un litro. Hombres altos y hoscos nos observaban desde edificios con falsas fachadas; la calle principal estaba bordeada de casas cuadradas con forma de caja. Había inmensas perspectivas de las llanuras más allá de cada una de las tristes calles. Noté algo distinto en el aire de North Platte, no sabía qué era. Lo supe cinco minutos después. Volvimos al camión y reanudamos la marcha. Oscurecía rápidamente. Todos tomamos un trago y de pronto miré y vi que los verdes campos del Platte empezaban a desaparecer y en su lugar, y hasta donde alcanzaba la vista, aparecía una enorme llanura esteparia de arena y artemisa. Estaba atónito.