– ¿Qué es?
– Nunca he visto por aquí un insecto capaz de producir una hinchazón como ésta.
– ¡Maldita sea!
Hizo que el viaje pareciera siniestro y maldito. Continuamos. El brazo de Stan empeoró. Nos detuvimos en el primer hospital que encontramos y le pusieron una inyección de penicilina. Pasamos por Castle Rock y llegamos a Colorado Springs al oscurecer. A nuestra derecha se alzaba la gran sombra del pico Pike. Bajamos hasta la autopista de Pueblo.
– He hecho autostop miles de veces en esta carretera -dijo Dean-. Una noche estaba escondido exactamente detrás de esa cerca de ahí y de repente sentí un miedo terrible sin motivo alguno.
Decidimos contarnos nuestra vida, pero uno a uno, y Stan fue el primero.
– Hay un largo camino que recorrer -prologó Dean-, Por lo tanto, tenemos que permitirnos todo tipo de digresiones y entrar en cada uno de los detalles que nos vengan a la mente. Con todo, quedarán muchas cosas por contar. Tómatelo con calma
– advirtió a Stan que empezaba a contar su vida-, además tienes que descansar.
Stan comenzó su relató mientras nos disparábamos a través de la oscuridad. Empezó con sus experiencias en Francia, pero con objeto de evitar dificultades insuperables, retrocedió y empezó a hablar de su infancia en Denver. Él y Dean compararon las veces, que se habían visto en bicicleta.
– Una vez, ¿lo has olvidado?, en el garaje Arapahoe. ¿Te acuerdas? Te lancé la pelota desde la esquina y tú me la devolviste- de un puñetazo y cayó a una alcantarilla. Iba al colegio. ¿Recuerdas ahora? -Stan estaba nervioso y febril. Quería contárselo todo a Dean. Ahora Dean era el arbitro, el anciano, el juez, el oyente, el que aprobaba, el que asentía.
– Sí, sí, sigue, por favor.
Pasamos por Walsenburg; de pronto pasamos por Trinidad, donde Chad King quizá en aquel mismo momento, en algún sitio lejos de la carretera, estaría ante una hoguera y tal vez con un grupo de antropólogos contando su vida como en otros tiempos, y jamás se imaginaría que nosotros, pasábamos por la carretera, rumbo a México, contándonos también nuestras propias vidas. ¡Triste noche americana! Después estábamos en Nuevo México y cruzamos las redondas piedras de Ratón, y nos detuvimos a tomar unas hamburguesas. Estábamos muertos de hambre y envolvimos unas cuantas en una servilleta para comérnoslas al otro lado de la frontera de Texas.
– Tenemos ante nosotros todo el estado vertical de Texas, Sal -dijo Dean-, antes de que se vuelva horizontal después de haberlo cruzado. Bueno, entraremos en Texas dentro de unos pocos minutos y no saldremos hasta mañana a esta misma hora, y no nos detendremos ni un momento. Piensa en ello.
Seguimos la marcha. En la inmensa llanura nocturna estaba el primer pueblo de Texas, Dalhart. Yo lo había cruzado en 1947 y brillaba en la oscuridad a unos ochenta kilómetros de distancia. La tierra bajo la luz de la luna era toda mezquites e inmensidad. En el horizonte estaba la luna. Crecía, se puso enorme y rojiza, luego se suavizó y se puso más clara, hasta que el lucero del alba le desafió y el rocío empezó a llamar a nuestras ventanillas… y seguíamos adelante. Después de Dalhart -vacío pueblo de cartón- nos lanzamos hacia Amarillo adónde llegamos por la mañana entre praderas batidas por el viento que muy pocos años atrás habían visto campamentos de tiendas de campaña de búfalo. Ahora había estaciones de servicio y máquinas de discos nuevas, modelo 1950, con inmensos altavoces ornamentales y ranuras para monedas de diez céntimos y discos espantosos. Durante todo el trayecto de Amarillo a Childress, Dean y yo le contamos a Stan los argumentos de todos los libros que habíamos leído; él pidió que lo hiciéramos. En Childress, bajo un sol ardiente, doblamos y nos dirigimos directamente hacia el Sur por una carretera de segundo orden y atravesamos abismales desiertos en dirección a Paducah, Guthrie y Abilene. Dean tenía sueño, y Stan y yo nos sentamos en la parte de adelante y condujimos por turnos. El viejo coche se calentaba y se quejaba y luchaba desesperadamente. Grandes nubes de arenoso viento nos sacudían desde trémulos espacios. Stan me contó cosas de Montecarlo y de Cagnes-sur-mer y de los azules pueblos cerca de Mentón donde gente de rostro moreno callejeaba entre paredes blancas.
Texas es inconfundible: entramos lentamente y con mucho calor en Abilene y todos nos despertamos para ver la ciudad.
– Imagínate lo que debe ser vivir aquí a miles de kilómetros de cualquier ciudad importante. ¡Vaya! ¡Vaya! Fijaos ahí junto a las vías, el viejo Abilene donde cargaban las vacas y nacían sheriffs y bebían whisky de garrafa. ¡Mirad allí! -gritó Dean asomándose por la ventanilla con la boca torcida como W. C. Fields. No le importaba que fuera Texas o cualquier otro sitio. Tejanos de rostro colorado caminaban de prisa por las ardientes aceras y no le prestaban atención. Nos detuvimos a comer en la autopista al sur de la ciudad. La noche parecía a millones de kilómetros cuando seguimos por Coleman y Brady. Era el corazón de Texas, un yermo de matorrales con alguna casa ocasional cerca de un arroyo sediento y un rodeo de ochenta kilómetros por una polvorienta carretera y un calor sin fin.
– El viejo México todavía queda lejos -dijo Dean con voz soñolienta desde el asiento de atrás-, así que a seguir rodando, muchachos y al amanecer estaremos besando señoritas * porque este viejo Ford sabe correr si se le habla con cariño… claro que la parte de atrás está a punto de caerse pero no os preocupéis de eso hasta llegar allí. -Y volvió a dormirse.
Cogí el volante y conduje hasta Fredericksburg, y aquí me encontré entrecruzándome otra vez con el viejo mapa. En este mismo sitio Marylou y yo habíamos paseado cogidos de la mano una mañana de nieve de 1949, ¿dónde estaría Marylou ahora?
– ¡Toca! -chilló Dean entre sueños y supuse que estaba soñando con el jazz de Frisco o quizá con los próximos mambos mexicanos.
Stan hablaba sin parar; Dean le había dado cuerda la noche antes y parecía que nunca iba a parar. Ahora estaba en Inglaterra, contando aventuras de cuando hacía autostop por la carretera de Londres a Liverpool, con el pelo largo y los pantalones rotos y cómo le habían dado ánimos los extraños camioneros británicos en sus desplazamientos por el lúgubre vacío europeo. Todos teníamos los ojos rojos debido al continuo mistral que soplaba en Texas. Cada uno de nosotros llevaba una piedra en el vientre y sabíamos que avanzábamos, aunque lentamente. El coche andaba apenas a setenta con un esfuerzo estremecedor. Desde Fredericksburg bajamos por las grandes praderas del Oeste. Las mariposas empezaron a estrellarse contra el parabrisas.
– Estamos bajando hacia la tierra caliente, tíos, la de las ratas del desierto y la tequila. Y ésta es la primera vez que estoy tan al sur de Texas -dijo Dean y añadió maravillado-: ¡Cagoendiós! Por aquí es por donde anda mi viejo en invierno, ¡vaya un vagabundo astuto!
De pronto estábamos aplastados por un calor absolutamente tropical. Acabábamos de bajar unos ocho kilómetros y delante vimos las luces del viejo San Antonio. Tenías la impresión de que todo esto había sido realmente territorio mexicano. Las casas de al lado de la carretera eran diferentes, las estaciones de servicio más pobres; menos luces. Dean tomó el volante entusiasmado por llegar a San Antonio. Entramos en la ciudad pasando por una zona de miserables casuchas mexicanas con viejas mecedoras en el porche. Nos detuvimos en una extraña estación de servicio para engrasar el coche. Había muchos mexicanos bajo las calientes luces de las bombillas del techo que estaban ennegrecidas por los mosquitos; iban a un puesto y compraban cerveza y tiraban el dinero al encargado. Había familias enteras haciendo esto. Se veían casuchas por todas partes y árboles polvorientos y un olor a canela en el aire. Pasaron unas nerviosas chicas mexicanas con unos muchachos.