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– Vamos a poner en marcha el coche para ver si conseguimos que haya algo de aire -grité-. Me muero de calor.

– De acuerdo.

Salimos del pueblo y continuamos por la carretera con el pelo al aire. El amanecer llegó en seguida envuelto en bruma gris y vimos densos pantanos a ambos lados con árboles cubiertos de yedra. Durante un rato avanzamos junto a las vías del tren. La extraña antena de la emisora de Ciudad Mante apareció ante nosotros como si estuviéramos en Nebraska. Encontramos una estación de servicio y llenamos el deposito mientras los últimos insectos de la noche de la jungla chocaban en masa contra las luces y caían a nuestros pies aleteando. Y había bichos con alas que medían sus buenos diez centímetros de largo, libélulas capaces de comerse a un pájaro, y miles de enormes mosquitos e innumerables insectos y arañas de todas clases. No dejaba de saltar sobre el suelo debido al miedo que me daban; por fin terminé dentro del coche con los pies cogidos con las manos contemplando asustado el suelo donde se agitaban los insectos alrededor de las ruedas.

– ¡Vamonos de una vez! -grité. A Dean y Stan no parecían molestarles en absoluto aquellos bichos; bebieron tranquilamente un par de botellas de Mission Orange mientras se los quitaban de delante a manotazos. Su camisa y pantalones, como los míos, estaban manchados de la sangre y los cuerpos de los insectos muertos. Nuestras ropas apestaban.

– ¿Sabes? Empieza a gustarme este olor -dijo Stan-. Ya no puedo olerme a mí mismo.

– Es un extraño olor, pero bueno -dijo Dean-. No me voy a cambiar de camisa hasta que lleguemos a Ciudad de México. Quiero llevármelo todo y recordarlo.

Seguímos rodando y un poco de aire alcanzó nuestros rostros abrasados y sucios.

Las montañas que teníamos delante eran verdes. Después de esta subida estaríamos de nuevo en la gran meseta y listos para lanzarnos directamente sobre Ciudad de México. Al poco tiempo nos encontramos a más de mil quinientos metros de altura entre desfiladeros cubiertos de niebla que dominaban ríos amarillos que parecían humear a más de mil metros abajo. Eran el gran río Moctezuma y sus afluentes. Los indios que veíamos en la carretera eran realmente extraños. Constituían una nación aparte, la de los indios de la montaña, separados de todo salvo de la autopista panamericana. Eran bajos, rechonchos y oscuros: tenían muy mala dentadura y llevaban enormes cargas sobre la espalda. Al otro lado de enormes quebradas cubiertas de vegetación, vimos parcelas cultivadas en bancales. Los indios subían y bajaban por estas laderas y cultivaban sus parcelas. Dean conducía a diez por hora para mirar.

– ¡Fíjate! Nunca creí que existiera algo así.

Muy arriba, en el pico más alto, tanto como muchos de los picos de las Montañas Rocosas, vimos que crecían bananas. Dean bajó del coche para señalarlas y se quedó inmóvil frotándose el vientre. Estábamos sobre una plataforma donde una choza con techo de paja quedaba como suspendida sobre el precipicio del mundo. El sol creaba doradas brumas que oscurecían el Moctezuma, ahora casi dos mil metros más abajo.

Delante de la cabaña había una niña india de unos tres años que se chupaba el dedo y nos observaba con unos enormes ojos oscuros.

– Probablemente no haya visto a nadie aparcado aquí en toda su vida -suspiró Dean-. ¡Hola, niña! ¿Cómo estás? ¿Te gustamos?- La niña miró hacia otro lado avergonzada y se echó a llorar. Seguimos hablándole y se tranquilizó; volvió a examinarnos y a chuparse el dedo-. Me gustaría poder regalarle algo… esta plataforma representa todo lo que conoce de la vida. Su padre probablemente esté bajando por la quebrada atado con una cuerda y cogiendo piñas o cortando leña en un ángulo de ochenta grados con todo el precipicio debajo. Esta niña nunca saldrá de aquí ni conocerá otra parte del mundo. Esto es una nación. ¡Vaya jefe que deben tener! Y probablemente más lejos de la carretera, encima de aquel farallón, a muchos kilómetros de aquí, sean más salvajes y extraños, seguro que sí, porque la autopista panamericana civiliza parcialmente a los que están más cerca de la carretera. -Dean señaló a la niña con una mueca de dolor-. Y no suda como nosotros, su sudor es aceitoso y siempre está ahí porque siempre hace calor, todo el año y no sabe lo que es no sudar; nació sudando y morirá sudando. -El sudor de la frente de la niña era espeso, perezoso; no corría; simplemente estaba allí y brillaba como aceite de oliva-. ¡Hay que ver lo que eso supondrá para ellos! ¡Lo diferentes que serán de nosotros en intereses y valoraciones y deseos! -Dean reanudó la marcha boquiabierto, a diez kilómetros por hora, deseando ver a todos los seres humanos que encontráramos en la carretera. Subíamos y subíamos.

A medida que íbamos subiendo el aire se hacía más fresco y en la carretera había indias que llevaban chales sobre la cabeza y los hombros. Nos llamaron desesperadamente; paramos a ver qué querían. Trataban de vendernos pequeñas cuentas de cristal de roca. Sus grandes ojos castaños miraban tan inocentemente y con tal intensidad que no sentimos el menor impulso sexual hacia ellas; además eran muy jóvenes, algunas sólo tenían once años aunque parecían tener treinta.

– ¡Fijaos qué ojos! -dijo Dean. Y eran como los ojos de la Virgen Madre cuando era pequeña. Vimos que poseían la ternura y misericordia de Jesús. Y nos miraban fijamente, sin parpadear. Frotamos nuestros nerviosos ojos azules y las miramos de nuevo. Seguían atravesándonos con un brillo tristísimo e hipnótico. Cuando les hablamos, de pronto se pusieron muy nerviosas y parecían idiotas. Sólo en el silencio eran ellas mismas.

– Han empezado a vender esos cristales sólo recientemente, pues la carretera fue construida hace unos diez años… hasta entonces toda esta gente debe haber vivido en silencio. Gingiol

Las muchachas se agitaban alrededor del coche. Una con mirada particularmente intensa agarró a Dean por el brazo. Dijo algo en indio.

– Sí, sí, guapa -respondió Dean suavente y casi con tristeza. Salió del coche y fue a la parte de atrás a rebuscar en su baúl (el mismo destrozado baúl americano de siempre), y sacó un reloj de pulsera. Se lo enseñó a la chica. El rostro de ésta se iluminó. Las demás la rodearon asombradas. Dean buscó en la mano de la niña «el más bonito, puro y pequeño cristal que había recogido en la montaña para mí». Encontró uno que no era mayor que una grosella, y le entregó el reloj. Las bocas de todas las chicas se abrieron al tiempo como las de los niños de un coro. La afortunada se metió el reloj entre los harapos que cubrían su pecho. Las muchachas acariciaron a Dean y le dieron las gracias. Este se quedó entre ellas con el rostro atormentado mirando al cielo y buscando el puerto más alto y final, y parecía el profeta que estaban esperando. Volvimos al coche. No querían que nos fuéramos. Durante un largo rato corrieron detrás de nosotros agitando la mano. Doblamos una curva y no las volvimos a ver, aunque seguían corriendo.

– Esto me parte el corazón -exclamó Dean golpeándose el pecho-. ¿Hasta dónde durará su lealtad y asombro?

¿Qué será de ellas? ¿Intentarían seguirnos hasta Ciudad de México si conducimos despacio?

– Sí -dije yo. Estaba convencido de ello.

Entramos en las alturas de la Sierra Madre Oriental y casi sentimos vértigo. Los plátanos tenían un extraño brillo dorado entre la bruma. La niebla bostezaba más allá de las paredes de piedra a lo largo del precipicio. Abajo el río Moctezuma era un fino hilo amarillo en la verde alfombra de la jungla. Pasamos por extraños pueblos de la cima del mundo y las indias nos observaban bajo el ala de los sombreros y de los rebozos. La vida era densa, oscura, antigua. Observaban con ojos de gavilán a Dean que iba serio y enloquecido al volante. Todos tendían la mano. Habían bajado desde las sombrías montañas y desde las alturas a tender las manos hacia algo que pensaban que podía ofrecerles la civilización sin imaginarse la tristeza y pobreza y decepciones de ésta. Desconocían que había una bomba capaz de destruir todos nuestros puentes y carreteras y reducirlos a polvo, y que algún día seríamos tan pobres como ellos y tenderíamos nuestras manos del mismo modo en que ellos lo hacían. Nuestro destartalado Ford, el Ford americano de los años treinta, pasaba haciendo ruido y se perdía en el polvo.