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– ¡Ella! -El padre se incorporó en la cama con un brillo maníaco en los ojos-. ¡Ella me lo ha provocado!

Michel se santiguó al oír aquel sacrilegio.

– Es obra suya, ¿no lo ves? -continuó Charles, con tal vehemencia que roció saliva sobre la cara del joven-. ¡Me ha embrujado!

Solo entonces comprendió Michel que el sacerdote hablaba de la abadesa, no de la Virgen María.

Mantuvo una apariencia de calma mientras se ponía en pie, y obligó a Charles, firme pero cariñosamente, a tumbarse sobre las almohadas.

– No os preocupéis, padre. Dios es más fuerte que el demonio. El nos protegerá y os curará.

– ¡Dios y el demonio no tienen nada que ver con ello! -rugió el sacerdote, con los brazos rígidos y los ojos desorbitados-. Ignoras lo fuerte que es, lo desesperada que está… Fui un idiota, pensé que podría impedirle ver… Y el obispo, el obispo, has de ir con cuidado, no puedes confiar, Chrétien querrá verte muerto. No puedo impedir… ¡Qué idiota arrogante he sido! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás?

Y rompió a llorar, con tal sentimiento que Michel dijo por fin:

– Claro que os perdono. Por supuesto. Ahora, calmaos. No debéis decir tales cosas de vos ni del buen cardenal. Tranquilo, padre, tranquilo… -murmuró, hasta que Charles cerró los ojos.

De pronto, el cuerpo del sacerdote se agitó y vomitó una hedionda mezcla de sangre negra y bilis sobre el pecho. Michel cogió un paño que había junto a la jofaina y secó el líquido.

Durante la siguiente hora permaneció sentado en el taburete y empujando el líquido rojo que brotaba de sus labios, mientras otro dominico le administraba la extremaunción. Después de que el sacerdote se marchara, y al ver que Charles no recobraba la conciencia, Michel cayó de rodillas y rezó.

Por la mañana, afortunadamente más fresca, Michel volvió a la cárcel provisto de varias tablillas de cera nuevas y las restantes confesiones sin firmar. Había pasado la noche tendido en el suelo, junto al lecho del padre Charles, analizando la situación. Era un simple escriba, carente de poder para liberar o condenar prisioneros. Sin embargo, la madre Marie Françoise había dicho que solo se confesaría a él, y si bien estaba muy angustiado por la enfermedad del padre Charles, existía la posibilidad de que Dios la hubiera utilizado para responder a sus oraciones en favor de la abadesa.

Porque si a él, Michel, se le concediera el poder de condenarla o liberarla, elegiría liberarla y cargar con todo el peso de la ira de Rigaud. Y el padre Charles, que Dios tuviera a bien sanarle pronto, se vería libre de toda responsabilidad y venganza.

Cuando subió los escalones de la prisión, muy cansado, una voz le llamó a su espalda.

– ¡Michel! ¡Hermano Michel! Se volvió y vio a un hombre apuesto recién afeitado, de cabello, cejas y pestañas color limo y ojos azul claro.

– ¡Padre Thomas!

– ¿Dónde está vuestra constante sombra? -preguntó Thomas de buen humor, un humor, como Michel sabía, que ocultaba un corazón endurecido. El joven y sonriente sacerdote iba vestido con un hábito de seda azul marino, ribeteado de cordón de raso púrpura (un atavío serio comparado con el hábito bordado de raso rosa que solía exhibir en el ambiente decadente de Aviñón). Había encajado en una manga ceñida un ramito de romero en flor, procedente de uno de los innumerables setos silvestres que crecían en el Languedoc.

Para Michel, Thomas representaba lo peor del sacerdocio: un bon vivant indisciplinado, poco religioso, más interesado en las mujeres y el vino que en Dios. Un año antes, había aparecido de la nada como uno de los protegidos de Chrétien, y el cardenal le mimaba tanto que corrían rumores de que el joven era su hijo bastardo. No se sabía nada del pasado de Thomas, salvo que había recibido una excelente educación y poseía los rasgos de la aristocracia francesa. No había revelado detalles de su vida, y nadie se atrevía a interrogarle por temor a despertar la ira de Chrétien.

Pero subsistía el hecho de que, pese a los favores que el cardenal dispensaba a Thomas, solo Michel había sido adoptado como hijo de Chrétien, y por ello era heredero de la considerable fortuna del cardenal. Por lo visto, Thomas nunca se lo había perdonado al joven monje.

– De hecho, el padre Charles está enfermo -dijo Michel.

Pronunciar las palabras reavivó su dolor, porque si Chrétien era su padre adoptivo, Charles, ayudante del cardenal, era un tío y un confidente. Las enormes responsabilidades de Chrétien le habían obligado a delegar la educación de su hijo adoptivo en primer lugar a las monjas, y después al sabio y tolerante Charles. Para Michel era su único pariente.

La sonrisa de Thomas se desvaneció.

– Santo Dios, espero que no sea la peste. Se ha producido un pequeño brote en el monasterio dominico donde mi escriba… -Miró a Michel con ojos entornados-. El padre Charles y vos os alojabais en él, ¿verdad?

Michel asintió, y a partir de ese leve gesto Thomas comprendió la gravedad del estado de Charles.

– Pobre diablo -murmuró el joven sacerdote, y añadió con énfasis-: Rezo para que os encontréis bien, hermano Michel.

– Me encuentro bien -respondió con sequedad Michel.

– Estupendo. -Thomas asintió en señal de aprobación y adoptó un tono práctico-. Bien, Dios ha de tener un plan: a mí me hace falta un escriba y a vos un inquisidor. -Avanzó un paso hacia la entrada, pero como Michel se demoró, se volvió hacia él-. ¿Qué pasa, hermano?

– La abadesa -dijo Michel, asombrado y consternado por la facilidad con que había pronunciado las palabras-. Ayer se ofreció a confesar… pero no la declaración preparada.

– Y el padre Charles le concedió esa oportunidad, por supuesto -dijo Thomas. No era una pregunta.

Michel meneó la cabeza.

– Dijo que solo se confesaría ante mí, a solas. Sé que es irregular; no soy sacerdote. Pero no le han concedido la oportunidad que prescribe la ley…

El padre Thomas enarcó una ceja dorada.

– Menudo dilema -dijo en voz baja-, pues el obispo, ¿podemos hablar con franqueza?, vuestro padre, tiene mucha prisa en verla condenada. Si decimos que se negó a hablar… Bien, el pueblo ya está bastante disgustado. Pensarán que la condenamos a muerte sin un juicio justo. -Hizo una breve reflexión-. Hermano… me han dicho que habéis terminado el aprendizaje para ser nombrado sacerdote e inquisidor.

– Sí, Chrétien insistió en ello.

Michel quiso añadir algo más, pero Thomas le impuso silencio con un ademán, sin dejar de mirarle.

– Por lo tanto, estáis cualificado por la virtud del estudio y la experiencia para oír su confesión, si no por la ley de la Iglesia… -Hizo otra pausa-. Os propongo un plan. Iremos juntos a visitar a la abadesa. Si confiesa en mi presencia, misión cumplida. Si confiesa solo ante vos, continuaré con las demás prisioneras, y utilizaré toda mi influencia para que seáis ordenado hoy mismo. Al fin y al cabo, soy sacerdote. Es más correcto que yo, antes que un monje, cumpla la orden de Chrétien.

– Por supuesto -contestó Michel, sin reparar en la trampa de Thomas. En verdad, su corazón estaba henchido de gratitud. Jamás Dios había respondido a una oración suya con mayor eficacia.

Al mismo tiempo, su mente estaba turbada. ¿Era cierto, pues? ¿Había dado la orden su padre adoptivo, un hombre al que siempre había considerado justo, anticipándose a una imparcial Inquisición, de que la abadesa fuera ejecutada?

La ramita de romero del padre Thomas no fue rival para el hedor que les recibió cuando bajaron a las mazmorras. El olor de aquella mañana era particularmente intenso, como siempre que las torturas se iniciaban con entusiasmo. Era el olor de la sangre: olor de heces, orina, vómito, de sangre reseca en la piel, en las prendas y en el pelo.

La mazmorra estaba mejor iluminada gracias a que se habían encendido más antorchas, tal vez para lisonjear a los torturadores de París, a los que se oía hablar y reír tras las puertas de su siniestra cámara. Michel clavó la vista en el suelo, pero no pudo reprimir un vistazo a la celda común, donde vislumbró montones de ropa ensangrentada sobre la paja.