Выбрать главу

Y esta última frase la había dirigido a la abadesa.

La voz del padre Charles, teñida de indignación, le devolvió al presente.

– Pagarán por su crimen, madre. En el ínterin -el sacerdote adoptó una actitud perentoria-, no perdamos más tiempo. Se ha confeccionado una lista preliminar de cargos contra vos.

Sin mirar a su ayudante, extendió la mano con la palma hacia arriba en dirección al monje.

Michel se recobró, abrió su bolsa y desenrolló un grueso legajo de varios pergaminos. Escogió el adecuado y lo tendió a Charles. Aunque hacía mucho tiempo que Michel se había convertido en los ojos del sacerdote para el cometido de leer, se sabía de memoria las palabras: «La matanza de niños inocentes, el coito con el demonio, encantamientos varios, maleficium contra varios individuos de Carcasona, por no hablar de la acusación más horrenda: maleficium contra su santidad, el papa Inocencio…».

A excepción de la última acusación y el nombre de la acusada, todos los pergaminos que contenía la bolsa de Michel eran iguales.

Charles interrumpió sus pensamientos.

– Madre, os lo pregunto ahora: ¿confesaréis los cargos preliminares?

Las lágrimas anegaron de repente el ojo sano de la abadesa. Una gota resbaló por su nariz.

El padre Charles le mostró con semblante sombrío el pergamino, mientras Michel buscaba pluma y tinta.

– El documento ha sido preparado. Solo necesitáis firmarlo -dijo el sacerdote-. Es la lista de cargos que acabo de leeros.

Mientras tendía a Charles la pluma, Michel vio que la abadesa no miraba el pergamino, sino a él y luego al padre Charles, y en un momento de asombrosa e inexplicable revelación comprendió que no lloraba a causa del dolor infligido por los torturadores, por la vergüenza de estar encarcelada, o por temor a una muerte horrible. Lloraba de pena por ellos, sus inquisidores, movida por una compasión sin límites. Notó un nudo en la garganta.

La mujer miró a Michel, con las mejillas húmedas a causa de las lágrimas, muy serena. Su aspecto era el vivo retrato de la inocencia, menuda y apaleada con su ropa interior blanca rota y sucia, como una niña andrógina de cabello corto y grandes ojos.

Nadie podía mirarla sin llegar a la conclusión de que era una santa, sin ver a Dios en su interior. Pese a sus horrísonas heridas, su rostro, su ojo abierto, albergaban algo sobrenatural. Tal vez, pensó Michel, los verdugos de Jesús le habían visto así la víspera de su crucifixión.

Quiso volverse hacia el padre Charles, observar su reacción, pero la cabeza le dio vueltas y se sintió al borde del desmayo…

Y ya no era él, el monje Michel, sino otro hombre, un desconocido, que tendido de espaldas contemplaba el cielo iluminado por el sol. Era muy azul, muy tranquilo, muy indiferente y frío, y ahora estaba muy silencioso. En la bóveda azul rielaban remolinos de oscuridad en movimiento. ¿Aves carroñeras?, se preguntó, ¿o bien la cercanía de la Muerte? Se sentía demasiado débil, sereno y desolado para preocuparse.

Entonces, un rostro humano sustituyó al cielo y las aves de rapiña, femenino y en forma de corazón, con ojos de un negro reluciente, una nariz diminuta y labios con forma de capullo recién abierto. Cejas y pestañas añil. Piel olivácea que había visto el sol. Extendió la mano hacia él, sonriente. El intentó devolverle la sonrisa, pero no pudo (había demasiada sangre por todas partes, sangre sobre metal, sangre sobre la tierra, sangre en su lengua), pero nada de ello importaba, porque por fin La había visto…

… y a pesar de su debilidad, estaba henchido de una devoción sin límites y un deseo físico insufrible. No obstante, con la objetividad de los difuntos, no sentía vergüenza. Tal pasión se le antojaba santa, inseparable del Poder que ella le había transmitido.

Su voz, suave y hermosa, era una voz que había conocido mucho tiempo atrás. Una voz que siempre había conocido pero no recordaba: el Dios que buscas está aquí, ¿no lo ves? Tu vida está aquí…

Las palabras y la ternura evocaban tal libertad, tal profunda alegría y alivio que exhaló un suspiro entrecortado y murió en paz.

Michel volvió al presente, sobresaltado. Era como si hubiera estado soñando, pero sin dormir, porque había pasado la pluma al padre Charles como si nada hubiera sucedido, o mejor dicho, no había sido como en un sueño, sino como sumergido en la memoria de un hombre agonizante, un extraño al que no conocía.

Era una visión inspirada por Dios, pero cuyo significado le eludía. Al mismo tiempo, el elemento lujurioso le violentaba, porque sin duda había sido añadido por su naturaleza pecadora.

La mano de Michel se movió instintivamente hacia el crucifijo oculto sobre su corazón. En el mismo momento, el padre Charles le traspasó con la mirada, antes de extender la pluma y el pergamino a la mujer.

Las lágrimas de la abadesa cesaron al punto. Meneó la cabeza y dijo.

– No.

Por sorprendente que fuera, el padre Charles no insistió. Bajó los brazos y devolvió los objetos a Michel, que los guardó en la bolsa y extrajo una tablilla de cera y un puntero, de los utilizados para tomar nota de nombres adicionales, acusaciones y enmiendas a las acusaciones.

Con el puntero, el monje escribió en la cera: «El 22 de octubre del año 1359, la madre Marie Françoise, del convento franciscano de Carcasona, fue llevada a juicio ante el padre dominico Charles Donjon de Aviñón, y se negó a confesar los crímenes de los que era acusada». Y después esperó con el puntero preparado, para que Charles le preguntara si deseaba confesar otros crímenes o hacer una declaración.

Para estupefacción de Michel, el padre Charles dijo a la monja:

– Es evidente que no deseáis colaborar en esta investigación.

Y al punto se levantó y dio media vuelta para marcharse. Michel, abatido, recogió sus útiles de escribir y le imitó.

– Sí que confesaré -dijo la abadesa de pronto-. Pero no lo que afirma vuestro documento.

Charles se volvió para mirarla y Michel creyó percibir en su voz una tenue huella de decepción.

– ¿Habéis dicho que…?

– Confesaré -repitió la mujer, pero ni su voz ni sus ojos revelaban el menor rastro de arrepentimiento o contrición-. Con mis propias palabras. Y solo a él.

Señaló a Michel.

Las pobladas y oscuras cejas del sacerdote se arrugaron ominosamente. Apretó los labios hasta que palidecieron y clavó una mirada iracunda en la abadesa.

– ¿Debo deciros lo que ya sabéis? -contestó por fin-. ¿Que mi ayudante aún no es sacerdote y no puede legalmente tomar vuestra confesión? ¿Que nunca le permitiré quedarse a solas en vuestra presencia?

– ¿Debo deciros lo que ya sabéis? -repitió la mujer con absoluta audacia y falta de respeto-. ¿Que habéis recibido órdenes de declararme relapsae, de condenarme a morir diga lo que diga? -Hizo una pausa para mirar a Michel-. Él no tiene miedo de oír la verdad y tomar nota de ella.

Charles, pálido, se volvió hacia Michel.

– Esta no tiene salvación. Llamad al carcelero, hermano.

– Pero padre…

– Obedeced.

Michel necesitó todos sus años de obediencia y lealtad monásticas para hacer lo que le pedían. Se asomó a la pequeña ventana erizada de barrotes y llamó al carcelero en voz más alta de la necesaria, porque el hombre estaba esperando muy cerca de la puerta, y su presteza al abrirla no consiguió disimular la vergüenza que le produjo haber sido sorprendido espiando.

Durante el curso de la jornada (tres interrogatorios improductivos más), el padre Charles pareció cada vez más mohíno, y al final, cuando los inquisidores salieron de la prisión al aire cálido y perfumado del exterior, tenía el ceño fruncido y caminaba con lentitud. En lugar de comentar los acontecimientos del día, como era su costumbre, se mantuvo en silencio.