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Michel también se guardó mucho de hablar, porque la desazón del padre Charles era profunda. La ley exigía que se concedieran a la abadesa varias oportunidades de confesar, pero Charles había pronunciado palabras ominosas, palabras que nunca antes había dicho, palabras que sonaban como una sentencia de muerte contra la acusada: «Esta no tiene salvación».

Voy a volverme loco, se dijo Michel, porque el mundo y todo en lo que creía se habían trastocado. Su maestro era un hombre honrado a carta cabal. Nunca negaría a un prisionero un juicio justo. Sin embargo, de hecho había condenado a morir a la abadesa, sin apenas pronunciar una palabra. Y la Iglesia estaba gobernada por hombres buenos y santos, pero hoy Rigaud había chantajeado a un sacerdote para que hiciera caso omiso de la ley de la Inquisición.

El padre Charles suspiró y fijó la vista en la calle, cuyo ajetreo había disminuido debido a la cercanía de la hora de cenar. A la luz del atardecer su aspecto era casi demacrado.

– Hermano Michel -dijo-, considero lo más pertinente que otro escriba me acompañe mañana por la mañana.

Ya estaba: Charles volvería al lado de la abadesa por la mañana y recomendaría la ejecución. Y no deseaba que su falso sobrino fuera testigo de su vergüenza.

Pero Michel se resistió a creer que fuera cierto.

– Pero ¿por qué, padre? Por alguna razón la abadesa confía en mí. Y si mi presencia puede ayudar a obtener una confesión…

– Quiere quedarse a solas contigo, Michel, pero sus

razones no tienen nada que ver con la confianza. Me fijé en tu extraña expresión cuando la mirabas. Estabas fuera de ti. ¿Puedo preguntar qué pasaba por tu mente?

Michel vaciló. En parte, creía que no debía revelar su extraña visión, pero al mismo tiempo estaba convencido de que el padre Charles solo deseaba protegerle de todo mal.

– Fue como en un sueño… Miré por los ojos de un hombre que agonizaba, en otro tiempo, en otro lugar… Y ella, la abadesa, estaba allí. -Habló con más decisión-. Fue una visión inspirada por Dios, padre. Sentí Su presencia.

– Basta de tonterías sobre «sentir a Dios» y tener visiones. Tu enfoque religioso es demasiado emocional. Dios está en la liturgia y en el breviario, no en arrebatos fantasiosos. -El padre Charles meneó la cabeza y exhaló otro suspiro, esta vez más pesaroso-. Esa mujer te embrujó.

– Pero el obispo dijo que el Santo Padre en persona había bendecido el crucifijo que pro…

– Lo comprendo, hermano, pero el hecho es incontrovertible: ella te embrujó. Tu «ensueño» no fue inspirado por Dios. -Hizo una pausa-. Hijo mío, ¿por qué crees que te aparté de ella con tal celeridad? -Su tono se tiñó de ironía-. ¿O piensas que estaba ciñéndome a las órdenes de Rigaud?

– Si eso es cierto, rezaré para obtener el perdón -repuso Michel con humildad-. Aceptaré cualquier absolución que consideréis necesaria, padre, pero quiero ser útil, permanecer a vuestro lado. Sé que Dios puede salvarla, y sé que puedo ser útil. Lo sé.

– Michel, hijo mío, ¿es que no lo entiendes? Ella es veneno para ti.

– ¿Cómo lo sabéis, padre? Solo habéis escuchado habladurías. Vos no estabais en el estrado como yo, viéndola… ¿No es importante averiguar la verdad, salvar un alma que tal vez sea inocente? ¿Tal vez un alma santa? Dios estaba hoy en esa celda, entre la multitud que se apiñaba aquel día durante mi primera ejecución en Aviñón… ¿o es que ya no Le reconocéis?

Charles se volvió hacia él como si le hubiera abofeteado. Michel lamentó el dolor provocado por sus palabras, pero insistió.

– Si en verdad es una bruja, ¿por qué quiere echarme un encantamiento? ¿Por qué no a vos? Soy un simple escriba, sin la menor utilidad para ella. Como habéis indicado, no seré yo quien decida su suerte. Solo puedo rezar por ella.

Los ojos castaños del sacerdote se llenaron de lágrimas. Abrió la boca para hablar pero la cerró de nuevo, dominado por la emoción. Por fin, habló con voz ronca.

– Daría con júbilo mi vida por protegerte de todo mal. ¿No complacerás a un anciano en esto? ¿No confiarás en mí? No permitiré que te ocurra ningún mal, ni que tu integridad se vea comprometida.

– Pero ningún mal… -le interrumpió Michel, al comprender a qué se refería Charles, a que deseaba proteger a su sobrino adoptivo de muchas cosas, no solo de un posible encantamiento, sino de sentirse culpable si condenaban a la abadesa con su ayuda.

Michel inclinó la cabeza con humildad.

– Debo protestar a mi pesar, padre.

– No tienes otra alternativa, hermano, que obedecer las órdenes de tu maestro. Yo empecé mi carrera como escriba, de modo que esta vez ejerceré ese oficio al mismo tiempo que el de inquisidor.

Aquella noche, Michel rezó en solitario, pero su exclusión de la celda de la abadesa le atormentaba. Quería confiar en que Charles concedería a la acusada un juicio justo, aunque ello significara incurrir en la cólera del obispo, pero la reacción del sacerdote ante la madre Marie en la celda le había parecido absolutamente sincera.

Por eso, Michel reflexionaba sobre el camino que debería tomar en caso de que la abadesa fuera ejecutada, maldito fuera el obispo. Como mínimo, debería denunciar públicamente la decisión, y hasta tal vez escribir una carta al Papa. Quizá Rigaud consiguiera que le expulsaran de la orden de los dominicos, una idea que poco le preocupaba, pues Chrétien era mucho más poderoso y le protegería de la ira del obispo. Pero tras reflexionar, Michel decidió que la expulsión significaría un gran alivio para él. En lugar de servir a Dios contemplando a los culpables condenados a morir, tal vez se uniría a los franciscanos y viajaría por el país rezando y salvando almas antes de que irritaran a la Inquisición.

De momento, no obstante, la lealtad le exigía que obedeciera órdenes. Además, le reconcomía la posibilidad de que la aspereza de Charles hubiera sido fingida, de que finalmente declarara inocente a la abadesa y plantara cara a la censura de Rigaud. Si eso ocurría, ¿cómo podría proteger a su mentor?

Una cuestión muy compleja. Ambos resultados conllevaban el sufrimiento de una persona a la que reverenciaba.

Absorto en sus preocupaciones, cenó con los monjes y se encerró en su celda, en un estado de meditación y oración.

«Salvad a la madre Marie y a sus hermanas, Señor, y haré lo que me pidáis. Rezaré sin cesar, me flagelaré cada noche, me postraré de hinojos en público, ayunaré en el desierto…

»Y animad los corazones del padre Charles, el obispo y el cardenal hacia la caridad, Señor. Ayudadles a comprender que Ella es vuestra sierva.»

Mientras oraba, fue palideciendo la luz del sol que entraba por la pequeña ventana sin postigos de su celda, hasta que la oscuridad se apoderó del cielo. Durante todo ese rato permaneció de rodillas, casi hasta medianoche, cuando cayó dormido sobre la fría piedra.

Aquí estaba de nuevo el desconocido, que miraba a través de los ojos de otro, escuchaba con los oídos de otro, incapaz de ver el rostro del desconocido, porque era como si su alma se hubiera alojado en el cuerpo, el corazón y la mente de otro hombre.

El desconocido cabalgaba indiferente al frío de la mañana, con los muslos y las pantorrillas ceñidos a los flancos de su montura. Su mano diestra blandía una lanza, un arma pesada, pero su joven brazo tenía fuerzas de sobra para sostenerla, y junto a su cadera pendía una espada, larga como su pierna.

La vaina llevaba bordada una sola rosa roja.

A lo lejos, el estandarte escarlata del rey ondeaba en el viento, la Oriflama de lengua bífida, bordada en el reluciente oro. El hombre que cabalgaba a su izquierda, un caballero de barba plateada, cuyo yelmo ocultaba el rostro, sostenía la bandera de Nuestra Señora rodeada de estrellas. El de su derecha, un hombre más joven de pelo rojo, le dirigió una mirada de sombrío aliento.

El conocía a estos hombres, íntimamente, como ellos a él. Avanzaban con parsimonia, y vio por fin que ellos tres no eran más que una gota en un mar de animales y hombres. Reinaba el silencio, salvo por los gritos de un halcón, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las hojas caídas, una tos ocasional ahogada. Desde la cumbre de la montaña miró entre las ramas de árboles semidesnudos, y vio a través de la niebla una curva de río en el valle, que brillaba como plata bajo el sol que acababa de salir.