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Está bien, dijo ella.

La miró.

Ha estado enfermo. A lo mejor no quiere decirte nada.

Bien. A lo mejor sí o a lo mejor no.

Puede que quieras venir en otro momento.

No tengo otro momento.

Ella se encogió de hombros. Bueno, dijo. Pásale.

Abrió la puerta y él entró en la casa. Gracias, dijo.

La mujer hizo un gesto con el mentón. Atrás, dijo.

Gracias.

El viejo estaba en una especie de celda en la parte trasera. El cuarto olía a humo de leña, a queroseno y a ropa vieja de cama. El chico se quedó en el umbral y trató de distinguirlo. Se volvió y miró, pero la mujer se había ido a la cocina. Entró en el cuarto. En un rincón había un armazón de cama. Era de hierro. Postrada en ella una figura menuda y oscura. El cuarto también olía a polvo o arcilla. Como si eso fuera a lo que el hombre olía. Ocurría que el suelo de la habitación era de barro.

Pronunció el nombre del viejo, que se movió en la cama. Adelante, resolló.

El chico avanzó, con el sombrero aún en la mano. Cruzó como una aparición el romboide de luz enmarcado por la pequeña ventana de la pared oeste. Las motas de polvo se arremolinaron. Hacía frío en el cuarto y vio que el aliento del viejo se elevaba y desvanecía en el aire. Vio también los ojos negros en una cara curtida allá donde el viejo estaba recostado sobre el desnudo cutí de su almohada.

Güero, dijo el hombre. ¿Hablas español?

Sí, señor.

La mano del viejo se elevó ligeramente de la cama y volvió a caer. Qué quieres, dijo.

Vengo a preguntarle sobre trampas para lobos.

Lobos.

Sí, señor.

Lobos, repitió el viejo. Ayúdame.

¿Perdón?

Ayúdame.

Estaba tendiéndole una mano. Colgaba temblorosa en la semipenumbra, incorpórea, una mano igual a todas o a ninguna. El chico alargó el brazo y la cogió. Era fría, dura y exangüe. Una cosa de cuero y hueso. El viejo se incorporó con esfuerzo.

La almohada, jadeó.

El chico estuvo a punto de dejar el sombrero en la cama, pero se detuvo a tiempo. De pronto el viejo estrechó el apretón y su mirada se endureció, pero no dijo nada. El chico se puso el sombrero, pasó la mano por detrás del viejo, cogió la fláccida y grasienta almohada y la arrimó a los barrotes de hierro del armazón; el viejo se aferró a él con la otra mano y luego se echó hacia atrás con temor, hasta que pudo descansar sobre la almohada. Miró al chico. Pese a su fragilidad apretaba la mano con fuerza y no pareció dispuesto a soltar las del chico sin antes haberle escrutado los ojos.

Gracias, jadeó.

De nada.

Bueno, dijo el viejo. Bueno. Aflojó el apretón, Billy liberó una mano, volvió a quitarse el sombrero y lo sostuvo por el ala.

Siéntate, dijo el viejo.

Se sentó con cautela en el borde de la delgada colchoneta que cubría los muelles de la cama. El viejo no le soltaba la mano.

¿Cómo te llamas?

Parham. Billy Parham.

El viejo repitió el nombre en silencio. ¿Te conozco?

No, señor. Estarnos en las Charcas.

La Charca.

Sí .

Cuentan una historia de allá.

¿Una historia?

, dijo el viejo. Seguía recostado sin soltar la mano del chico y mirando los tirantes del techo. Una historia desgraciada. De obras desalmadas.

El chico dijo que no conocía la historia y que le gustaría escucharla, pero el viejo dijo que más le valía dejarlo así, puesto que de ciertas cosas no podía venir nada bueno y él pensaba que esa era una de ellas. El chirriante sonido de su respiración se había debilitado hasta casi apagarse y también la tenue blancura de su aliento, que había sido ligeramente visible en el frío de la habitación. Seguía apretando su mano con fuerza.

El señor Sanders sugirió que yo podría comprarle a usted unos aromas. Dijo que se lo pidiera.

El viejo no respondió.

Me dio algunos de los que tenía el señor Echols, pero al lobo le ha dado por desenterrar los cepos y soltar los muelles.

¿Dónde está el señor Echols?

No lo sé. Se fue.

¿Él murió?

No, señor. Que yo sepa no.

El viejo cerró los ojos y los abrió otra vez. Seguía apoyado en la almohada con el cuello ligeramente torcido. Parecía como si lo hubieran dejado tirado allí. En la menguante luz sus ojos no delataban nada. El viejo parecía estar estudiando las sombras del cuarto.

Sabemos por lo alargado de las sombras que el día toca a su fin, dijo. Dijo que por esa razón los hombres deducían que a esa hora del día los presagios se exageraban mucho, pero eso no era así en absoluto.

Tengo un frasco que pone Matrix número siete, dijo el chico. Y otro que no pone nada.

La matriz, dijo el viejo.

Esperó a que el viejo continuara, pero no lo hizo. Al cabo de un rato le preguntó qué había en la matriz, pero el viejo solo apretó la delgada boca, como si dudase. Continuaba sosteniendo la mano del chico y siguieron sentados así un rato más. El chico iba a hacerle otra pregunta al viejo, pero este volvió a hablar. Dijo que la matriz no era una cosa fácil de definir. Cada cazador debe tener su propia fórmula. Dijo que el hecho de que las cosas fueran nombradas por sus atributos no significaba que con ello se definiese su sustancia. Dijo que en su opinión solo las lobas en celo podían proporcionar esa matriz. El chico dijo que el lobo del que había hablado era, en realidad, una hembra, y preguntó si ese hecho debía tenerse en cuenta a la hora de idear una estrategia para cazarla, pero el viejo dijo solamente que ya no había lobos.

Ella vino de México, dijo el chico.

Hizo como que no oía. Dijo que Echols había cazado a todos los lobos que quedaban.

El señor Sanders dice que el señor Echols también es medio lobo. Dice que él conoce lo que sabe el lobo antes de que lo sepa el lobo. Pero el viejo dijo que ningún hombre sabía lo que sabía el lobo.

El sol se ponía en el oeste y la figura de luz que entraba por la ventana flotaba en la habitación de pared a pared. Como si de ese espacio se hubiera extraído algo eléctrico. Finalmente, el viejo repitió sus palabras. El lobo es una cosa incognoscible, dijo. Lo que se tiene en la trampa no es más que dientes y pellejo. Al lobo en sí no se lo puede conocer. Es como preguntar qué saben las piedras. Los árboles. El mundo.

El esfuerzo lo hacía jadear. Tosió discretamente y se quedó callado. Al cabo de un rato volvió a hablar.

Es cazador, el lobo, dijo. Cazador. ¿Me entiendes?

El chico no sabía si entendía o no. El viejo siguió diciendo que los hombres tenían una idea equivocada de lo que es un cazador. Que los hombres creen que la sangre de la víctima no acarrea consecuencias, pero que el lobo no es tan ingenuo. Dijo que el lobo es un ser muy metódico y que sabe aquello que los hombres ignoran: que el único orden que existe en el mundo es el que la muerte ha puesto en él. Finalmente dijo que si bien los hombres beben la sangre de Dios no comprenden realmente la gravedad de lo que hacen. Dijo que los hombres desean ser serios, pero que no saben cómo. Entre sus actos y sus ceremonias está el mundo, y en este mundo sopla el vendaval y los árboles se tuercen al viento y todos los animales que Dios ha hecho vienen y van y sin embargo los hombres no son capaces de ver este mundo. Ven lo que hacen con sus propias manos o aquello que nombran, y se llaman a voces unos a otros, pero el mundo intermedio les resulta invisible.