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Lo llevo de vuelta a mi país, dijo Billy.

El gitano sonrió otra vez y miró hacia el norte por la carretera. Otros huesos, dijo. Otros hermanos. Dijo que de niño había viajado mucho por la tierra del gabacho. Dijo que había acompañado a su padre por las calles de ciudades de Occidente recogiendo chatarra y trastos viejos que luego vendían. Dijo que a veces encontraban viejas fotografías y daguerrotipos dentro de una caja o un baúl. Aquellos retratos únicamente tenían valor para los vivos que habían conocido a los retratados, y con el paso de los años de estos últimos no quedaba ninguno. Pero a su padre, que era gitano y tenía mente de gitano, le gustaba colgar aquellos descoloridos retratos mediante pinzas de la ropa en las barras superiores de la carreta. Y allí se quedaban. Nadie preguntó nunca por ellos. Nadie quiso comprarlos. Al poco tiempo el muchacho interpretó que se trataba de una historia aleccionadora y empezó a escrutar aquellos rostros de color sepia en busca de algún secreto que pudieran divulgar de cuando eran mortales. Los rostros acabaron resultándole muy familiares. A juzgar por la indumentaria llevaban muertos muchos años y el chico los contemplaba posando sentados en los escalones de un porche, o en sillas en medio de un patio. Todo el pasado y todo el futuro y todos los sueños por nacer aparecían cauterizados en aquella fugaz aprehensión de luz en el interior de la cámara. Escudriñó aquellas caras. Miradas de vago descontento. Miradas de arrepentimiento. Quizá el germen de cierta acritud ante cosas que, de hecho, aún no existían y que, sin embargo, ya eran agua pasada.

Su padre le decía que los payos eran gente impenetrable, y así se lo pareció a él también. Dentro y fuera de toda descripción. Las fotografías que colgaban de las riostras se convirtieron en una forma de interrogante que el mundo le planteaba. Presentía en ellas cierto poder, y dedujo que los payos las consideraban de mal agüero, pues apenas las miraban, pero la verdad era aún más siniestra, como suele ocurrir con la verdad.

Lo que acabó comprendiendo fue que así como los parientes que aparecían en aquellas difuminadas instantáneas carecían de valor alguno excepto en el corazón de otra persona, así ocurría también con ese corazón en el de otro en un desgaste horrible e interminable, y no existía valor de ninguna otra clase. Cada representación era, por sí sola, un ídolo. Cada retrato una herejía. En sus imágenes habían creído alcanzar cierta inmortalidad, pero nada puede mitigar el olvido. Eso era lo que su padre intentaba decirle, y por esa razón vivían en el camino. Ese era el porqué de los amarillentos daguerrotipos que se balanceaban en las riostras de la carreta de su padre.

El gitano dijo que los viajes en que estaba involucrada la compañía de los muertos eran famosos por su dificultad, pero que en realidad todo viaje tenía esa comparsa. Dijo que en su opinión era una temeridad pensar que los muertos no tienen poder para actuar en el mundo, pues su poder es grande y a menudo su influencia es de mucho peso precisamente en quienes sospechan que es insignificante. Dijo que lo que los hombres no comprenden es que los muertos no han abandonado un mundo sino meramente la imagen del mundo que el hombre tiene en su corazón. Dijo que el mundo no puede ser abandonado puesto que, sea en la forma que sea, es eterno, como lo son todas las cosas que contiene. En aquellos rostros que ya para siempre serán anónimos entre sus anticuados enseres está escrito un mensaje que nadie puede pronunciar, pues el tiempo asesinaría al mensajero antes de que este pudiera llegar a destino.

Sonrió. Creemos ser víctimas del tiempo, dijo. En realidad el mundo sigue un camino que no está fijado en ningún lugar. ¿Cómo iba a estarlo? Nosotros mismos somos nuestro propio viaje. Y por eso también somos el tiempo. Somos como el tiempo. Huidizos. Inescrutables. Despiadados.

Se dirigió a los demás en caló y uno de ellos cogió un látigo largo que estaba claveteado a las tablas laterales de la balsa, lo desenrolló y lo hizo serpentear en el aire con un chasquido cuyo eco resonó como un pistoletazo en el bosque y el carromato se puso en marcha. El gitano se volvió y sonrió. Dijo que tal vez se encontrasen de nuevo en otro camino, pues el mundo no era tan grande como los hombres imaginaban. Al preguntarle Billy qué le debía por sus servicios, el gitano desechó la cuestión con un gesto de la mano. Para el camino, dijo. Luego se volvió y partió carretera arriba detrás de los otros. Billy se quedó con el pequeño fajo de billetes manchados de sangre que había sacado del bolsillo. Llamó en voz alta al gitano y el gitano se volvió.

Gracias, exclamó.

El gitano levantó una mano. De nada.

Yo no vivo en el camino.

Pero el gitano solo sonrió y agitó una mano. Dijo que el trayecto del camino era la regla que todos los que estaban en él debían seguir. Dijo que en el camino no había excepciones. Luego dio media vuelta y echó a andar a grandes zancadas.

Al atardecer el caballo se levantó sobre sus temblorosas patas. Billy no le puso ronzal sino que caminó al lado del animal hasta llegar al río. Una vez allí el caballo entró con cautela en el agua y bebió largamente. Mientras Billy se preparaba una cena con las tortillas y el queso de cabra que le habían dado los gitanos, un jinete se aproximó por la carretera. Solitario. Silbando. Se detuvo entre los árboles. Luego siguió adelante más despacio.

Billy se puso de pie y fue andando hasta la carretera; el jinete se detuvo sin desmontar. Se echó el sombrero ligeramente hacia atrás, para ver mejor, para que lo vieran mejor.

Buenas tardes, dijo Billy.

El jinete asintió con la cabeza. Montaba un buen caballo y llevaba buenas botas y un buen sombrero Stetson y fumaba un purito negro. Se sacó el puro de la boca, escupió y volvió a llevárselo a la boca.

¿Habla usted americano?, dijo el jinete.

Sí, señor.

Me ha parecido por su aspecto que era más o menos sensato. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Qué le pasa al caballo?

Verá, señor, yo diría que lo que haga aquí es asunto mío. Y supongo que otro tanto podría decir del caballo.

El hombre no hizo el menor caso. No estará muerto, ¿verdad?

No. No está muerto. Lo cortaron unos salteadores de caminos.

¿Que lo cortaron dice?

Sí, señor.

¿Quieres decir que lo caparon?

Lo que quiero decir es que le clavaron un cuchillo de matar cerdos en el pecho.

¿Y por qué, si puede saberse?

Dígamelo usted.

No lo sé.

Pues yo tampoco.

El jinete se quedó fumando con aire pensativo. Echó un vistazo al paisaje que se extendía al oeste del río. No entiendo este país, dijo. De veras que no. Oiga, no tendrá un poco de café por ahí, ¿verdad?

Estaba preparando un poco. Si desmonta podemos compartir la cena. No tengo gran cosa, pero está usted invitado.

Le agradezco su amabilidad.

El jinete echó pie a tierra cansadamente, se pasó las riendas a la espalda, volvió a ajustarse el sombrero y se acercó con el caballo cediendo a la mano. No entiendo este país, dijo. ¿Ha visto pasar por aquí mi aeroplano?

Se acuclillaron junto a la lumbre mientras el bosque oscurecía y esperaron a que hirviera el café. Nunca se me habría ocurrido que esos gitanos iban a timarme como lo han hecho, dijo el hombre. Yo tenía mis dudas. Otra cosa no, pero cuando me equivoco soy el primero en reconocerlo.

Eso es una virtud.

Sí que lo es.

Comieron los frijoles envueltos en las tortillas y el queso fundido. El queso estaba rancio y sabía mucho a cabra. Billy levantó la tapa de la cafetera con un palo, miró en su interior y puso la tapa otra vez. Miró al hombre. El hombre estaba sentado con las piernas cruzadas sujetando con una mano las suelas de sus botas.