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Al día siguiente cruzó Hermanas y tomó la polvorienta carretera al oeste del pueblo, esa misma tarde se detuvo en la encrucijada delante del almacén en Hatchita y dirigió la mirada hacia el suroeste donde el último sol brillaba sobre la sierra de las Ánimas, y supo que nunca volvería a ir allí. Atravesó el valle de las Ánimas arrastrando lentamente la narria; hacerlo le llevó todo el día. Cuando a la mañana siguiente entró en el pueblo de Ánimas era miércoles de Ceniza según el calendario y las primeras personas que vio eran mexicanos con señales de tizne en la frente, cinco niños y una mujer andando en fila india por el polvoriento borde del camino a la salida del pueblo. Les dio los buenos días, pero ellos se limitaron a santiguarse al ver el cuerpo que llevaba en la narria y pasaron de largo. Compró una pala en la ferretería y salió del pueblo hacia el sur hasta que llegó al pequeño cementerio, donde maneó al caballo y lo dejó paciendo fuera del recinto mientras se ponía a cavar la tumba.

Estaba hasta la cintura de tierra seca y caliche cuando el sheriff aparcó, se bajó y entró andando por la verja.

Sospechaba que eras tú, dijo.

Billy dejó de cavar, se apoyó en la pala y lo miró pestañeando. Se había quitado aquel harapo de camisa y tendió el brazo para cogerla del suelo, se limpió el sudor de la frente con ella y esperó.

Imagino que el que está allí es tu hermano, dijo el sheriff.

Sí, señor.

El sheriff sacudió la cabeza. Desvió la mirada y contempló los campos. Como si en el paisaje hubiera algo imposible de alcanzar. Luego miró a Billy.

No hay mucho que decir, ¿verdad?

No, señor. No mucho.

Bueno. No se puede ir por ahí enterrando a la gente. Deja que vaya a ver al juez a ver si puedo hacer que expida un certificado de defunción. Ni siquiera estoy seguro de quién es el propietario de la tierra donde estás cavando.

Está bien.

Ven a verme mañana a Lordsburg.

De acuerdo.

El sheriff se caló el sombrero y luego de sacudir la cabeza, dio media vuelta y cruzó otra vez la verja para ir a su coche.

En días sucesivos cabalgó hasta Silver City en el norte y hasta Duncan, Arizona, en el oeste y luego de nuevo al norte cruzando las montañas hasta Glenwood y Reserve. Trabajó para el Carrizozo y para el GS y se fue sin saber por qué se iba y en julio de aquel año partió rumbo al sur hasta Silver City y tomó la vieja carretera que llevaba al este pasadas las minas de Santa Rita y siguió por San Lorenzo y el Black Range. De los montes que había más al norte soplaba un viento fuerte y ante él la pradera se había oscurecido al paso de unas nubes. El caballo andaba cansinamente con la cabeza gacha y el jinete iba muy erguido con el sombrero calado hasta los ojos. El paisaje era todo de gatuñas y guayacos sobre un guijarral y no había cercas y la hierba era escasa. Unos kilómetros más adelante llegó a la carretera asfaltada y se detuvo sin desmontar. Un camión pasó de largo gimiendo y se perdió en la lejanía. A ciento treinta kilómetros de allí las cumbres de roca pelada de los montes Organ brillaban bajo las nubes a la luz tamizada del último sol. Mientras miraba se fundieron en sombras. El viento procedente del desierto traía rocío de lluvia. Cruzó la zanja, subió a la calzada y allí aflojó el paso y miró hacia atrás. El panizo que libremente crecía al borde de la carretera se escoraba y retorcía a merced del viento. Volvió por la carretera hacia unos edificios que había visto. Las cubiertas de neumático desechadas de los camiones todo terreno aparecían arrugadas junto al arcén como pellejos mudados y blanquecinos de viejos saurios de tierra firme arrojados al asfalto. El viento del norte soplaba con fuerza y luego fue la lluvia la que sopló en cortinas racheadas que cruzaban la carretera delante de él.

A un paso de la carretera se alzaban tres edificios de adobe que en tiempos habían sido un apeadero del ferrocarril; no quedaba rastro de las techumbres y alguien se había llevado las vigas. Enfrente había un surtidor de gasolina oxidado de color naranja con la parte superior del cristal rota. Dejó el caballo en el mayor de los edificios, le quitó la silla y la dejó en el suelo. En un rincón vio un montón de heno al que le dio unos puntapiés para aflojarlo un poco o quizá para ver qué había dentro. El heno estaba reseco y polvoriento y tenía una depresión en el sitio donde alguna cosa había estado durmiendo. Se dirigió a la parte trasera del edificio, de donde volvió con un tapacubos viejo; lo llenó con agua de la cantimplora de lona y se lo ofreció al caballo para que bebiera. A través del maltrecho bastidor de madera de la ventana vio la carretera que brillaba negra bajo la lluvia.

Cogió sus mantas y las extendió sobre el heno y estaba comiendo sardinas directamente de una lata y contemplando la lluvia cuando un perro leonado dobló la esquina del edificio, entró por la puerta que estaba abierta y se detuvo. Miró al caballo. Luego giró la cabeza y lo miró a él. Era un perro viejo con los bordes del hocico encanecidos y las patas traseras horriblemente mutiladas y tenía la cabeza ligeramente torcida con respecto al cuerpo y se movía de un modo grotesco. Una criatura artrítica y contrahecha que corrió oblicuamente y olfateó el suelo para captar el olor del humano y luego alzó la cabeza, hurgó el aire con el morro e intentó adivinarlo entre las sombras con sus turbios ojos medio ciegos.

Billy dejó las sardinas junto a él. Con cuidado. Percibía su olor en el aire húmedo. El perro permaneció al lado de la puerta con la lluvia cayendo detrás de él sobre la maleza y la grava. Estaba mojado, enfermo y tan lleno de cicatrices que bien podía haber sido remendado con trozos de otros perros por algún loco partidario de la vivisección. El perro se quedó quieto y luego se meneó a su estilo grotesco y fue cojeando entre gemidos hasta el fondo de la estancia, y una vez allí miró hacia atrás y giró tres veces en redondo antes de echarse.

Billy limpió la hoja de la navaja en la pernera de su pantalón, dejó la navaja sobre la lata y echó un vistazo. Arrancó de la pared un terrón flojo de barro y lo lanzó en dirección al perro, que emitió una especie de gemido extraño pero no se movió.

Largo, exclamó.

El perro soltó un gemido y se quedó como estaba.

Billy blasfemó por lo bajo, se puso de pie y buscó un arma. El caballo lo miró y miró al perro. Billy cruzó la estancia, salió a la lluvia y dobló la esquina del edificio. Al volver esgrimía un trozo de tubería de unos noventa centímetros y empuñándolo avanzó hacia el perro. Venga, gritó. Largo.

El perro se levantó gimiendo, echó a andar penosamente pegado a la pared y salió cojeando al patio. Cuando Billy se volvió para regresar junto a sus mantas, el perro se coló de nuevo en el edificio. Él giró en redondo, corrió hacia el perro tubería en ristre y el perro se escabulló.

Le fue detrás. Se había detenido fuera, al borde de la carretera, y parado bajo la lluvia miraba hacia atrás. En tiempos podía haber sido un perro de caza al que quizá hubiesen dado por muerto en las montañas o cerca de un camino. Depositario de cien mil oprobios y heraldo de quién sabe qué. Se agachó, cogió un puñado de piedrecitas de la explanada y se las lanzó. El perro alzó la deforme cabeza y aulló de modo misterioso. Billy avanzó hacia él y el perro echó a andar por el asfalto. Corrió tras él y le arrojó más piedras y le gritó y luego le arrojó el trozo de tubería. Cayó en la calzada detrás del perro con un sonido metálico y el perro aulló de nuevo y se puso a correr, cojeando irregularmente sobre sus alabeadas patas con la extraña cabeza sobresaliéndole del cuello. Al alejarse levantó lateralmente el hocico y dejó escapar un terrible aullido. Algo ultraterreno. Como si una acumulación de pena hubiera irrumpido desde el mundo pretérito. Se alejó trotando bajo la lluvia por la carretera sobre sus patas heridas y mientras lo hacía aulló una y otra vez con el corazón desgarrado hasta que con la llegada de la noche se perdió totalmente de vista y ya no se lo oyó.