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Hacía calor y se paseaba por el piso en pantalones cortos y camiseta, terminándose lo que le quedaba de maría y gran parte de la cerveza fría de la nevera.

Había puesto algo de música, había intentado sentarse y escucharla, hojear un periódico y una revista vieja, pero no era capaz de estarse sentado más de dos minutos. Subió el volumen para poder oír la música alta y clara mientras iba de habitación en habitación.

Wolves and Leopards

Are trying to kill the sheep and the shepherds.

Too much watch and peep,

It's time the wolves dem leave the sheep… [1]

Theo no sabía si Dennis Brown estaba vivo o muerto, pero le encantaba su voz, cómo le hacía sentir.

Cuando el viejo equipo de música que tenían en casa murió, había sustituido algunos de los viejos álbumes de reggae de su padre por CD. Se los había ido dando a su padre en las Navidades y en varios cumpleaños y más tarde los había heredado. Escuchaba alguno de vez en cuando: Burning Spear, Toots and the Maytals, los recopilatorios de Rock Steady y Tighten Up y Marley, obviamente.

No era un gran rollo retro. Había un montón de DJ de grime y grupos de rap que tocaban cosas de lo más salvaje y a él le gustaba escucharlos y soltarse con ellos, como a todo el mundo. Pero encontraba algo en aquellos viejos álbumes que no veía en las imitaciones de cosas americanas que escuchaban tantos de sus amigos. Lo grandes que eran sus pistolas, a cuántas zorras se habían tirado, toda esa mierda.

Además, iban muy bien con un porro. En eso sí tenía razón su padre. Se echó en la cama, cerró los ojos y pensó en lo absurdo que se había vuelto todo desde que habían matado a Mikey.

Había más policía por ahí que nunca. High Street todavía estaba llena de furgonetas y patrullas visiblemente armadas. Había concursos de miradas en cada esquina y, durante un tiempo, Theo se había sentido aliviado porque, al menos, no le estaban buscando a él.

Al menos, no todos.

Había hablado con un par de ellos. Tampoco había tenido elección: estaban hablando con todo el mundo. No había dicho gran cosa, se había limitado a darles un nombre y una dirección y a decir que no sabía nada. Le miraron como si ya hubiesen oído lo mismo cien veces aquel día.

Una de ellos, una mujer, dijo:

– ¿No queréis que esto se resuelva?

Theo ya sabía bastante, por supuesto que sí. En cualquier caso, lo sospechaba…

Siempre había bandas que atacaban a otras por cuestiones de negocios, que iban a por pandillas como la suya por las drogas, porque había dinero que llevarse. Pero casi siempre era cuestión de territorios. De barrios y de las fronteras que los separaban.

Easy había cruzado esas fronteras, y Theo lo sabía porque había sido lo bastante idiota como para seguirle. Habían entrado en casas y atracado a putas. No había duda de que se habían colado en otras zonas, e Easy sabía lo que estaba haciendo. La mayor parte del tiempo, los límites estaban marcados con claridad: determinada firma pintada con spray en una pared, un par de zapatillas viejas colgadas en un cable de teléfono… pero incluso cuando no había ninguna señal, la gente los conocía. Sabían qué pubs había que evitar, en qué calles no había que meterse.

Pero el imbécil de Easy pensaba que podía ir adonde le apeteciese. Pensaba que tenía una especie de visado especial o lo que fuese, y ahora había provocado algo serio.

Ahora aquello se estaba volviendo en contra de todos ellos.

Theo no le había visto demasiado los últimos dos días, pero notaba que su amigo estaba nervioso. No sabía si el resto de la pandilla se daba cuenta, pero él lo sabía. Wave también estaba manteniendo la cabeza gacha. Probablemente estaba teniendo serios problemas con los del triángulo de arriba, preocupados porque la gente empezase a comprar las rocas a una pandilla a la que no estuviesen matando a tiros.

«Wolves and leopards are trying to kill the sheep and the shepherds…»

Se levantó y volvió a la cocina, tiró la lata de cerveza vacía y miró dentro de la nevera, pensando en el almuerzo.

Javine no volvería en un rato. Le alegraba estar fuera y a Theo le alegraba dejarla. Las cosas habían sido complicadas los últimos días, desde lo de Mikey. Siempre era igual cuando alguien moría.

Tampoco había dicho demasiado. Simplemente le había mirado. Había cogido al niño y le había mirado como diciendo: «¿Te lo vas a pensar ahora? ¿Vas a pensar en sacarnos de esta pocilga?».

Theo cerró la nevera.

¿Cómo se suponía que iba a hacerlo? No es que estuviese precisamente forrado tal como estaba, además, tenía que pensar en su madre y en Angela. Nunca había prometido cuidarlas, no había habido un momento tranquilo con su padre hacia el final, pero no había hecho falta. Se daba por sentado.

La canción se terminó y fue sustituida por otra: introducción de bajo y batería, con metales suaves de fondo. Recordó a su padre cantando al son de aquellas canciones, con su voz fuerte y ronca; el viejo aún convencido de que podía dárselas de guaperas, bamboleándose en el sitio.

Cuando era niño, Theo se sentía raro por tener a su padre cerca, pero ahora era como todos los demás. Como la mayoría de los chicos de la pandilla, al menos. Con padres ausentes. De eso hablaban siempre los periódicos y los universitarios blancos que hacían informes y chorradas de esas. Eso era lo que creían que causaba todos los problemas. La razón por la que tipos como Easy, Mikey y el propio Theo iban por el mal camino. El tema era que habían sido privados de orientación por hombres que les habían abandonado o les habían sido arrebatados. Por el cáncer o por una bala.

Al volver al salón, Theo se descubrió pensando en el crío del poli muerto, el que todavía no había nacido siquiera. Se preguntó cómo se las apañaría él, el crío al que Theo había privado de su padre.

Subió la música un poco más y se quedó de pie junto a la ventana. No era que creyese que fuese a suceder en un futuro cercano, pero si alguna vez existía la posibilidad de que Javine consiguiese lo que deseaba para ellos tres, iba a necesitar dinero. Mucho.

Tenía que salir del piso. Bajar y pasar delante de aquellos uniformes azules, cruzar las filas de furgonetas con barrotes y cristales ahumados. Ir a trabajar.

Frank cogió su móvil para comprobar que todavía tenía señal. No quería perderse la llamada de Clive. El conductor de reemplazo, uno de los chicos de Clive, entró en la terraza, o en lo que sería la terraza cuando terminasen las obras y fue a coger sus gafas de sol.

– ¿Quieres algo de beber o algo, Frank?

– Estoy bien.

– ¿Seguro?

Frank hizo visera con la mano para bloquear el resplandor y dijo:

– Una limonada o algo.

El conductor volvió al interior del pub y Frank retomó la lectura de los dominicales, con la suave pero bienvenida brisa agitando sus páginas.

La parte trasera del pub era una solana y no habría sombrillas hasta que alguien comprase el local, pero por fin había encontrado un poco de sombra pegándose mucho a la valla de un lado. Todavía quedaba solado por poner y algunas plantas en macetas, pero ya era un lugar bastante agradable para pasar una mañana de domingo y Frank creía que era importante estar allí. Asegurarse de que las obras del pub avanzaban como debían, mientras Clive estaba en otra parte, ocupado en asuntos más importantes.

Seguían saliendo un montón de cosas en el periódico sobre problemas de pandillas, pero ahora era más general. Paul ya no era noticia de primera plana. Había alguna mención somera en una entradilla o dos, pero sólo en la medida en que su muerte era sintomática de un problema más amplio, un problema que se había vuelto a poner de manifiesto con la última muerte a tiros de un pandillero, la de Michael Williamson, de dieciséis años, hacía dos días en Lewisham.

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[1] N. de la T.: «Lobos y leopardos / están intentando matar a las ovejas y los pastores / demasiado vigilar y espiar / es hora de que los lobos dejen en paz a las ovejas…»